Espero. No sé muy bien qué, pero espero.
Quizá aguardo que llegue por fin la noche
en su refugio de lucidez y sueño
(o fuego).
Y entretengo las horas
limando las uñas del tiempo
o leyendo unos versos de Leopoldo Panero.
Entretanto podría ocurrir algo, no sé,
algo confidencial y con cierto misterio.
Algo como que, de repente, mi vida cambiara de tercio
y me ofrecieran trabajo en el Servicio Secreto.
Algo así como lo que hacía Robert Redford
en Los tres días del Cóndor, descifrando en los textos
esa oscura trama de conjuras y silencios
que son las semanas, los meses y los años.
O que me llamaran de Wellesley College (Massachusets)
para impartir a sus alumnas un semestre sobre la nostalgia
de Dios en la poesía de Pedro Salinas.
La verdad, estoy un poco harto
de la rutina y su desasosiego.
Quiero vivir sin contar el efímero dinero,
quiero vivir sin aguantar la respiración del alma
o desfigurado el cuerpo por el tedio.
Yo espero. Hace mucho tiempo
que espero y creo en lo imposible.