La noticia la da ABC y la expongo con todas las reservas que cabe hacer a un disparate de calibre tan grande que cuesta darle crédito. En Cataluña, dos centros hospitalarios en los que se practican abortos, se hallan de una manera u otra bajo la tutela de instituciones eclesiásticas: el uno, que además se ha posicionado con la conocida consejera Marina Geli por el fomento de la píldora abortiva RU-486 como método anticonceptivo, es el Hospital Sant Pau de Barcelona, entre cuyos patronos aparece ni más ni menos que el mismísimo Arzobispado de Barcelona. El otro es el Hospital General de Granollers, cuyo vicepresidente, nombrado por la Parroquia de Sant Esteve de Granollers, es Jaume Sala Maltas, y uno de cuyos vocales es directamente el sacerdote Lluís Pou Illa, párroco de la citada iglesia.
La noticia causa estupor, produce náuseas, provoca ira. La crítica, aquí como en el caso de los curas pederastas, no debe conducirse contra la Iglesia como institución, al menos no por el momento, y sí contra los pecadores en cuestión. Pero para que ello sea así, es exigible una actuación expeditiva, sumarísima, inmisericorde, de las autoridades eclesiásticas, las cuales deben una explicación urgente a un caso tan escandaloso, que me atrevo a calificarlo como uno de los más graves que haya podido afectar a la Iglesia desde su fundación por Jesús de Nazaret.
Aunque mucho ha tardado en llegar, la Iglesia acaba de consumar, con el nombramiento de Mons. Iceta para la sede bilbaína, un cambio de dirección pastoral en el País Vasco, el cual adquiría, desde hace demasiado tiempo por desgracia, tintes de absoluta emergencia, con una situación en la que un número suficientemente significativo de curas se hallaba más familiarizado con una parabellum que con un grial. Ahora, una vez más, no sé si por casualidad, en una de las regiones españolas en las que con mayor virulencia se ha cebado el cáncer del nacionalismo, un nacionalismo que no ha reparado ni en báculos ni en sotanas, se produce un escándalo de dimensiones colosales ante el que sólo cabe una de dos alternativas; o un desmentido sin paliativos avalado por los hechos, o una actuación severísima que no repare ante las más mitradas cabezas.
“Y al que escandalice a uno de estos pequeños, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar”.
La frase no es mía. Lo dijo el fundador (Mc. 9, 42). Sabía, sin duda, porqué lo hacía.