Me ha encantado la historia. No sé si es real o si es leyenda, pero a mí me ha hecho venirme arriba con nada. Ahí va: Ese es Dios, que se sienta a tu lado y pone acordes imposibles donde tú ni si quieras has soñado que pueda caber un registro musical de semejante calado. Por eso. Por su Misericordia de Padre enamorado, por su amor de entrañas de Madre, no te canses, no pares, no te entristezcas, que Él te sigue esperando. ¡Vamos! Dalo todo. Sigue tocando.
Cada vez que su hijo de a penas seis años se sentaba al piano, Melany sonreía con la esperanza de que su propia torpeza le acabara quitando la ilusión. El pequeño Bob jamás llegaría a Jerry Lee Lewis ni tocando en playback.
Sin embargo, la carita de Bob se transformaba ella sola en música cuando ante sus ojos aparecían las teclas de un piano. Su ilusión era tal que Melany no se atrevió nunca a quemarlo tras el jardín e inventarse una historia sobre un dragón milenario que echara fuego por la boca contra los mejores pianos. No, nunca se atrevió, y aprovechando la visita a la ciudad de ese joven talento mundial que había roto los moldes de todos los teclados, pensó en llevarle al concierto para que Bob desistiese ante la evidencia de su pequeñez contra la inmensidad de un artista de verdad.
Ya en la platea, en un momento dado en que Melany se distrajo buscando las gafas en su bolso para consultar el programa, el pequeño Bob desapareció de su lado. Melany lo buscó asustada. No entendía cómo su renacuajo de ojos saltones y gafas de culo de botella se había separado de ella, cuando sabía ya por experiencia, que se pierde hasta en su propia casa para ir al cuarto de baño.
De pronto y con Melany desencajada, se apagan las luces y el telón del escenario se abre antes las miles de personas que han llenado el teatro. La cara de Melany pareció una berenjena cuando se dio cuenta de que Bob, llevado por la ilusión, se saltó los cordones de seguridad y aporreaba, despacio y muy bajito, las teclas de un piano que debía de haber costado más que su dentadura nueva.
Los espectadores no entendían nada y escuchaban una musiquilla anquilosada en tres teclas que no seguía ritmo alguno, esperando que aquello fuese parte de la función ya ensayada de antemano.
En menos de treinta segundos, los que le dio de tiempo a Melany a soltarse la melena de los nervios que tenía, el maestro del piano, joven, alto y también con melena, se sentó muy despacio al lado de Bob, como no queriendo perturbarlo. Bob se le quedó mirando con esos ojos tan abiertos que parecía que le iban dar la vuelta a la cabeza, y el maestro, el genio, el grande, el amo de la barraca entera, le dijo solo dos palabras: “Sigue tocando”.
Ejecutaron entre los dos una melodía imposible, improvisada, de extrema belleza y autenticidad, sin partitura, sin tiempo ni medida, y lograron que el más exquisito público del mundo de la música se emocionara extasiado ante la imagen de un gran maestro creando música junto a un enano inútil y miope que más que oído tenía oreja.
Se acaba la leyenda y empieza la historia, la de verdad.
Aquí estoy yo, impulsado por la emoción del seguimiento de Cristo, con la ilusión de quien se ha enamorado, metiendo la pata día sí día también, aporreando las teclas de mi vida con la sutileza de un elefante, emborronando de tinta las paginas ya escritas por la mano de un Creador precioso. Luchando, al fin y al cabo, por hacer bien las cosas en mi vida, bastante jodida según en qué momento, y encima viendo que no aprendo por más que me equivoque. Lo lamento.
Eso es saborear la Misericordia de Dios. Cuando he intentado ocupar su lugar, su taburete ante el piano para ejecutar la partitura de mi vida, y llega el tío y no solo no me echa de allí a guantazos, sino que, feliz con el reto que le planteo, va y me dice: “Suso, sigue tocando”.