La tierra se sacia de tu acción fecunda, Señor; para sacar pan de los campos y vino que alegra el corazón del hombre (Sal 104(103),13.14s).
Toda la creación se sacia con la acción de Dios sobre ella. Todo ha sido creado no para ser abandonado por su hacedor, sino que todo tiene su plenitud de ser en la acción continua de Dios en sus criaturas. Todas las criaturas tienen hambre de que Dios siga obrando en ellas, que las siga dando ser, que las lleve a la plenitud de su realidad.
Las criaturas tienen otra plenitud, más allá de seguir siendo, y es la que encuentran en la historia. El hombre re-obra sobre ellas dándoles una finalidad. Esta acción humana no es ajena a la de Dios. Nosotros no imprimiríamos ese sello sobre las cosas si Dios dejara de sostenernos en el ser, si no nos hubiera dado la capacidad de nombrar las cosas. El hombre cultiva la realidad. No solamente cosecha trigo y vendimia uvas, además hace pan y vino, con todo lo que ello comporta. Pueden ser para la fiesta familiar, que alegra el corazón del hombre, y para la ofrenda cultual, como hizo Melquisedec (cf. Gn 14,18).
Pero, además de la plenitud histórica, tienen una mayor, la que les da Dios haciéndolas expresión de su misterio. Los sonidos, en la historia, son palabras, y Dios las lleva más allá y las palabras humanas son, en labios de Jesús, palabras divinas, así como en las Sagradas Escrituras. En los sacramentos, además de ser ocasión para la presencia del misterio, sirven para un signo eficaz de gracia.
En la Eucaristía, bendecimos a Dios por el pan y el vino. Son fruto de la tierra y del trabajo del hombre, son realidad natural, pero tienen también la impronta de la historia; y todo ello gracias a la acción de Dios, por ello lo bendecimos. Pero por su acción irán más allá, serán transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Y nosotros, por el bautismo, somos llevados más allá de nosotros mismos y hechos hijos de Dios. Y la gracia de la Eucaristía nos va haciendo crecer en la divinización. El hombre se sacia con la acción fecunda de Dios.
Las criaturas tienen otra plenitud, más allá de seguir siendo, y es la que encuentran en la historia. El hombre re-obra sobre ellas dándoles una finalidad. Esta acción humana no es ajena a la de Dios. Nosotros no imprimiríamos ese sello sobre las cosas si Dios dejara de sostenernos en el ser, si no nos hubiera dado la capacidad de nombrar las cosas. El hombre cultiva la realidad. No solamente cosecha trigo y vendimia uvas, además hace pan y vino, con todo lo que ello comporta. Pueden ser para la fiesta familiar, que alegra el corazón del hombre, y para la ofrenda cultual, como hizo Melquisedec (cf. Gn 14,18).
Pero, además de la plenitud histórica, tienen una mayor, la que les da Dios haciéndolas expresión de su misterio. Los sonidos, en la historia, son palabras, y Dios las lleva más allá y las palabras humanas son, en labios de Jesús, palabras divinas, así como en las Sagradas Escrituras. En los sacramentos, además de ser ocasión para la presencia del misterio, sirven para un signo eficaz de gracia.
En la Eucaristía, bendecimos a Dios por el pan y el vino. Son fruto de la tierra y del trabajo del hombre, son realidad natural, pero tienen también la impronta de la historia; y todo ello gracias a la acción de Dios, por ello lo bendecimos. Pero por su acción irán más allá, serán transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Y nosotros, por el bautismo, somos llevados más allá de nosotros mismos y hechos hijos de Dios. Y la gracia de la Eucaristía nos va haciendo crecer en la divinización. El hombre se sacia con la acción fecunda de Dios.