Pasé unos días en una abadía. En una de las celebraciones, cantamos la sexta misa del kirial cisterciense; hermosas melodías gregorianas. Con el Gloria, una vez más, junto a miles de monjes y fieles de múltiples lugares y siglos, alabábamos a Dios. Y, sin embargo, era nuevo, un cántico nuevo para el Señor, con una antigua melodía, entonado muchas veces por los presentes.

¿Dónde está la novedad? Con frecuencia, las parroquias cambian los cantos y no siempre por otros mejores, aunque esto sería fácil en cuantiosos casos. Hay miedo al aburrimiento, a la monotonía. Hay que entretener a la gente y, como huella, esa expresión en la que se dice que la misa fue amenizada por el coro x. Esta fobia se deja sentir de muchas otras maneras.

La ritualidad, que forma parte de la liturgia, es siempre reiterativa. Esto apunta a la expresión de la eternidad, de lo permanente, de lo que ni pasa ni perece. Pero, aunque objetivamente esto es así, para muchos señala al tedio. Aunque en la celebración de los misterios se hace presente el que siempre es nuevo, la eterna novedad de Dios, sin embargo, la acogida y vivencia depende de la fe.

De modo que el miedo a la rutina, a lo monótono o el simple aburrimiento, de lo que nos habla es de la inmadurez de la fe. Aunque haya que cambiar muchos cantos, no hay que hacerlo por no aburrir, por ser atractivos, sino porque no sean apropiados litúrgicamente. Y esta como topofobia también nos dice lo mucho que hay que replantearse el modo en que se lleva, por lo general, a cabo la iniciación cristiana.

Quien camina en la maduración de su bautismo va de novedad en novedad, de sorpresa en sorpresa. El encuentro con Dios sacia sin hastiar, es plenitud abierta a crecer; paradoja divina. Para el corazón que busca a Dios y va limpiando las piedras y espinos de su tierra, la misma lectura es siempre nueva, y el mismo rito y la misma canción.

[La imagen la ha cedido gentilmente Vicente Miró desde su blog]