Comparto de nuevo uno de los textos que mejor me lleva a reflexionar y pensar en la Cuaresma. Es un breve párrafo de un sermón de San Agustín. No se trata de altísima teología, sino de uno de cientos de sermones que predicó a personas sencillas:
Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poder excusarse a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón. (San Agustín. Sermón 19,2)
Vivimos en una sociedad muy complicada. Una sociedad que antepone todo a Dios. Una sociedad que nos satura de información, muchas veces inexacta, para que no tengamos tiempo de reflexionar y mirar dentro de nosotros. En estos momentos, el miedo y la desconfianza son utilizadas para apartar nuestra vista de lo que es realmente sustancial: Cristo. Nos convierte en personas sin remedio. Personas que viven mirando a los demás para criticarlos, juzgarlos y maltratarlos.
En Cuaresma, la oración es fundamental. Lo es porque nos permite salir de la locura mediática que nos aplasta. La oración nos permite vernos tal cual somos, pecadores, limitados, incapaces movernos sin la ayuda de la Gracia de Dios. San Agustín nos indica el valor de orar como el Publicano de la parábola:
…el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" (Lc 18, 13)
El ciego Bartimeo oró gritando justo lo mismo que el Publicano. El Publicano justificó el perdón de Dios y Bartimeo fue sanado. Dios escucha el dolor que implora su misericordia. Si queremos “tener remedio” debemos mirar dentro de nosotros y dolernos de lo poco que somos. Sólo quien se duele desde lo más profundo de su ser, consigue elevar su voz para que sea escuchada por Dios. En misa solemos recitar a toda velocidad el Kyrie, casi sin dar tiempo a que nuestras palabras profundicen en nuestro ser y el verdadero dolor ascienda hasta hacernos pedir misericordia. Kyrie eleison, Señor ten compasión.
Cada vez que encontramos algo que criticar en nuestro hermano, lo reconocemos porque también lo llevamos dentro de nosotros. Si reconocemos la soberbia, es que la sentimos dentro de nosotros. Si reconocemos la indiferencia, es que hemos sentido superioridad y desprecio por otras personas. ¿Cuánto perdón debemos pedir, Señor? ¿Cuánta misericordia necesitamos? ¿Qué inmensa cantidad de soberbia nos impide arrodillarnos ante ti Señor?
Las lágrimas que proceden del dolor profundo del arrepentimiento, lavan nuestros pecados y nos ayudan a seguir las pisadas de Cristo. Lavan nuestra vista interior y nos ayudan a no dejarnos engañar por nosotros mismos. Recordemos a la Hemorroísa, que se atrevió a tocar el manto del Señor llena de esperanza y confianza. Deberíamos aprender de ella y dejar a un lado todos los convencionalismos socio-culturales de la época en que vivimos. Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí, pecador.