Tengo entre mis libros de cabecera -como habrán podido comprobar los que se hayan acercado alguna vez a este blog- los Momentos estelares de la historia de Stefan Zweig, uno de los escritores clave para entender el mundo y la literatura del s. XX. Por lo que hace concretamente a sus “momentos estelares” es un libro muy ameno, de facilísima lectura, el cual recoge catorce momentos especiales de la historia, no desde luego los más importantes pero sí, todos ellos, caracterizados por algún rasgo, algún desenlace, que lo hace fácilmente identificable y particularmente ejemplarizante.
Recoge Zweig en sus momentos, por ejemplo, la historia de Vasco Núñez de Balboa, el español que después de descubrir el Pacífico, lo dispone todo para con la información que ha recabado proceder a la conquista del Perú, y por uno de esos giros tan propios del destino y tan característicos de la historia española, tantas veces escrita desde el cainismo y las envidias, acaba siendo detenido por un Francisco Pizarro que cumple órdenes del gobernador Pedrarias, el cual ni siquiera sospecha en ese momento, que la persona llamada a consumar la heroica gesta tantas veces soñada por aquél al que detiene, no es otro que él mismo.
Recoge también el caso del suizo Suter que después de descubrir los ríos que bajan cargados de oro en California, o precisamente por descubrirlos, en vez de convertirse en el hombre más rico del mundo, ve disolverse de la manera más inesperada la importante fortuna que ya había amasado hasta ese momento.
Recala también en el caso del británico Scott, el hombre que lo había preparado todo para ser el primero en poner el pie en uno de los últimos rincones del globo sin explorar, el Polo sur, y en la aventura no sólo no lo hace porque se le adelanta Amundsen, sino que se le va en ella la entera vida...
Y así hasta catorce casos. Una cifra extraña, este catorce, tan cercano sin embargo al quince, uno de esos guarismos redondos que sirven para coronar cualquier obra, como si Zweig hubiera dejado deliberadamente a alguien la misión de completar su libro estelar o como si hubiera previsto el genial escritor que el decimoquinto sería su propio momento, tan propio, que lo había de escribir con la pluma sino con la vida, y no con tinta sino con sangre, la que derramó, aunque fuera de manera invisible, pues eligió hacerlo envenenándose, cuando se suicidó para morir.
Stefan Zweig abandonó Europa, continente que le debe un lugar entre los grandes europeístas, rumbo a América huyendo del nazismo que repudiaba. Y el 22 de febrero, en el momento de máximo apogeo de la enfermedad nazi, con los alemanes a las puertas de Moscú y los japoneses ocupando Singapur, cuando muchos barruntaban el éxito definitivo e inexorable de la maléfico nazismo cuya victoria militar se presentaba inevitable, se suicidó por no soportar vivir en el mismo mundo en que lo hiciera Hitler.
¡Quien le iba a decir a Zweig que el mismo día en el que él se suicidaba por no soportar compartir el mundo con Hitler, la guerra iniciaba el cambio de rumbo, -Zweig murió sin conocer que los alemanes nunca entrarían en Moscú-, y que apenas tres años después, el que con su desaparición podría haber evitado la de Zweig, Adolf Hitler, se suicidaba también, y como si quisiera gastar una última broma macabra a uno de los pocos judíos que se le había escapado de las manos, lo hacía de idéntica manera a como Zweig lo hiciera, ingiriendo un veneno y en compañía de una mujer, Eva Braun en el caso de Hitler, Charlotte Altmann en el de Zweig.