Glorifica al Señor, Jerusalén, que te sacia con flor de harina (Sal 147(146147),12.14).
No solamente es que Dios alimente a su pueblo, sino que lo hace con lo mejor: Jesús es el pan vivo bajado del cielo. Y esto es motivo para glorificar a Dios. Ciertamente en la misma celebración, pero también durante el resto de la semana. Una vida en continua alabanza en medio de las más diversas situaciones, en medio de los quehaceres más variados, en lo que los hombres llaman favorable y también en lo adverso.

Y ese alimento con que Dios nos nutre es lo que verdaderamente nos sacia. Hemos sido creados para Dios y solamente Él da plenitud a nuestra existencia. Lo demás, por grande e importante que sea, tal vez entretenga nuestra hambre, acaso nos anestesie momentáneamente para no sentirla, pero no puede llenar el vacío de Dios. Las otras cosas son sucedáneos de la flor de harina o narcóticos, opio para no sentir. Solamente Dios satisface la necesidad de deificación.

Y la antífona hace una llamada a Jerusalén. La glorificación no es algo individualista, aunque cada uno haya de hacerla, pero como miembro de la comunidad y en unión con los otros hermanos. La Eucaristía hace la comunión y, por ello, no solamente nos mueve a glorificar, sino a hacerlo en comunión con los demás; en unión también con los que ya partieron de este mundo, con los que en el cielo, saciados de Dios, lo glorifican con los ángeles por toda la eternidad.

Glorificación y comunión: dos índices de por dónde andamos.