Todos somos apóstoles. En un bar, en el trabajo, en la familia, en el taxi, en el hospital o en el gimnasio. Allá donde vayamos o estemos. Todos somos Cristo. Una gran parte de las personas que nos rodean necesitan que les digan algo de Dios, que de manera atractiva y con naturalidad saquemos a relucir las cosas del alma. No hay que ser un gran orador, ni tener dinero, ni ser licenciado o graduado en nada. Basta con ser hijo de Dios y dejarse llevar por Su Amor hasta el corazón del amigo, de los demás, que esperan unas palabras llenas de cariño y resolución y milagro. Y doctrina. Sin adoctrinar con pesadez y a desmano, ya me entienden. Hablar. Escuchar. Escuchar. Hablar. Ser conscientes de nuestra vocación divina, de que el Espíritu Santo transita por nuestras palabras o miradas. Podrán decir lo que quieran, pero la gente tiene unas ganas tremendas de Dios. Se nota. Lo dicen de muchas formas. Incluso mandándonos a paseo o siendo reacios al principio.
El apostolado es el natural impulso de alguien que trata a Cristo. Impulso sobrenatural en lo de cada día, en lo normal. somos imagen de Su amor. Lo extraño es que nos quedáramos callados o al margen, o nuestro ejemplo fuera insípido o a la moda, siempre tan inane como decadente. ¿No somos cristianos? ¿No somos Cristo? Leamos el Evangelio. Jesús no perdía oportunidad. Y no resultaba pesado ni molesto, ni beatorro ni clerical. Hablaba del Padre, del amor, del perdón, de oración, de misericordia… Y curaba. Y quiere seguir curando. A través de nosotros. ¿A qué esperamos? Tenemos que estar prontos los cristianos, más espabilados. Mostrarnos como somos: enamorados de Cristo. Pero sin extravagancias. El apostolado no es asunto exclusivo de curas y obispos. Ellos ya se preocuparán de su ministerio, de estar en los confesionarios más de lo que están, de cuidar la liturgia y la obediencia al Papa, de ir al grano del alma y de la fe en las homilías (sin disquisiciones patéticas), de ayudarnos a caminar con seguridad y piedad y fidelidad a la Iglesia. El apostolado no es una profesión, ni una amalgama de reuniones extrañas o estadísticas. El apostolado es personal, de cada uno, y nace del corazón. Un corazón que se va identificando con el querer de Dios a través de la oración, de la mortificación de los apetitos (vivimos tiempos de excesivos antojos) y del cumplimiento del deber.
La lucha por la santidad es en gran parte ayudar a los demás. Estar muy atentos a las necesidades del prójimo. A sus problemas. Esas conversaciones sencillas, pero profundas. Confidencias. Diálogos inesperados tal vez. Nos esperan. Porque ansían encontrarse con Cristo. Al menos con alguna pista de Su paradero. Porque todos estamos hartos de fantasmagorías, mentiras y falsedades. Tanta oquedad de vida, tanto vacío o soledad deja para el arrastre a cualquiera. Uno no es hijo de Dios en balde, aunque no sea precisamente cristiano ejemplar y sea un asiduo pecador. Pero Dios cuenta con todo eso y nos quiere ahí, en el meollo del mundo y de Su providencia. Justo ahí, en ese trabajo, en esa familia tan estridente, en ese autobús que tomamos todos los días, en la universidad, en la piscina… En donde sea allí estamos nosotros. Y Cristo con nosotros. Y de pronto alguien se acerca y nos narra su vida, o ciertos aspectos de su amargura o tristeza. Y pasa que uno se ve un canalla, mucho peor que cualquiera. En el apostolado uno se emociona muchas veces. Recibes más que das. De Dios y de los demás. Todos estamos en los rudimentos del amor. Todos estamos comenzando, aprendiendo a tratar a Cristo, o a indagar sobre Él. Uno cree que está ayudando a alguien y recibe, por ejemplo, una gran lección de humildad, o de clarividencia sobrenatural.
El apostolado cristiano se basa en nuestra vida de piedad, en una vida interior que lucha, en la amistad cada vez más íntima con Dios. (Ojo, y también en nuestro salero o simpatía). Y llega un momento en que no podemos reprimir ese Amor, esa luz. Se nos sale por los ojos. Puede que no seamos conscientes del todo, pero es así. Creer. Creer en el Amor. Creernos a Dios del todo, sin componendas ni retraimientos. Del todo: entero, crucificado y resucitado, Trino y Uno, hijo de Su Madre Inmaculada y Esposo de Su Iglesia. Escuchar el corazón de la gente y mostrarnos como somos: a Dios gracias cristianos, católicos, orgullosos de nuestra fe. Mostrarnos con nuestro carácter y aficiones y pasiones, tal cual, pero hijos de Dios: responsables, rezadores, corredentores. Leo en un libro de piedad esta confidencia de Jesús: “Vendrán a ti para oírte hablar de Mí”. Bien, vale, de acuerdo. Es cierto. Sin embargo, ¿vamos a permitir que tengan que venir a nosotros las almas? Tomemos un poco la iniciativa. Vamos. Vayamos nosotros. Amemos con más énfasis. Nos aguardan. Sin afectaciones, como somos.