Un lector de mi web me ha hecho llegar esta observación que creo digna de comentar. En la reciente peregrinación a Roma de miembros del Coetus Internationalis Ministrantium (o Unión Internacional de Acólitos), participaron un muy considerable número de niñas. El servicio del altar es, tradicional y exluyentemente, un oficio viril. Tanto del clero (recordemos que las religiosas no pertenecen al clero) como de laicos varones. ¿Cómo condice esta permisión con la “hermenéutica de la continuidad”?
Monaguillas, y a cabeza descubierta.
¿Qué dirá San Pablo?
Dice la Instrucción Redemptionis Sacramentum, que fue dada a clero y fieles para poner coto a los innumerables abusos litúrgicos:
[47.] Es muy loable que se conserve la benemérita costumbre de que niños o jóvenes, denominados normalmente monaguillos, estén presentes y realicen un servicio junto al altar, como acólitos, y reciban una catequesis conveniente, adaptada a su capacidad, sobre esta tarea. No se puede olvidar que del conjunto de estos niños, a lo largo de los siglos, ha surgido un número considerable de ministros sagrados. Institúyanse y promuévanse asociaciones para ellos, en las que también participen y colaboren los padres, y con las cuales se proporcione a los monaguillos una atención pastoral eficaz. Cuando este tipo de asociaciones tenga carácter internacional, le corresponde a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos erigirlas, aprobarlas y reconocer sus estatutos.
Pero, al final abre la puerta a la excepción: (¡oh, benditas excepciones a criterio del ordinario del lugar!)
Monaguillas, y a cabeza descubierta.
¿Qué dirá San Pablo?
A esta clase de servicio al altar pueden ser admitidas niñas o mujeres, según el juicio del Obispo diocesano y observando las normas establecidas.
Y ya sabemos que el juicio del obispo diocesano hoy será en un 98% de los casos muy sensible a la corrección política, que nos obliga a no “discriminar” a las mujeres.
Aquí podríamos abrir este comentario en dos temas: uno, sobre la tontería esta de la “discriminación”. Dos, sobre lo que la Iglesia ha sostenido siempre, desde los tiempos apostólicos, sobre el papel de la mujer y el culto divino. Tal vez sea inevitable transitar ambos caminos, muy brevemente.
Discriminar o no discriminar
Si consultamos el significado de la palabra “discriminar” en diccionarios más antiguos vemos que remiten a su raíz latina (con su correlato en la griega, krino). El sentido es ejercer el juicio crítico, distinguir: función específica de la inteligencia. Pero a nadie debería escapar que la palabra ha recibido una reconversión semántica gramsciana según la cual –y la Real Academia de la Lengua ya se ha hecho eco de ella- discriminar puede significar “dar trato de inferioridad”.
La percepción social, especialmente por el uso abusivo de los medios, los políticos y los repetidores parlanchines de turno, es mucho más sensible e indefinida: es casi “ejercer un crimen de lesa humanidad” por el solo hecho de “contradecir” u “oponerse”, más allá de las razones razonables que quien se opone pueda esgrimir.
Hoy, si uno se opone a lo que otros proponen, “discrimina” y eso es un delito que no tiene redención. Punto.
Con esta presión sobre los hombros (no digo sobre las cabezas, porque muchas veces no encontramos cabezas sobre los hombros) de dirigentes, clero, docentes, artistas, hombre de la calle, medios, en fin, todo lo que parla por ahí, aceptan mansamente que “no se debe discriminar” y por lo tanto ante el grito pelado de “¡discriminación!” proferido por cualquiera, hay que salir a pedir perdón y reparar, como si se tratara de una blasfemia.
Igualdad femenina (o la igualdad de los desiguales)
Bueno, el punto dos, de esta bifurcación de nuestro comentario va a lo que dice la tradición apostólica (atentos, damas y caballeros, que esto es lo que dicen los apóstoles, y por lo tanto es re-ve-la-do). Los apóstoles dicen que en el culto divino, la misa particularmente, o la “divina liturgia” como dicen los orientales, el papel de la mujer se limita a la asistencia y participación espiritual, calladita. No pisa la mujer el presbiterio (bueno, las neoiglesias no tienen ya presbiterio). Nunca al servicio del altar ni en las ceremonias, ni leyendo las lecturas, ni acolitando, ni dando la comunión, ni por cierto predicando, algo que está vedado a todo laico e incluso a los mismos clérigos hasta cierta etapa de su carrera presbiterial.
“Enseñar no se lo permito a la mujer, ni que domine al marido, sino que permanezca en silencio” (ver I Tim 11 y ss), dice San Pablo, quien es, a la luz de los ideólogos hodiernos, un discriminador.
Otro texto, por citar algno de tantos, “¿Es cosa decorosa que una mujer ore a Dios sin cubrirse?” (ver Cor. Cap XI, I a XVI)... tradiciones apostólicas todas estas transmitidas por la sagrada liturgia, en la piadosa –y mandada- costumbre de velarse las mujeres en el templo.
A todo esto recordemos la propias palabras de San Pablo “Toda la Escritura es divinamente inspirada”... (II Tim. XVI). Lo que manda la Escritura es lo que manda Dios.
Habiendo clero, nada deben hacer los laicos junto al altar. Pero, como acólitos o servidores, en caso de necesidad, se admiten solo a los varones. No a las lecturas, para las que no tienen munus o mandato (para esto hay que recibir el “lectorado”). Ni por pienso para dar la comunión, para lo cual se necesita como mínimo el “diaconado”) ninguna de estas funciones puede cumplir la mujer.
“Bueno, pero Ud. ¿en qué mundo vive?” me interrogará a esta altura, algún lector. “¿No sabe que hubo un concilio y que las cosas han cambiado?”
Sí, claro, sé que hubo un concilio y que las cosas han cambiado. También sé que los resultados no han sido muy auspiciosos, y no digo esto apoyado en mi propio juicio, que nada vale, sino en el del Santo Padre, quien ha acuñado la expresión “hermenéutica de la continuidad” para distinguir a los que son fieles a la tradición apostólica (no se puede ser católico sin ser fiel a la tradición apostólica, no es una elección personal) de los que no lo son, a los que llama hijos de la “hermenéutica de la ruptura”. Un verdadero acto de discriminación... también.
Por eso no entiendo, aunque no pierdo las esperanzas de hacerlo, por qué se proclama con tanto optimismo un encuentro en el que la “hermenéutica de la continuidad” está seriamente puesta en entredicho. Podría hacer varias conjeturas, pero no veo el provecho aquí de formularlas. Sí se lo encuentro a señalar el hecho como un jalón más de esta confusa etapa de la Iglesia que vivimos, a la vez que recomendar a los pacientes lectores se detengan un minuto a reflexionar sobre la continuidad de la tradición apostólica –repito: no facultativa sino obligatoria- y recomendar una cierta entereza de ánimo frente a estos hechos.
No deje, amigo lector, de acercarse a su párroco y decirle que el culto divino debe ser servido por varones, como manda el apóstol. Y si el buen párroco se ampara en esta peregrinación del Coetus Internationalis Ministrantium, ampárese Ud. en San Pablo. No dude que el Santo Padre le dará la razón a Ud. El actual, si puede, o el próximo.
Stat veritas, decía el filósofo: la verdad permanece, aunque el mundo gire.