Dios mío, dígnate librarme; Señor, date prisa en socorrerme. Que tú eres mi auxilio y mi liberación: Señor, no tardes (Sal 70(69),2.6).
Quien asiste a la Eucaristía no tiene ningún derecho sobre Dios y es alguien necesitado de Él, porque lo que verdaderamente precisa solamente se lo puede dar Dios. De ahí que la celebración comience con un reconocimiento de lo que es para mí: mi auxilio y libertador; que se parta también de la propia indigencia; y que se pida.

Esta necesidad de socorro es algo urgente, no es para dentro de un rato. Cuanto mayor es la humildad, por tanto, cuanto mayor es el conocimiento de nosotros mismos, mayor es el conocimiento de la precariedad y esclavitud en la que nos encontramos y de lo urgente que es salir de ahí: no hay lugar a las demoras. Pero tampoco está en nuestra mano el dejar atrás esa situación, solamente el pedirlo.

Vamos de un lado para otro hacia lo que nos interesa, llegamos a lo que  deseamos,... pero lo único importante nos es inalcanzable. A ello, por más que vayamos con nuestras solas fuerzas, no arribamos. Más que subir al cielo, es el cielo el que baja a nosotros.

Y la Eucaristía es el lugar no sólo donde pedir ese socorro, sino también donde vemos la diligencia divina. Se lo pedimos y nos responde rápidamente con su palabra y la Cruz. Nos hace partícipes de su misterio pascual. Y no tarda.