La verdad es que no tengo una respuesta a esta pregunta, pero me gustaría “soltar” aquí algunas ideas que me rondan en la cabeza y el corazón sobre la llamada que Dios nos hace.

Lo primero es que creo que Dios nos llama. Él tiene una llamada personal y particular para cada uno sin excepción, no existen los no llamados o los no vocacionados. Creo que cada llamada es especial y exclusiva, y creo que esta no caduca, está ahí vigente siempre que queramos atenderla y seguirla (Romanos 11, 29).

 

Siempre que hay una llamada esta es personal, pero complementaria a la de otras personas. Es como un puzzle que se completa con otras piezas. No creo en una llamada auténtica de una sola pieza; la vida de fe y la misión no se pueden llevar a cabo en solitario, aquí vale más el multiplicar que el sumar o restar. Cualquier otra operación, que sea de un solo dígito, simplemente no es posible porque somos un cuerpo, y un cuerpo se compone de distintas partes que trabajan unidas para cumplir un propósito (Romanos 12, 4-5).

Ninguna llamada es más especial que otra, habrá llamadas más vistosas pero jamás más valiosas. Lo que potencia el poder de una llamada es la respuesta, la cual es un misterio de gracia, de un sí que es un don, pero que se mezcla con nuestra libertad de elegir. Cuando nuestro sí es absoluto, la llamada se convierte en poder de Dios y se nota.

La voluntad de Dios se cumple siempre —si no el Señor no sería soberano— pero podemos transitar el camino en avión o en “ballena” como Jonás, a quien Dios llamó a cumplir una misión y decidió tomar la dirección contraria. Al final, Jonás acabó cumpliendo lo que Dios le había mandado pero transitando el camino largo, oscuro y frío de su propia voluntad.

“Muchos son los llamados, pocos los elegidos” (Mt. 22, 14). Los elegidos son aquellos que permiten que la voluntad de Dios se cumpla a pesar de sus miedos, incapacidad y humanidad. Son los que dan el sí sin peros ni condiciones, gente que ha decidido confiar como niños pequeños y que se dejan hacer y deshacer por su Padre.

Cuando el fuego de la llamada arde y en vez de apagarlo lo alimentamos dejándolo crecer, cuando permitimos que el Espíritu sople libremente, se convierte en un incendio imparable, que no solo se experimenta sino que se extiende. Las Palabras de Jesús en Juan 14, 12 (“haréis cosas mayores que las que yo hice”) toman vida y se convierten en el Reino de Dios en la tierra. Entonces es cuando ocurren los milagros.

No hay nada más hermoso y digno que honrar y respetar la llamada de los hermanos con los cuales el Señor nos ha permitido cruzar caminos. Honrando no nos equivocamos. “Amaos los unos a los otros con amor fraternal, respetandoos y honrandoos mutuamente.” (Romanos 12, 10).

La llamada de Dios que se convierte en Poder, es la de quien con humildad escucha, aprende y recibe, en el tiempo de Dios y bajo sus condiciones. Lamentablemente, en estos años me ha tocado ser testigo de la realidad de gente “muy llamada”, que ha echado a perder su porción por no esperar la maduración natural de un buen discípulo. Queremos ser Pedro sin haber sido Simón, queremos correr sin haber aprendido a andar bien, queremos la tierra prometida sin el desierto. En mi país se usa el dicho “madurar mangos con carburo”. Eso nunca sale bien; los mangos madurados con productos químicos son sosos, faltos de color y no sientan bien. Nada más sabroso que un mango madurado con tiempo en el árbol y que se consume cuando ha llegado su momento. Atender a la llamada también significa esperar.

Cuando Dios llama siempre tiene un plan y ese plan se concreta en que se cumpla su voluntad plenamente en nuestra vida. La Palabra dice en Romanos 12, 2 “que la voluntad de Dios es buena, es agradable y es perfecta” por lo que podemos estar tranquilos y caminar confiados, porque el Señor quiere lo mejor para nosotros y siempre será mucho más de lo que podemos soñar.

La pregunta inicial era ¿qué pasa cuando Dios llama y no acudimos? Pues podrán pasar muchas cosas, pero la más triste es la realidad de perderse la mayor y más apasionante aventura que alguien puede llegar a vivir. Es la tragedia de ser capaces de tener alas para volar pero conformarnos solo con andar.

Ojalá que podamos, al igual que el profeta Samuel, aprender a reconocer la voz de Dios cuando nos llama y a responder con firmeza, “habla Señor que tu siervo escucha” y repetir sin cansarnos lo que dice aquella vieja canción: “Heme aquí, yo iré, envíame a mí, que dispuesto estoy…”