(22 de julio): “Un gobernante tiene que aplicar la ley y si no lo hace tendrá que renunciar a su cargo. Un gobernante tiene la obligación de cumplir la ley, no está por encima de la ley, otra cosa es qué hace con su conciencia ante una ley que es injusta. Ese es un problema que habría que ver en cada caso.”
El indica que “el poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana” (2237). El Catecismo indica, además, que cuando los mandatos del poder político son contrarios a esos derechos, “el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles” (2242).
Los doctores de la Iglesia también son sumamente claros al respecto. Es archifamosa la afirmación de San Agustín de Hipona en su obra “De libero arbitrio”: “mihi lex esse non videtur, quae iusta non fuerit” (no me parece que sea ley la que no sea justa). En su “Suma Teológica”, y recogiendo directamente el pensamiento agustiniano, Santo Tomás de Aquino advertía que “si la ley escrita contiene algo contra el derecho natural, es injusta y no tiene fuerza para obligar”. Es más, consideraba “que tales escrituras no se llamen leyes, sino más bien corrupciones de la ley”. Esta doctrina fue reiterada por la Iglesia, por ejemplo, en la del Papa Juan XXIII, el 11 de abril de 1963: “cuando una ley está en contradicción con la razón, se la llama ley injusta, y así no tiene razón de ley, sino que más bien se convierte en una especie de acto de violencia”.
En el mismo sentido se pronunció la , una de las cuatro constituciones apostólicas del Concilio Vaticano II, publicada 7 de diciembre de 1965 durante el pontificado de Pablo VI: “cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley natural y evangélica.”
En fecha mucho más reciente, concretamente el pasado 1 de abril -Jueves Santo-, . Así mismo, afirmó que la lucha de los cristianos “consiste en que rechazan lo que en los ordenamientos jurídicos vigentes no es derecho, sino injusticia“, y recordó que “la lucha de los mártires consistía en su “no” concreto a la injusticia”.
No sólo los autores católicos han tratado esta cuestión. Décadas antes del nacimiento de Cristo, el jurista, filósofo y político romano Marco Tulio Cicerón, uno de los más grandes pensadores de la Roma clásica, escribió en su obra “De legibus” la siguiente reflexión: “es justo que se entienda que aquellos que hayan prescrito a los pueblos mandatos perniciosos e injustos, como han obrado en contra de lo que han prometido y profesado, han instaurado cualquier cosa antes que leyes“. Más adelante, Cicerón insiste en esa idea con la siguiente comparación: “ni podrían decirse verdaderamente preceptos de médicos, si los ignorantes e imperitos prescribieren algunos mortiferos por saludables, ni ley en un pueblo, de cualquier modo que fuere ella, cuando el pueblo aceptare algo pernicioso”.
Uno de los más importantes ideólogos del liberalismo, Alexis de Tocqueville, escribió entre 1835 y 1840 su libro “Democracy in America”, que contiene reflexiones sobre lo que definió como “la tiranía de la mayoría”: “Los derechos de cada pueblo están confinados dentro de los límites de lo que es justo.” (…) “Cuando me niego a obedecer una ley injusta, no impugno el derecho de la mayoría de mandar, sino que simplemente apelo desde la soberanía del pueblo a la soberanía de la humanidad.” (…) “Cuando veo que el derecho y los medios de mando absoluto han sido atribuidos a cualquiera que sea el poder, llámese un pueblo o un rey, una aristocracia o una democracia, una monarquía o una república, yo digo que es el germen de la tiranía“.
En 1849 Henry David Thoreau, uno de los pioneros de la no violencia, escribió: “si la injusticia requiere de tu colaboración, convirtiéndote en agente de injusticia para otros, infringe la ley. Que tu vida sirva de freno para detener la máquina. Lo que debes hacer es tratar por todos los medios de no prestarte a fomentar el mal que condenas. Bajo un Estado que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es también la cárcel.”
En línea con el pensamiento de Thoreau, en noviembre de 1909 Mahatma Gandhi escribió en “Hind Swaraj or Indian Home Rule”: “Hemos caído tan bajo que imaginamos que es nuestro deber y nuestra religión hacer lo que la ley establezca. En cuanto alguien comprende que obedecer leyes injustas es contrario a su dignidad de hombre, ninguna tiranía puede dominarle.”
En el mismo sentido se pronunció otro gran pensador del siglo XX, Martin Luther King, líder del movimiento de derechos civiles: “la responsabilidad de obedecer leyes justas no es solamente legal, sino también moral. A la inversa, la desobediencia a leyes injustas es una responsabilidad moral.”. Casualmente, lo escribió el 16 de abril de 1963 -sólo cinco días después de la publicación de la citada encíclica “Pacem in Terris”- desde la cárcel de Birmingham, donde fue encerrado por oponerse pacíficamente a normas de segregación racial en un país democrático.
Si estas citas no bastan al lector para quedarse tan sorprendido como yo ante las declaraciones de Rouco, tal vez sirvan como argumento las consecuencias que ese principio de obediencia de la ley, sea o no justa, ha tenido en el siglo XX. La obediencia debida, o “befehl ist befehl” (órdenes son órdenes), fue usada por los criminales de guerra nazis procesados en los Juicios de Nüremberg en 1945 y 1946. Los fundamentos jurídicos del proceso, resumidos en los “Principios de Nüremberg”, establecían, por el contrario, “que una persona actúe bajo las órdenes de su Gobierno o de un superior no le exime de la responsabilidad” en crímenes contra los derechos humanos, “siempre que se demuestre que tenía posibilidad de actuar de otra forma”.
En la Alemania nazi dicha persona podría alegar que desobedecer le habría costado la vida. En la España actual, un político que desobedezca la ley del aborto puede ser condenado a prisión de uno a tres años, multa de seis a doce meses e inhabilitación especial de seis a doce años según el . Nada irreparable, no como la muerte de seres humanos inocentes, muerte que podría evitar con su desobediencia. Otra alternativa es dimitir, como afirma Monseñor Rouco, y dejar el puesto a alguien que considere que la ley del aborto está por encima de la Constitución e incluso de los derechos humanos, y que ejecute sin titubear una norma que quiebra uno de los pilares de toda democracia: el respeto por la vida humana. Esta última opción, desde luego, es la vía más rápida hacia una tiranía.