Que no corren buenos tiempos para la libertad es ya un secreto a voces que nadie desconoce en España. Desde hace poco más de un lustro, gobierna este país una serie aprendices con humos que, en demasiados casos por desgracia, ni por la Universidad han pasado, pero que se creen en derecho de elevar a ley cada ocurrencia que se les pasa por la cabeza, ejerciendo una carrera, la ingeniería social, para la que se han tenido que autotitular, porque ni existe en los curriculos universitarios, ni aunque existiera la habrían cursado... ¡qué tontería, perder el tiempo en estudiar cuando se dispone del BOE para hacer lo que a uno se le antoja en cada momento!
Las malas noticias para la libertad de esta semana son, por lo menos, dos. Por un lado, el Consejo de garantías estatutarias, organismo con ínfulas de Tribunal Constitucional a la catalana, -es de esperar que no imiten excesivamente el modelo nacional- ha establecido la estatucionalidad –la verdad es que cualquier cosa cabe en este Estatuto- de una enmienda al Código civil catalán, la cual obligará a los padres adoptivos a informar a su hijo adoptivo de su condición “tan pronto como éste tenga suficiente madurez o, como muy tarde, cuando cumpla 12 años”. Huelga todo comentario, esta gente va a llegar a determinar por ley hasta el momento en el que hay que decirles a los niños que el Ratoncito Pérez no existe, o que los Reyes son los padres... Y eso, si no deciden prohibir uno y otros, o meter en la cárcel a quien se disfrace de Rey Baltasar.
La segunda es la prohibición que pretende implantar el Ministerio de sanidad, un ministerio en el que las ocurrencias se producen con una frecuencia preocupante, de vender bollos en la escuela. ¡Bollos en la escuela, se dan Vds. cuenta! ¡En qué mundo quieren que vivamos sin bollos en la escuela!
Yo no voy a entrar en la cuestión de si los bollos forman parte o no de la dieta ideal por la sencilla razón de que, a estas alturas de la cuestión, ya me importa tres. Por cierto que mi pobre padre que en paz descanse, por mor de una de esas dietas doctorales, infalibles e indiscutibles, se pasó varios años de su vida, y no hace tanto de ello, sin probar dos de las cosas que más podían gustarle, el aceite de oliva y las sardinas, severamente desaconsejados entonces para el colesterol [sic]. Al menos a él no se lo prohibieron por ley.
Pero no, no es la calidad de la dieta lo que está en juego ahora, no, sino, una vez más, como en Cataluña arriba, la defensa de la libertad de cada persona para actuar como le plazca, en el uso pleno y soberano de su sagrada libertad con la única condición de no atentar contra la de los demás. Y también el derecho que tenemos los ciudadanos a que las autoridades dejen de tratarnos como si fuéramos niños, o peor aún, como si fuéramos incapacitados o imbéciles, necesitados de una tutela para la que se ofrecen, como si, después de todo, no la necesitaran ellos más que nosotros. ¿Hasta donde va a llegar el poder civil en su desfachatez? ¿Hasta donde la sociedad civil en su resignación?