Este sábado 21 de octubre se repite en la diócesis de Nueva Orán, en el noroeste de Argentina, una peregrinación ya consolidada para recordar a los Mártires del Zenta (www.martiresdelzenta.org), dos sacerdotes misioneros (Pedro Ortiz y Juan Antonio Solinas) y 18 laicos asesinados por una gran hueste de indios paganos en 1683. La diócesis trabaja para beatificar a estos mártires y suele celebrar una misa anual en el mismo lugar en que fueron asesinados, donde habían levantado una capillita. El proceso de beatificación entró este pasado verano ya en su fase romana.

El obispo administrador apostólico de la diócesis de Orán, Andrés Stanovnik, explica que "peregrinaremos al lugar donde hace más de cuatro siglos esos hermanos nuestros dieron la vida por Jesús y por la Iglesia", para "celebrar allí la Eucaristía, renovar nuestra convicción de que el amor es más fuerte que la muerte, y comprometernos a promover en todas partes, empezando por nuestra propia familia, la cultura del diálogo, de la tolerancia, del encuentro, de la amistad con todos, especialmente con aquellos con quienes estamos distanciados o con los que más nos cuesta", agrega y reflexiona.




Pedro Ortiz de Zárate nació hacia 1622. Su abuelo, del mismo nombre, fue uno de los fundadores de la presencia española en Jujuy, la región del noroeste argentino que hace frontera con Chile y Bolivia actualmente. Encomendero y único hijo varón de encomendero, era de sensibilidad religiosa desde joven y no le gustaban los abusos generalizados que veía cometer contra los indios.

Su madre murió cuando tenía 11 años y su padre cuando tenía 16. Quedó como heredero de una rica encomienda. A los 22 años ya fue nombrado alcalde de Jujuy. Conoció a religiosos que murieron mártires, como Gaspar Osorio, Antonio Ripario y Sebastián Alarcón, asesinados por indios chiriguanos y recordados como "los Apóstoles del Chaco".  
 
Pedro se casó en 1644, con 22 años, en un matrimonio que resolvía un conflicto entre grandes familias y aportaba paz a la región. Administraba un territorio enorme, con población india de diversas etnias y también española. Tuvieron dos hijos, pero su esposa, Petronila, murió tras diez años de matrimonio. Pedro quedaba viudo con 33 años y dejó la educación de sus hijos a su suegra.


A los tres años se hizo sacerdote. Estudió filosofía y teología con los jesuitas, aunque no entró en la Compañia. Dejó sus riquezas para dedicarse a tareas humildes. A los 39 años era nombrado párroco de Jujuy. Buscó defender a los indios en las encomiendas y abrir capillas en cada una. Dedicó 24 años a la parroquia. Hacía venir músicos de Perú, que él pagaba, para mejorar la liturgia. Acompañado de sirvientes, llevaba pan a las casas de los enfermos. Atendía especialmente a los indios. 


 A menudo se usa esta imagen de Pedro Ortiz de Zárate,
pero tenía ya 60 años cuando le mataron los indios


En 1682 llegó un permiso del Rey para que Pedro, ya casi con 60 años, pudiera ir al territorio de los indios paganos y belicosos a evangelizar el Chaco: “Estando ya en el umbral de los sesenta años y dada la poca salud a causa de los continuos sufrimientos, deseo ardientemente gastar aquello que me queda de la vida en esta empresa”. Juntó 30 soldados y otros 30 indios armados, y mercancías para llevar a los indios: vacas, mulas, tabaco, yerba del Paraguay, tela, algodón. 


Su compañero fue el padre Juan Antonio Solinas, nacido en 1643 en Oliena (isla de Cerdeña, en la monarquía hispánica hasta el siglo XVIII). Estudió con los jesuitas de Cerdeña, se ordenó sacerdote en Sevilla en 1673 y llegó a Buenos Aires al año siguiente. Trabajó en las misiones entre los ríos Paraná y Uruguay: “Era ayuda para los pobres, a los que proveía sustento y vestido: médico para los enfermos, que curaba con gran delicadeza; y universal remedio de todos los males del cuerpo. Por esto los indios lo veneraban con afecto de hijos”, escribió un contemporáneo.

Aprendió con fluidez el guaraní. En 1678 Solinas se vio implicado en curaciones milagrosas: niños que se curaban de una epidemia cuando los llevaban a la capilla y pedían la intercesión de San Ignacio y una mujer tras un mal parto, que perdía sangre hasta que le puso un anillo que había estado en la mano de San Francisco Javier. Se convirtió en un confesor frecuente entre los españoles de Corrientes y los indios hohonás. 

En 1680 participó, con otros tres sacerdotes, en una expedición de 3.000 indios guaraníes, con permiso de la autoridad española, cruzando unos mil kilómetros de caminos imposibles, para atacar una fortaleza de esclavistas portugueses. La victoria fue para los indios y sus aliados españoles. Como sacerdote confesó y ungió a todo tipo de moribundos: españoles, portugueses, tupis y guaraníes. En 1683, con 40 años, se sumó a la expedición de Pedro Ortiz de Zárate hacia el Chaco.


La capilla de los Mártires del Zenta


Los indios de la zona pertenecían a distintas etnias. Gran parte de las tribus (chiriguanos, tobas, mocobíes, vilelas, abipones y otros) “se sustentan de carne humana”, escribía en su carta anual el jesuita Tomás Dombidas. Cada tribu tenía su propio cacique, aunque con poca autoridad excepto en tiempo de guerra. Hay estudiosos que señalan que reconocían la existencia de una divinidad suprema, llamada Hojtój (Gran Espíritu), pero lejana, a la que no rendían culto. Sí realizaban rituales para aplacar a una divinidad maligna, llamada Tac–juaj. 

La expedición misionera ascendió y después bajó los 4.550 metros de la precordillera Salto–Jujeña, pasó por pantanos y ríos desbordados en la estación de las lluvias y soportó el asedio de los mosquitos que desfiguraban el rostro y las manos de las personas, incluso de los indios. La expedición llegó al Valle del Zenta y fundó un fuerte llamado San Rafael como refugio y centro evangelizador. En pocos meses, con regalos y amistades, consiguieron atraer a unas 400 familias de indios ojotas, taños y tobas. Había mal ambiente entre distintas tribus y algunos acudían buscando la protección de los españoles, que, como hemos contado, sumaban una protección de 30 soldados blancos y 30 indios. Al menos 4 soldados españoles se escaparon en cuanto pudieron. 


Don Pedro y el padre Solinas escribieron una carta solicitando que se les enviase otro misionero, explicando las características necesarias. “Primero: debe ser totalmente desprendido del mundo y bien resuelto en los peligros y dificultades; segundo: su caridad debe ser suma, para nada miedoso, con un rostro alegre, un corazón amplio, sin escrúpulos impertinentes, porque debe tratar con gente desnuda, no muy diferente de las fieras. Su Reverencia no debería enviar a quien no tuviera tales cualidades, porque sería más un peso que una ayuda”.

Solinas escribió a los jesuitas explicando su deseo de ir a los indios vilelas: "Toda esta gente unida y que viene poco a poco, se muestra satisfecha no sólo porque cree en las verdades que le hemos presentado, sino también porque está convencida de que nosotros nos quedaremos con ellos y no los abandonaremos, ni mucho menos los obligaremos, como pasó hace diez años, a ir a las tierras de los españoles. Al contrario los evangelizaremos y convertiremos en su mismo territorio, y les daremos los alimentos necesarios y todos los otros beneficios posibles. ¡Que Dios tenga cuidado de nosotros!” 


En octubre, los dos sacerdotes y un grupo de 23 acompañantes (dos españoles, un mulato, un negro una mujer indígena, dos niñas y dieciséis indios) estaban en una capillita construida por ellos en una pradera rodeada de bosques, esperando que llegara un caravana con provisiones que venía de Salta. Estaban en las cercanías del río Bermejo y del río Santa María. Querían redirigir la caravana de forma que no asustase a los indios de San Rafael. 

Llegaron entonces unos 500 o más indios con armas y pinturas de guerra. Unos 150 eran tobas y el resto eran cinco caquiques motovíes con sus guerreros. No había entre ellos niños ni mujeres. Durante unos días les rodearon. Los misioneros les ofrecieron regalos, vestidos, alimentos... los indios respondían con sonrisas y gestos amables. Pero les aislaban. Al parecer esperaban más refuerzos. Un cacique amigo, de los indios mataguayos, explicó en secreto a los sacerdotes que iban a ser asesinados. 


La mañana del 27 de octubre de 1683 los sacerdotes oraron y celebraron misa. Después hablaron de Dios con sus asediadores, en tono amistoso. Por la tarde, los indios, al parecer azuzados por hechiceros de sus clanes, cargaron con flechas y lanzas y garrotes-macanas, contra los misioneros y todos sus acompañantes. Los mataron, los desnudaron, les clavaron una flecha a cada uno ya muertos y les cortaron a todos la cabeza, para llevárselas. La costumbre, dicen las crónicas, era beber de los cráneos de los enemigos hasta caer desmayados. Se salvó un indio de la misión, que pudo escapar con un caballo encontrado en las cercanías y que, pocos días después, pudo contar todo lo sucedido a los cristianos de Humahuaca. 

Cuando llegó la expedición de Salta, el sargento mayor Lorenzo Arias quería atacar y matar a los culpables, pero el padre Diego Ruiz que le acompañaba lo impidió, diciendo que había venido a convertir infieles, no a matarlos. 


 Peregrinación en 2016 recordando a los Mártires del Zenta 


Las fuentes no dan más datos de los que murieron con los dos misioneros: eran dos españoles, un negro, un mulato, dos niñas, una mujer indígena y once indios. No sabemos ni sus nombres. La Iglesia, sin embargo, en su diversidad étnica, los contempla como mártires, asesinados por odio a la fe. 

Se les llama los "mártires del Valle del Zenta" y se les compara con San Roque González de Santa Cruz, jesuita asesinado con sus compañeros por indios en 1628, también azuzados pro brujos, convirtiéndolo en mártir y primer santo de Paraguay. 

 Vídeo de 2016 en que el obispo explica la importancia de estos mártires del Zenta en su diócesis