A las 8.25 del sábado, Aurora estaba en la primera fila de quienes esperaban la salida del Papa en la Nunciatura Apostólica, en la capital mexicana.
Esta oaxaqueña de 68 años tiene a buena parte de su familia en Houston, Texas. "Yo podría ir con ellos, pero no quiero, ya estoy mayor. Prefiero que me visiten. Y la bendición que le voy a pedir al Papa es para ellos, para que me los cuide, porque yo ya estoy vieja y pronto me voy a ir."
-Pues se ve bastante fuerte, si aguanta este frío.
-¡Porque me ayuda El de Arriba! Yo digo que es la fuerza de la voluntad. ¡Cuando hay fe no hay frío!
Aurora fue una de las más de 50.00 personas que pasaron la fría noche del viernes en las inmediaciones del Zócalo capitalino, dispuestas a enfrentar las bajísimas temperaturas (el termómetro marcó 6°C a la medianoche) con tal de no perderse ningún movimiento del Papa a la mañana siguiente.
Y, por la misma razón, otros grupos de recién llegados (de distintas partes de la ciudad, de otros estados y de países vecinos, como Honduras y Costa Rica) también pernoctaron a la intemperie, lo más cerca posible de la Nunciatura Apostólica, donde Francisco descansó durante su primer día en este país.
Esa noche, con sólo darse una vuelta por los alrededores del lugar, se podía ver a familias enteras, grupos de jóvenes, parejas de ancianos e inmigrantes centroamericanos que buscaban un refugio en la calle con la esperanza de recibir la bendición del papa argentino.
Los que venían en ómnibus les hacían un lugar a aquellos que acababan de conocer. Los chicos que traían una guitarra se la prestaban al que se ofrecía a cantar. Y los que no tenían nada simplemente buscaban un rincón de la avenida Insurgentes para sentarse a esperar.
Aurora se paró al lado de otra señora que se encontraba en silla de ruedas, abrigada hasta la nariz y con un gorro de lana que le llegaba hasta las orejas. "Joven, ella es mi comadre Josefa, yo no sabía que venía también -dijo entonces-. Ella sí que está muy enferma, no sé por qué no me avisó que venía. ¿No le dije que la fuerza de voluntad hace milagros? Ahora estamos juntas, para ayudarnos".
A su alrededor, los jóvenes cantaban "Las mañanitas", y luego improvisaban los versos "el Papa es un hermano / el Papa ya es mexicano".
Más atrás, perdido entre las banderas vaticanas de un grupo de veinteañeros, el hondureño Alex blandía una camiseta de San Lorenzo. "Para mí es como un talismán -dijo-. En Honduras me la regaló un mochilero argentino, y poco después supe que era el equipo del Papa. Es un hombre especial, parece que es como cualquiera, pero no es como cualquiera. Pero mire, ¡ya sale!".
Fue entonces cuando Francisco apareció sobre el papamóvil, pero al ver a la multitud se bajó para bendecir a los enfermos y abrazar a los que tenía más cerca. Una anciana burló el vallado y lo abrazó entre lágrimas.
El Papa se mostró una vez más como un campeón de la espontaneidad, título mundial que revalida a la menor provocación, y que a los encargados de velar por él debe ponerles los nervios de punta.
Ocupado con los enfermos a los que bendecía, Francisco no vio al hondureño que le mostraba la camiseta de San Lorenzo, pero lo debe haber sentido. No alcanzó a tocar a Aurora, pero la debe haber escuchado.
Y alimentado por la fuerza de este pueblo que lo ve como a uno de los suyos, se volvió a subir al papamóvil y se dirigió al Zócalo, el lugar que los aztecas consideraban el centro astral del universo, siempre rodeado de globos, banderas y un coro de fieles que no lo piensa abandonar.
En cada una de sus apariciones públicas en México, Francisco se las arregló para acercarse a la gente que lo vitoreaba, repartir bendiciones, tomar en persona los regalos que le llevaron e intercambiar palabras, abrazos y besos.
Algún protocolo debe haber, aunque da la impresión de que lo suyo es romper las reglas. Tiene una relación de ida y vuelta con las multitudes, no se limita a hablar para que lo escuchen. Él también escucha, asiente, observa con los ojos bien abiertos. Como si su energía y lucidez se alimentaran, sobre todo, de lo que alcanza a ver y sentir.
Y el corazón de las multitudes percibe que este hombre necesita ese baño de masas para nutrirse y seguir adelante.