El hermano Víctor Lozano Roldán es un misionero agustino español en la región de selva amazónica de Perú. Durante más de 20 años fue el director del colegio San Agustín de Iquitos, que es la población más grande de la Amazonía peruana, con 380.000 habitantes.
Explica cómo la gente de la zona afronta la pandemia desde una enorme pobreza y precariedad, y da algunas ideas de cómo la Iglesia de la región podría enfrentarla.
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Carta de Víctor Lozano, misionero agustino español en Iquitos
Soy un misionero español trabajando en el Vicariato de Iquitos, amazonía del Perú. También aquí, como en medio mundo, estamos confinados desde el 16 de marzo. Afortunadamente, el gobierno peruano ha enfrentado la pandemia a tiempo y los hospitales no están desbordados, pero lamentablemente carecen de los materiales adecuados para enfrentar esta peste. En Iquitos, la estadística de hoy, 27 de marzo, nos habla de 52 casos confirmados, entre ellos el obispo de San José del Amazonas, Javier Travieso, 275 descartados y 327 investigados… pero con tendencia a crecer, en parte por lo difícil que es aquí imponer disciplina social.
Sin embargo, el mayor problema que se perfila a corto plazo no es el coronavirus sino el hambre. Aquí apenas hay industrias, la mayor parte de la gente vive de la actividad autónoma diaria, cada uno recurseándose como puede: motocarristas, colectiveros, comidas al paso, recicladores, parchadores, revendedoras de los mercados, ambulantes, estibadores del puerto… en fin, todos llevando a casa el fruto del trabajo diario.
Pero ay, ya son muchos días de cuarentena y ha comenzado el desasosiego en esta población más vulnerable. Cierto que el gobierno está interviniendo oportunamente con algunas ayudas… pero no llega a todos, ni siempre a los que más lo necesitan. Es por eso que han comenzado a horas muy tempranas las colas en las parroquias esperando alguna ayuda para matar el hambre. Los agustinos, además de una respuesta pastoral en las redes, estamos respondiendo con alimentos en la medida de nuestras posibilidades. Pero si esto se prolonga, es posible algún desborde social.
Dado que esta situación es relativamente nueva nos hemos puesto a reflexionar como Vicariato misionero sobre qué hacer y cómo hacer pastoral en situaciones como la presente. Le envío mi aporte a esta reflexión, por si le es útil algún párrafo para su boletín.
ALGUNAS IDEAS PARA UNA PASTORAL EN TIEMPOS DE EMERGENCIA
1.- Efectivamente, nadie sabe lo que durará esta pandemia y si vendrán otras parecidas en los próximos años. Lo que sí está claro es que el papel del sacerdote o religioso no puede ser aislarse, quedarse en casa como está mandado, como uno más. Porque no es uno más. Está a la altura del médico y del enfermero. Si uno está presente y activo tratando de curar el cuerpo, el otro debe estarlo para la cura integral.
No basta, pues, con las misas radiadas o televisadas, las oraciones, etc. Se necesita la presencia real y puntual allí donde las papas queman: En hospitales, residencias de ancianos y barriadas donde la gente vive desesperada porque no entra nada para vivir. El cura y el religioso/a deben tener en estos fregados, los mismos permisos y los mismos pases que los médicos. Porque se dedican a lo mismo: A sanar, a defender con uñas y dientes la vida. Por tanto, habrá que moverse corporativamente para solicitarlos y conseguirlos de las autoridades competentes. Por otra parte, siempre fue así. En tiempos de pestes morían los cristianos más comprometidos en la dura tarea de llevar consuelos, medicinas y alimentos a los enfermos… o bien, contagiados en la ingrata tarea de preparar los cuerpos, abrir fosas y enterrar a los muertos. (Nosotros tenemos un fraile en el cementerio de Iquitos, -el P. Morán, 1932 creo-, a quien se le dio nicho perpetuo por morir atendiendo gente en una pandemia por fiebre amarilla en la ciudad).
Para muchos efectos, una pandemia es como una guerra. Agustín ya se vio en ese dilema cuando las tropas de Genserico avanzaban hacia Hipona. Por una parte, sentían la tentación natural de escapar, del sálvese quien pueda; por otra, el deber pastoral de seguir acompañando al pueblo. Agustín aconseja en una carta que se queden, que permanezcan acompañando al rebaño. El pastor no debe abandonar a sus ovejas. Es la misma carta que no ha mucho reflexionaban las agustinas cuando fueron masacradas en Argelia. Ante ellas estaba la tentación de huir, de volver a Europa, o seguir allí, acompañando al pueblo. El mismo dilema que tuvo nuestro Provincial y obispo, Anselmo Polanco, en la guerra civil española: quedarse con su familia, en Palencia, donde se encontraba al estallar el conflicto, o volver a la Diócesis de Teruel-Albarracín, junto al pueblo, para una muerte más que probable. Como así fue, por cierto.
2.- Pero no podemos ir a los hospitales y a las casas como carne de cañón, a morir por nada, como soldados, a pecho descubierto. En Nauta, en tiempos del cólera atendíamos a la gente e íbamos a velorios sin una mínima precaución. Así, no pues. Tenemos que ir con las herramientas del siglo XXI. Las mismas que los médicos: guantes, mascarillas, buzos, geles… Homologadas. Con las mayores garantías posibles. Riesgo, sí; temeridad, no.
3.- En una pandemia como la presente, no solo hay enfermos, contagiados asintomáticos y sanos en confinamiento. Hay muertos. Muchos, muchísimos, demasiados. Muertos que se hacinan, como estos días en Madrid, en lugares poco adecuados, porque no hay cajas, porque no hay nichos ni crematorios suficientes. Pues bien, la pastoral de difuntos también es importante. Y nuestra. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia. Importantísima en tiempo de guerras y pandemias. Porque nuestro cuerpo –nuestra carne- no es solo materia, tiene una dignidad especial porque fue asumida por el Verbo Encarnado, porque es templo del Espíritu Santo, y porque un día será resucitada como espiritual sin perder su espacialidad. ¿Cómo poner en contacto a los muertos con sus familiares? ¿Cómo hacer un entierro digno? ¿Cuál es nuestro papel ahí? Imaginemos una pandemia con alta mortalidad en Iquitos, donde no hay crematorios ni cementerios populares. No quiero ni pensarlo. Terrible.
4.- En estas pandemias, la parte más dura se la lleva, obviamente, el enfermo. Resalta sobre todo su soledad, su indefensión emocional. Día y noche la espada de Damocles pende sobre su cabeza. Aparte de los dolores físicos y/o morales, le amenaza la depresión, la desesperanza. Cuando más necesita de una mano amiga, de un rostro familiar donde recrear su espíritu desolado, más le aíslan, le confinan y le privan de contactos y cercanías humanas. Cuando más necesita de una palabra de esperanza, un ancla espiritual, algo que estimule su fe para enfrentar el paso, o para apoyarse en firme para salir del hoyo, más ausente está el sacerdote o el religioso/a. De ahí la importancia de la presencia física y real del sacerdote llevando la comunión, la confesión, la santa unción, la Palabra, la oración…
5.- Pero además de estas presencias reales, se necesitan otras: Las virtuales. En estas circunstancias de aislamiento obligatorio para todos, la mejor forma de acompañar o sentirse acompañado, es a través del celular, la tablet o laptop. Es la presencia virtual que facilitan las redes.
Es fabuloso poder ver y hablar con los familiares a través de una cámara; es consolador para quien tiene fe, poder participar de una misa a través de los medios; anima mucho escuchar el audio de un amigo dándote alientos; motiva enormemente ver a los miembros de tu comunidad cristiana que se dirigen a ti, por tu nombre concreto, diciendo que te tienen siempre presente en sus oraciones y que esperan con ansia tu regreso a casa; a tu párroco, hablándote personalmente en un audio cargado de esperanza… Sin embargo, de algo que es consustancial a los jóvenes, no se puede decir lo mismo de los viejos, donde a veces ni cuentan con estos aparatos, o teniendo acceso a ellos, no los dominan, perdiéndose por tanto todas sus potencialidades. En consecuencia, los enfermos no terminales deben contar -como una necesidad más-, con alguno de estos aparatos que los contacten con su grupo familiar, su grupo religioso, amical, etc., a fin de proveerles de los consuelos y soportes emocionales que estos aparatos facilitan.
A los grupos familiares y amicales se les pedirá en algunos momentos del día una presencia virtual que acorte distancias a través de la cámara y la palabra, y a los grupos religiosos, elaborar pequeños contenidos diarios que nutran espiritualmente esta indefensión, aportando esperanza.
6.- Otro rubro a pensar serían las visitas a los hogares donde hay carencias intolerables, o larvadas violencias por hacinamiento, desencuentros, etc., allí donde, debido al confinamiento, se ven compelidos a soportarse y a convivir bajo el mismo techo ininterrumpidamente.
7.- Finalmente, habría que pensar qué tipo de pastoral cabe promover con los sanos confinados, que son la gran mayoría. Serían temas para otra reflexión.