Utilizar el deporte como fórmula magistral para llevar a la gente a Dios. Es lo que se propuso, y consiguió, el Padre Esteban en el México de 1957. Una historia apasionante recogida en la película El juego perfecto (2009). Un grupo de niños de Monterrey, México, que logra participar en la liga infantil de béisbol de Estados Unidos y, tras superar todo tipo de obstáculos, gana el campeonato.
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El padre Esteban atendía una parroquia en una de aquellas colonias populares de Monterrey en el México de 1957. Era un sacerdote joven, alegre y entregado, que llevaba pocos años al frente de aquella iglesia grande, de aspecto colonial, construida hace más de un siglo.
Un cartel arrancado
La vida de aquellos habitantes del barrio no era fácil. La mayoría de los hombres trabajaba en las factorías del metal. Jornadas largas de diez horas soportando pesadas cargas en un entorno muy caluroso. Sus casas eran humildes, sin comodidades. Tampoco había grandes diversiones. Una vieja cantina era el principal punto de encuentro de los lugareños.
Aunque, la misa de doce de los domingos también era cita obligada para todos. Asistían pequeños y mayores, y el padre Esteban aprovechaba para hablarles de Dios. Los más pequeños hacían de monaguillos o formaban el coro, del que el párroco estaba muy orgulloso. Después de misa los mayores se retiraban y los niños se quedaban para recibir la catequesis. Al terminar, los chicos se reunían en un campo cercano y jugaban al béisbol.
En medio de piedras y restos de chatarra, los niños jugaban con bates hechos de ramas de árboles y pelotas trenzadas de cuerdas viejas fijadas con pegamento. Los partidos eran divertidos para los jugadores, pero un sacrificio para las madres, ya que todo se convertía en una enorme polvareda. El padre Esteban presenciaba los partidos emocionado. Antes de entrar en el seminario, había sido jugador. Era un fan de los Dodgers de Los Ángeles.
Un día de ensayo del coro de la Iglesia, los niños llegaron con un cartel que habían arrancado de una farola de la ciudad. En él se anunciaba la organización de una competición de béisbol en Monterrey, y se invitaba a formar equipos para participar. A los chicos se les veía muy ilusionados y el sacerdote sabía que aquella era una ocasión para luchar por un reto, por un proyecto común en los que estrechar los lazos de amistad.
Un encuentro crucial
"Necesitaríamos un entrenador, pero no conozco a nadie", dijo el padre Esteban. "¿Quién mejor que usted?", replicó Ángel, uno de los niños. "Yo solo soy un sacerdote pero no se entrenar", incidió el cura. "Para empezar, es suficiente", comentó Suárez, otro de los chavales. Esteban aceptó y los convocó al día siguiente para empezar a entrenar. Eso sí, esa misma tarde, se los llevó a todos a la capilla de la Virgen de Guadalupe y le encomendó el proyecto y encontrar un entrenador.
Ángel volvía a su casa corriendo, sin poder quitarse de la cabeza el equipo de béisbol que iban a formar. Se imaginaba lanzando la pelota desde el montículo y haciendo strike tras strike. Metido en sus sueños se chocó contra un joven que venía de frente. El niño se llevó una reprimenda de aquella persona, que se dirigía a la fábrica de hierros con un bate de béisbol en la mano. El pequeño le preguntó si sabía jugar y este le respondió que había sido varios años asistente de los Cardinals de San Louis.
Emocionado por aquel fortuito encuentro, Ángel le preguntó si quería ser el entrenador. Como acababa de instalarse en los barracones de la fábrica, César Faz, como se llamaba, le pidió al niño que volvieran la mañana siguiente. Al día siguiente los nueve niños del coro se fueron a la iglesia para hablar con el padre Esteban. "La Señora nunca falla", dijo el sacerdote, que acompañó a toda la cuadrilla a ver a ese nuevo entrenador.
César estaba descansando, tumbado en su catre, cuando llamaron a la puerta. Salió desaliñado, con una camiseta blanca de tirantes y un pantalón arrugado. El padre Esteban le saludó y le propuso de primeras ser el entrenador. César no puso ningún impedimento. "No tengo nada que hacer, no conozco a nadie en este pueblo y el aburrimiento no va conmigo", comentó. Al día siguiente tendrían su primer entrenamiento. Necesitaría conseguir cinco o seis chicos más para llegar a 14.
Hazaña increíble
Los niños regresaron a sus casas y el padre Esteban se quedó un rato más charlando con César. El sacerdote quería ayudar a los trabajadores de la fábrica en lo que pudieran necesitar y dejarle claro a aquel joven, que el deporte para los niños debía servir para que fueran mejores personas. Lo de ir a la Iglesia era algo que no motivaba mucho a César, pero aquella propuesta del sacerdote para ser buenas personas le conquistó.
Al día siguiente, los chicos habían limpiado el campo, retirado las piedras y la chatarra, incluso marcaron las líneas con surcos. Así empezó la historia del equipo que ganaría la liga de béisbol más importante del mundo. No disponían de material ni de zapatos, pero tenían alma. César llamó a un amigo de San Louis para que le consiguiera una franquicia y participar en el Campeonato Estatal de béisbol. También contactó con conocidos que le enviaron dos sacos con bates, guantes y zapatos.
El padre Esteban disfrutaba viendo entrenar a sus chicos, y se encargaba de hablar con sus padres para que les dejaran viajar y poder jugar sus primeros partidos de competición, nada menos que en Estados Unidos. Las madres se encargarían de confeccionar la ropa de juego: unos pantalones blancos y unas casacas del mismo color en las que iría bordado en rojo el nombre de la ciudad, Monterrey.
Aquí puedes ver el trailer de la película 'El juego perfecto' de 2009.
Así nacieron "Los pequeños gigantes de Monterrey", que en el verano de 1957 cogieron un autobús desvencijado y se presentaron en Estados Unidos. Aquellos niños del coro de la Iglesia del padre Esteban se proclamaron campeones de la Little League World Series de aquel año, ganando la final con un "juego perfecto", cuando el equipo contrario no gana ni una sola base. César Faz y el padre Esteban lograron que unos niños de 12 años consiguieran su sueño, superando humillaciones, problemas burocráticos y falta de medios. El sacerdote sabía que "a veces, Dios nos da la capacidad de conseguir lo imposible".