A las seis de la mañana suenan tambores y se oyen cánticos en el amplio terreno del seminario interdiocesano San Carlos Borromeo, en Haití. Son los doscientos seminaristas, que cantan laudes. Desde el terremoto de 2010 se concentran aquí, y duermen, rezan y estudian en tiendas y un par de barracones. El otro seminario, en Puerto Príncipe, se hundió y murieron 15 seminaristas. También se hundió la catedral y el palacio episcopal, matando al arzobispo. El nuevo arzobispo se aloja ahora aquí, con un despachito diminuto.

Con el sol se abren las puertas del recinto y empiezan a desfilar mamás con niños. Gloria Asenet, colombiana de las Dominicas de la Presentación, las recibe en la pequeña clínica del Espíritu Santo, fundada por dos diáconos de EEUU, que desde hace 13 años se sostiene con fondos de una parroquia de Memphis. Vacuna, da nutrientes, medicinas gratuitas, consejos de alimentación y prevención. Hace un par de años, la hermana Gloria estaba en África, en Burkina Faso. «No hay nada que me guste más que cuidar a los enfermos, a los niños, ver como se mejoran», dice con ojos brillantes a LA RAZÓN. Lo que no le gusta tanto es subirse a una tarima a enseñar. Eso lo hacen encantadas otras hermanas suyas en el colegio adyacente.

Aquí funciona desde hace un año un taller de prótesis para mutilados. La responsable es Isa Solá, una misionera catalana de las Religiosas de Jesús-María. «Estuve en el terremoto, asistiendo como enfermera, con 60 amputados allí al aire libre. Lo comenté a mi hermano Javier, que habló con un amputado de la Fundación Sant Jordi, con experiencia en talleres de este tipo en África y países en guerra. Y así empezamos». Más de 50 pacientes saben ahora usar sus prótesis; otros 40 están aprendiendo el proceso. Cada prótesis cuesta 800 dólares de media. Lo paga la Fundación Juntos Mejor, de las Religiosas de Jesús-María. También ayudan Cáritas Barcelona y asociaciones de amputados de Cataluña y Castilla-León. Toda ayuda es poca, explica Isa a la delegación de Manos Unidas que visita Haití.

Aunque fue misionera 14 años en Guinea Ecuatorial, es la fe de los haitianos tras el terremoto lo que más ha impactado en su espiritualidad. «Me enseñaron a descubrir a Dios en todas las circunstancias. Yo me rebelé contra Él esos días: ¿cómo permitía esa lluvia sobre mojado, esa tragedia que se multiplicaba? Pero los haitianos no hacían de ello un problema. Celebraban misa junto a los cascotes de las iglesias, y el viento traía el olor de los cadáveres bajo los escombros. Después de la comunión, como es costumbre aquí, se daba gracias a Dios, y cantaban llorando, de rodillas, y decían “Gracias, Señor”, con los brazos en alto, y yo no podía cantar, no tenía palabras. Estaba sobrecogida por cómo se abandonaban en manos de Dios. “Sólo Dios sabrá”, decían ellos. Los curas haitianos predicaron del amor de Dios, que el terremoto no era un castigo, como decía alguna gente sencilla. Descubrí que Dios ama a los haitianos. Si tienes muchos hijos y uno es paralítico, por ejemplo, ¿acaso no le quieres de una forma especial? Pues así Dios tiene una predilección por ellos, porque necesitan más. Aquí nadie está enfadado con Dios; ninguno de los amputados de este centro lo está».


Isa Solà era de familia «pudiente», pero ya a los 17 años «tenía claro que lo material no me llenaba». En cambio, le gustaba tratar con «gente marginal» en campos de trabajo a los queiba con su colegio de Religiosas de Jesús-María. «Supe que mi manera de encontrar a Dios sería a través de los más pobres y a los 19 años entré en la congregación». El horror del terremoto de enero de 2010 le enseñó que «no puedo salvar a nadie, sólo Jesús salva» y que, al final, «lo importante es ser, no hacer».