«El Código Da Vinci», secuela cutre de «El nombre de la rosa»
Umberto Eco, el «padre» culto de Dan Brown que Ricardo de la Cierva y Vintila Horia osaron denunciar
Cuando Umberto Eco (1932-2016), fallecido el pasado viernes, presentó en 2010 su novela El cementerio de Praga, deslizó una sutil crítica a El Código Da Vinci al afirmar que su nueva obra gustaría a varios tipos de lectores, el primero de ellos "el de los que se ha tomado en serio incluso a Dan Brown".
Marcaba así las distancias entre sí mismo, un erudito catedrático de Semiótica de rigurosa formación académica, y el escritor norteamericano que en 2003 logró uno de los mayores éxitos editoriales de todos los tiempos con una obra ayuna de todo rigor histórico y filosófico de cualquier clase, pero cuyo argumento anticatólico convino a muchas personas tomar como realidad, más que como novela.
En su glosa obituaria de Eco, Juan Manuel de Prada ha destacado, sin embargo, que El nombre de la rosa incendió la imaginación "de una patulea de plumíferos ignaros" (de los que Dan Brown fue sólo un "epítome internacional") que, "en su afán de emularlo", escribieron "bodrios de apariencia histórica o detectivesca... [que] repiten en versión casposa la refutación del cristianismo probada por Eco" a base de "templarios, sábanas santas y santos griales".
En El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault late la misma aversión gnóstica al cristianismo que ya existió en los primeros tiempos.
Prohibido discrepar de "El nombre de la rosa"
Precisamente porque no venía de un Dan Brown, sino de todo un Umberto Eco, era realmente muy osado en los años ochenta denunciar las cargas de profundidad anticristianas de El nombre de la rosa, que, tras la novela de 1980, multiplicaron su efecto durante toda la década con la película de 1986 dirigida por Jean-Jacques Annaud e interpretada por Sean Connery.
En España, entre las reacciones con impacto mediático, lo hicieron dos sabios catedráticos capaces de percibir el alcance filosófico y teológico de las obras de Eco: Vintila Horia (19151992) desde las páginas de El Alcázar y Ricardo de la Cierva (1926-2015) desde las del Ya y el ABC.
Ricardo de la Cierva: un ataque a la Iglesia
De la Cierva, en una Tribuna Abierta en ABC del 4 de enero de 1985, bautizaba incluso con el nombre del filósofo italiano una de las seis líneas de ataque "contra el pensamiento, la tradición y las raíces de la Iglesia católica", y la situaba como primera en un elenco que completaban la línea Joyce, la línea Ambrosiano, la línea masónica, la línea búlgara y la línea Gramsci.
La "línea Eco" que suponía El nombre de la rosa era "el grito de guerra del nominalismo contra el realismo", "la exaltación del carisma heterodoxo contra la tradición jerárquica", "la descalificación grosera de los ángeles de la Iglesia (Ángela de Foligno, Tomás de Aquino) en favor e iluminados, herejes y cátaros".
Ricardo de la Cierva, fallecido unos meses antes que Umberto Eco, lamentó que algunos ambientes católicos recibiesen El nombre de la rosa sin ningún espíritu crítico.
Año y medio antes, el 21 de julio de 1983, en una Tercera del mismo diario, el historiador y ex ministro de Cultura había titulado El veneno de la rosa un demoledor análisis de la novela, que había sido elogiada públicamente por Felipe González.
"Estar con Eco es progresismo, ignorarle es incultura; oponerse al libro es impensable", lamentaba: "La propaganda oficiosa presenta el libro como tesoro de sabiduría contemporánea, alarde pluridisciplinar y arcano de sugerencias prodigiosas, que debe interpretarse desde varios ángulos a la vez sin posibilidad de agotamiento". De la Cierva denunciaba cómo las dos tramas confluyentes de la novela (la externa que precede al cisma de Avignon y la interna de los crímenes en el monasterio) "se presentan como pugna entre conservadores y aperturistas dentro de la sociedad y el monacato bajomedieval" (respectivamente, los "malos" y los "buenos"), con tres claves.
Primera, "el brutal descrédito de la Iglesia católica simbolizado en la desunión mortal de la Orden franciscana y en el comportamiento canalla de los monjes". Segunda, "la exaltación del empirismo-nominalismo... como raíces del progresismo occidental". Y tercera y principal, "el intento de marcar, como una aurora en medio de la basura, los comienzos maravillosos de la secularización en Occidente".
"En el momento cumbre", concluye, "el héroe del relato, Guillermo de Baskerville, insinúa muy discretamente que frente a las vías tomasianas para llegar racionalmente a Dios, la razón dejada en libertad identifica necesariamente a Dios con el caos, lo que equivale a imponer racionalmente el ateísmo".
De la Cierva lamentaba, por último, la incomprensión de Eco ante "el hondísimo siglo XIV". El escritor italiano describe esa centuria de forma "lamentable", sin comprenderla: "Un siglo infinitamente más rico y complejo que sobre sus aberraciones de todo tipo fue, por encima de todo, una colosal implosión de fe", apunta en su libro Oscura rebelión en la Iglesia (1987). Pero es que, añade enseguida, "la novela de Eco no es sobre la Iglesia del siglo XIV sino contra la Iglesia católica del siglo XX".
En 1995, en Las puertas del infierno, precisó por qué: Umberto Eco es "un gnóstico de tomo y lomo desde que abandonó el aristotelismo al estudiar la estética de Santo Tomás de Aquino, él sabrá por qué", y su El nombre de la rosa "trata de prostituir como gnósticos algunos movimientos espirituales y algunas personalidades cristianas que creíamos inmunes a tan impúdica audacia; lo intenta pero no lo consigue, aunque nos sugiere una raíz gnóstica del nominalismo medieval", sugerencia donde tal vez Eco no ande "tan descaminado como en otros campos".
Vintila Horia: del nominalismo al totalitarismo
¿Tan importantes consecuencias tenía en el siglo XX el debate medieval sobre el nominalismo? Sobre esto había escrito Vintila Horia un completísimo artículo en El Alcázar el 9 de marzo de 1983.
"Libro terrible el de Umberto Eco, no sólo anticatólico, como yo lo afirmaba aquí, hace unas semanas, sino decididamente antihumano, como todo politeísmo nominalista y leviathánico", señalaba el autor de Dios ha nacido en el exilio o Un sepulcro en el cielo. Bien lo sabía, como víctima él mismo del Leviatán socialista en su Rumanía natal, que le mantuvo en el exilio medio siglo, y del Leviatán progresista en el París de 1960, donde ganó el Premio Goncourt y hubo de renunciar a él porque el mismo establishment izquierdista que ahora jaleaba a Eco no podía consentir que lo recibiese un escritor militantemente cristiano y anticomunista.
Vintila Horia supo ver las implicaciones últimas de la cuestión nominalista, una polémica filosófica medieval que está en el origen de algunas de las más virulentas ideologías anticristianas.
"Umberto Eco se reconoce como nominalista no sólo en la frase final de su libro, sino también en las consideraciones que estructuran poco a poco su actitud, desde las primeras páginas hasta las últimas", explica Horia, quien rastrea esta actitud en filósofos como David Hume, Francis Bacon y Thomas Hobbes: "El nominalismo está en los cimientos mismos del materialismo contemporáneo". Convierte "el concepto de bien en puro invento metafísico, puro nombre", y así "el hombre concreto no es sino un complejo de necesidades particulares y positivas, de manera que lo único que interesa, en este sentido nominalista, resulta ser el placer de dicha concretez, el placer que más tarde encontraremos en la base del freudismo y de cierto socialismo de los derechos (humanos, por supuesto) que transforman al hombre en una suerte de animal individual, concretamente singularizado en un destino sin meta, ya que el placer no puede constituirse en una finalidad".
Al resumir con hondura didáctica esa evolución del pensamiento moderno, Vintila Horia demostraba su conclusión natural: "El gulag, donde ni la realidad concreta, el hombre cuantitativo, ni su nombre, representan algo, sino un material bruto moldeado en nombre de la utopía. ¿Y por quién? Es la pregunta que yo planteo a Umberto Eco. ¿Quiénes serán los que, en nombre del futuro Leviathán, acabarán con nosotros?".
La respuesta tardó más de veinte años en llegar, cuando Dan Brown, abaratando el mensaje de Eco, logró difundir como nunca antes la misma imagen odiosa de la Iglesia, convertida en consecuencia en institución odiable y odiada. Objeto hoy, como en los primeros siglos de cristianismo, de idéntica aversión gnóstica a reconocer en Jesucristo al Hijo de Dios vivo.
Marcaba así las distancias entre sí mismo, un erudito catedrático de Semiótica de rigurosa formación académica, y el escritor norteamericano que en 2003 logró uno de los mayores éxitos editoriales de todos los tiempos con una obra ayuna de todo rigor histórico y filosófico de cualquier clase, pero cuyo argumento anticatólico convino a muchas personas tomar como realidad, más que como novela.
En su glosa obituaria de Eco, Juan Manuel de Prada ha destacado, sin embargo, que El nombre de la rosa incendió la imaginación "de una patulea de plumíferos ignaros" (de los que Dan Brown fue sólo un "epítome internacional") que, "en su afán de emularlo", escribieron "bodrios de apariencia histórica o detectivesca... [que] repiten en versión casposa la refutación del cristianismo probada por Eco" a base de "templarios, sábanas santas y santos griales".
En El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault late la misma aversión gnóstica al cristianismo que ya existió en los primeros tiempos.
Prohibido discrepar de "El nombre de la rosa"
Precisamente porque no venía de un Dan Brown, sino de todo un Umberto Eco, era realmente muy osado en los años ochenta denunciar las cargas de profundidad anticristianas de El nombre de la rosa, que, tras la novela de 1980, multiplicaron su efecto durante toda la década con la película de 1986 dirigida por Jean-Jacques Annaud e interpretada por Sean Connery.
En España, entre las reacciones con impacto mediático, lo hicieron dos sabios catedráticos capaces de percibir el alcance filosófico y teológico de las obras de Eco: Vintila Horia (19151992) desde las páginas de El Alcázar y Ricardo de la Cierva (1926-2015) desde las del Ya y el ABC.
Ricardo de la Cierva: un ataque a la Iglesia
De la Cierva, en una Tribuna Abierta en ABC del 4 de enero de 1985, bautizaba incluso con el nombre del filósofo italiano una de las seis líneas de ataque "contra el pensamiento, la tradición y las raíces de la Iglesia católica", y la situaba como primera en un elenco que completaban la línea Joyce, la línea Ambrosiano, la línea masónica, la línea búlgara y la línea Gramsci.
La "línea Eco" que suponía El nombre de la rosa era "el grito de guerra del nominalismo contra el realismo", "la exaltación del carisma heterodoxo contra la tradición jerárquica", "la descalificación grosera de los ángeles de la Iglesia (Ángela de Foligno, Tomás de Aquino) en favor e iluminados, herejes y cátaros".
Ricardo de la Cierva, fallecido unos meses antes que Umberto Eco, lamentó que algunos ambientes católicos recibiesen El nombre de la rosa sin ningún espíritu crítico.
Año y medio antes, el 21 de julio de 1983, en una Tercera del mismo diario, el historiador y ex ministro de Cultura había titulado El veneno de la rosa un demoledor análisis de la novela, que había sido elogiada públicamente por Felipe González.
"Estar con Eco es progresismo, ignorarle es incultura; oponerse al libro es impensable", lamentaba: "La propaganda oficiosa presenta el libro como tesoro de sabiduría contemporánea, alarde pluridisciplinar y arcano de sugerencias prodigiosas, que debe interpretarse desde varios ángulos a la vez sin posibilidad de agotamiento". De la Cierva denunciaba cómo las dos tramas confluyentes de la novela (la externa que precede al cisma de Avignon y la interna de los crímenes en el monasterio) "se presentan como pugna entre conservadores y aperturistas dentro de la sociedad y el monacato bajomedieval" (respectivamente, los "malos" y los "buenos"), con tres claves.
Primera, "el brutal descrédito de la Iglesia católica simbolizado en la desunión mortal de la Orden franciscana y en el comportamiento canalla de los monjes". Segunda, "la exaltación del empirismo-nominalismo... como raíces del progresismo occidental". Y tercera y principal, "el intento de marcar, como una aurora en medio de la basura, los comienzos maravillosos de la secularización en Occidente".
"En el momento cumbre", concluye, "el héroe del relato, Guillermo de Baskerville, insinúa muy discretamente que frente a las vías tomasianas para llegar racionalmente a Dios, la razón dejada en libertad identifica necesariamente a Dios con el caos, lo que equivale a imponer racionalmente el ateísmo".
De la Cierva lamentaba, por último, la incomprensión de Eco ante "el hondísimo siglo XIV". El escritor italiano describe esa centuria de forma "lamentable", sin comprenderla: "Un siglo infinitamente más rico y complejo que sobre sus aberraciones de todo tipo fue, por encima de todo, una colosal implosión de fe", apunta en su libro Oscura rebelión en la Iglesia (1987). Pero es que, añade enseguida, "la novela de Eco no es sobre la Iglesia del siglo XIV sino contra la Iglesia católica del siglo XX".
En 1995, en Las puertas del infierno, precisó por qué: Umberto Eco es "un gnóstico de tomo y lomo desde que abandonó el aristotelismo al estudiar la estética de Santo Tomás de Aquino, él sabrá por qué", y su El nombre de la rosa "trata de prostituir como gnósticos algunos movimientos espirituales y algunas personalidades cristianas que creíamos inmunes a tan impúdica audacia; lo intenta pero no lo consigue, aunque nos sugiere una raíz gnóstica del nominalismo medieval", sugerencia donde tal vez Eco no ande "tan descaminado como en otros campos".
Vintila Horia: del nominalismo al totalitarismo
¿Tan importantes consecuencias tenía en el siglo XX el debate medieval sobre el nominalismo? Sobre esto había escrito Vintila Horia un completísimo artículo en El Alcázar el 9 de marzo de 1983.
"Libro terrible el de Umberto Eco, no sólo anticatólico, como yo lo afirmaba aquí, hace unas semanas, sino decididamente antihumano, como todo politeísmo nominalista y leviathánico", señalaba el autor de Dios ha nacido en el exilio o Un sepulcro en el cielo. Bien lo sabía, como víctima él mismo del Leviatán socialista en su Rumanía natal, que le mantuvo en el exilio medio siglo, y del Leviatán progresista en el París de 1960, donde ganó el Premio Goncourt y hubo de renunciar a él porque el mismo establishment izquierdista que ahora jaleaba a Eco no podía consentir que lo recibiese un escritor militantemente cristiano y anticomunista.
Vintila Horia supo ver las implicaciones últimas de la cuestión nominalista, una polémica filosófica medieval que está en el origen de algunas de las más virulentas ideologías anticristianas.
"Umberto Eco se reconoce como nominalista no sólo en la frase final de su libro, sino también en las consideraciones que estructuran poco a poco su actitud, desde las primeras páginas hasta las últimas", explica Horia, quien rastrea esta actitud en filósofos como David Hume, Francis Bacon y Thomas Hobbes: "El nominalismo está en los cimientos mismos del materialismo contemporáneo". Convierte "el concepto de bien en puro invento metafísico, puro nombre", y así "el hombre concreto no es sino un complejo de necesidades particulares y positivas, de manera que lo único que interesa, en este sentido nominalista, resulta ser el placer de dicha concretez, el placer que más tarde encontraremos en la base del freudismo y de cierto socialismo de los derechos (humanos, por supuesto) que transforman al hombre en una suerte de animal individual, concretamente singularizado en un destino sin meta, ya que el placer no puede constituirse en una finalidad".
Al resumir con hondura didáctica esa evolución del pensamiento moderno, Vintila Horia demostraba su conclusión natural: "El gulag, donde ni la realidad concreta, el hombre cuantitativo, ni su nombre, representan algo, sino un material bruto moldeado en nombre de la utopía. ¿Y por quién? Es la pregunta que yo planteo a Umberto Eco. ¿Quiénes serán los que, en nombre del futuro Leviathán, acabarán con nosotros?".
La respuesta tardó más de veinte años en llegar, cuando Dan Brown, abaratando el mensaje de Eco, logró difundir como nunca antes la misma imagen odiosa de la Iglesia, convertida en consecuencia en institución odiable y odiada. Objeto hoy, como en los primeros siglos de cristianismo, de idéntica aversión gnóstica a reconocer en Jesucristo al Hijo de Dios vivo.
Comentarios