Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Un poco más de «Silencio»


Tal vez el problema de Scorsese y Shusaku sea el mismo: que no tienen fe adulta y sí tremendamente superficial.

por Alfonso V. Carrascosa

Opinión

En 1967 un jesuita misionero en Japón publicó un excelente trabajo científico sobre la obra literaria del escritor católico japonés Endo Shusaku, titulado El sacerdote caído, en las obras de Endo Shusaku, en cuya novela Silencio dice basarse la película homónima dirigida por Martin Scorsese. El sacerdote se llamaba Diego Pacheco (1922-2008), y ya entonces era considerado el mayor experto en la historia de los martirios perpetrados en Japón contra miembros de la Iglesia Católica durante el conocido como “Siglo cristiano en Japón”. No en vano falleció de muerte natural en la Colina de los Mártires de Nagasaki, habiendo sido de 1964 a 2004 director del Museo de los Veintiséis Mártires de Nagasaki. Llegó a tomar el nombre japonés de Ryogo Yuki en honor a un mártir beatificado y fue nombrado por el padre Arrupe responsable de los estudios científicos sobre esta temática. El estudio no ha sido hasta ahora utilizado al comentar la película homónima.

Pues bien, cuenta Pacheco en su estudio que la novela Silencio adolece de un defecto fundamental, que impide que lo que se escribe en ella pueda considerarse histórico. El defecto consiste ni más ni menos que en el hecho de que Shusaku proyecta sus conflictos espirituales sobre los personajes del libro, dándoles finalmente una solución en ocasiones contraria a la verdad tanto histórica como revelada. Y para conocer sus problemas, nada mejor que informarnos de modo literal con varias de sus declaraciones de la época, que resumo de forma abreviada en el texto siguiente:

“Hablando claramente lo que yo siento, es como un compromiso entre el Jodooshu [budismo de la Tierra Pura] y el catolicismo…A mí me hicieron recibir el bautismo cristiano cuando todavía era un niño. Cuando me di cuenta, estaba ya vestido con un traje extranjero que no se me adaptaba bien al cuerpo. No sé cuántas veces en mi juventud intenté quitarme y arrojar de mí ese traje que yo no había elegido. Sin embargo el no haber conseguido despojarme de él fue tal vez porque, a pesar de considerarlo un traje extranjero, yo no podía prescindir de él. Poco a poco comencé a adaptar ese traje extranjero a mi cuerpo. Tenía que volverlo a fabricar en forma de traje japonés”.

Éstas reveladoras palabras del propio Shusaku, en primera persona, sitúan su conflicto personal en el marco del tan manido problema supuestamente desencadenado por el encuentro entre Oriente y Occidente, encuentro que él presenta como una lucha entre mente y corazón provocada fundamentalmente por la llegada del cristianismo. Qué distinto a lo que decía Tagore, Premio Nobel de Literatura, al afirmar que Oriente y Occidente eran los latidos de un mismo corazón. La convicción de Shusaku de que esta religión extranjera era incompatible con la mentalidad japonesa, fraguada en el panteísmo budista, le llevó según Pacheco a utilizar a sus personajes para convencer a sus lectores de que para que el cristianismo arraigase había que mezclarlo todo, lo que provocaba el aguado del cristianismo. Su propuesta fue hacer una mezcla sincrética entre catolicismo y budismo panteísta, algo imposible, en lo que todavía están algunos en una equivocada inculturación.

Claro que, bien mirado, cuando el cristianismo llega a Japón allí no había nada ni nuevo ni propio en la población a lo que antes no se hubiera enfrentado la evangelización de la Iglesia. Lo que era y es denominado sintoísmo no es otra cosa que la religiosidad natural panteísta basada en la creencia de la existencia de un mundo espiritual que el ser humano procura poner a su favor a través de prácticas primitivas y comunes a todos los pueblos de la Tierra.

En cuanto al budismo, como bien es sabido se trata de una ideología originaria de la India, llevada a Japón por los coreanos, o sea, una ideología extranjera, que fué renombrada zen por los japoneses, en un intento de fabricar en forma de traje japonés… algo que no era originario de Japón. El panteísmo budista japonés es una mezcla. ¿Cómo es que nunca fue perseguido? Pues porque tal mezcla fue absolutamente compatible con el Japón imperial, en el cual emperador y familia eran tenidos como divinidades, y esto, hasta no hace mucho. Sí, porque una de las condiciones que le puso MacArthur a Hirohito en el tratado de la rendición fue precisamente que dijese a la población que él no era ni dios ni hijo de dios, esto el día de año nuevo de 1946:

"Los lazos que nos unen han estado siempre sustentados por la confianza y el afecto mutuo -dijo en su comunicado-. No dependen de las leyendas y los mitos. Ya no están basados en la falsa idea de que el Emperador es divino y de que los japoneses son superiores a otras razas y destinados a dominar el mundo".

Simultáneamente a esta declaración, el sintoísmo y sus consignas más ultranacionalistas eran obligados por Estados Unidos a dejar de ser la religión oficial, y se abría la libertad de culto. Budismo y panteísmo –o zen y sintoísmo– eran perfectamente compatibles con el imperialismo absolutista medieval del Japón, pero el cristianismo no. Esto explica el hecho de que arraigase tanto inicialmente el Evangelio tras la llegada de San Francisco Javier, en el sentido de que quienes abrazaban la fe comenzaban a vivir del amor de Dios en sus corazones, en medio de una dictadura férrea y totalitaria donde la vida humana valía bien poco.

Algo similar ocurrió en América cuando los misioneros comenzaron la predicación: se produjo una salida en masa desde las tiranías azteca e inca, que consentían sacrificios humanos incluso de niños.

Ante el aumento de cristianos, los señores feudales shogunes, el emperador, vieron una amenaza comercial o militar, como la vio el faraón en relación a Israel en tiempos de Moisés, y ordenó el comienzo de las ejecuciones si no se apostataba mediante gestos externos como el rito del fumie: pisar una imagen de Cristo. 

Otra clave del odio desatado contra los católicos en Japón la da el libro Ha Deus: contra la secta de Dios, escrito por el renegado apóstata Fabian Fukansai, en el que se acusa a los cristianos de amar a Dios sobre todas las cosas, y no al emperador y a los shogunes. Algo que no se ve en la película, y sí en el artículo de Juan Esquerda Bifet, director emérito del Centro Internacional de Animación Misionera, publicado el 2811-2008 en L’Osservatore Romano, es que los mártires pertenecieron a todas las clases sociales, siendo la mayoría de ellos japoneses, lo que demuestra una vez más el arraigo del Evangelio. Se les sometió a todo tipo de torturas (amputación de miembros, apaleamientos, lapidaciones, ahogo lento, crucifixión). El anuncio del Evangelio produjo en Japón durante el denominado Siglo Cristiano más de 300.000 fieles que se adhirieron a la fe católica sin coacción alguna, libremente.

Se dice que el emperador y los shogunes o señores feudales, por motivos comerciales y por temor a una invasión, unidos al creciente odio de los monjes (bonzos) budistas –ya en 1552 San Francisco Javier detectó este odio y profetizó la persecución– comenzaron los asesinatos de cristianos de toda procedencia social en 1558, publicándose en 1614 el primer edicto de persecución oficial, con el objetivo de hacer desaparecer el cristianismo. Los martirios se sucedieron hasta 1867, alcanzando para algunos los más de 15.000 asesinados. Las leyes de persecución duraron hasta 1873 –siendo derogadas por presiones comerciales occidentales–, continuando una implacable discriminación hasta bien entrado el siglo XX, algo que cambió tras la Segunda Guerra Mundial, impuesto por las condiciones de rendición de Estados Unidos.

Por todo ello, decir que el cristianismo no arraigó en Japón, como en la película se da a entender en boca de los perseguidores, es falso: ¿cómo no va a haber arraigado algo que sigue vivo a pesar de una persecución de cuatro siglos? Los misioneros católicos encontraron en Japón la buena tierra del corazón de muchos que soportaban el totalitarismo propio de un imperio, y no una ciénaga en la que ninguna semilla germina, como Shusaku menciona en su libro y Scorsese pone en boca de los perseguidores en la película. Precisamente por vivir en el sintoismo zen es por lo que más sentido tiene anunciar el Evangelio en Japón, porque lo que salva verdaderamente es conocer el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Distinto fue lo que hizo Constantino durante el Imperio Romano al percibir el crecimiento del cristianismo, permitiendo primero el culto y luego declarándolo religión oficial, con lo que puso las bases para el desarrollo científico y económico que la Iglesia atólica contribuyó a propiciar en Occidente.

En Japón sin embargo, se masacró a los cristianos, civiles desarmados que entregaron sus vidas de modo heroico, algo que retrasó la occidentalización de esta nación hasta no hace tanto, como Francisco Giner de los Ríos –paradójicamente– comentaba cuando señalaba que España debía japonizarse, indicando la necesidad de mandar a miles de sus estudiantes al extranjero para aprender cosas nuevas, como habían hecho “estados que ayer tocaban casi los límites de la barbarie”, refiriéndose a Japón. 

Desgraciadamente, la película gira toda ella en torno a dos curas apóstatas –habiendo como hay miles que no apostataron– es decir, que renegaron de la fe, y no sólo eso, si no que se sumaron al bando perseguidor cambiándose de nombre y aceptando esposa e hijos de martirizados por no apostatar, y participaron con posterioridad en detenciones, ejecuciones, confiscaciones de bienes, espionaje de fieles y toda clase de maldad, presentando la apostasía como lo que hacen personas inteligentes y con formación –los curas–, algo falso de toda falsedad ya que fueron muchos los curas mártires.

Uno de los curas de la película, personaje inspirado en Cristobal Ferreira (15801650), que en 1633 fue el primer apóstata, y al que se atribuye el primer libro anticristiano escrito en Japón, Kengiroku: Exposición clara de la doctrina falsa, 1637), se dice que tras renegar de su fe se convirtió al budismo. Apostató de la fe tras sufrir el tormento de la fosa. En la película aparece soportándolo entre campesinos que van a ser salvados si él reniega de su fe, pero no fue así históricamente: se sabe que sufrió tortura con otros sacerdotes: el japonés Julián Nakamura; Juan Mateo Adani, italiano; Antonio de Souza, portugués; Lucas del Espíritu Santo, dominico español; dos estudiantes jesuitas y uno dominico –los tres japoneses–. ¡Yy todos murieron mártires en la fosa! ¡Ninguno apostató!

Otros curas mártires, verdaderos vehículos de entrada de la ciencia occidental en Japón, fueron Pedro Gómez o el ya beato –por no apostatar y morir martirizado– Carlos Spínola. Es faltar a la memoria de los mártires presentar la apostasía como la respuesta lógica e inteligente, como no es difícil concluir que se hace en la película, cuando hombres mucho más inteligentes y formados que Ferreira no renegaron de su fe. Por supuesto que la presión y las torturas hacen comprensible el echarse atrás, pero muchos lo hicieron y luego se arrepintieron, y finalmente sobrevivieron o murieron perseguidos posteriormente. Pero lo que poquísimos hicieron fue pasarse a los genocidas, que en mi opinión aparecen además en la película cargados de razón –tanto que sus argumentos convencen a los inteligentes y bien formados jesuitas, y acaso también al espectador poco avezado en estas lides como yo- y en absoluto como lo que en realidad fueron: unos canallas desalmados que mataron mediante todo tipo de vejaciones y violencia a civiles desarmados que no habían cometido delito alguno, sino que simplemente adoraban a Dios, no al emperador o a los shogunes.

Uno puede sacar la impresión, al verlos en la película, de que hacen lo que deben con unos intrusos -que son culpables por haber venido donde no les llamaban-, cuando en realidad están matando compatriotas.

Pero lo más preocupante de la película tal vez sean los errores teológicos a los que puede ser inducido el espectador, y sobre los que previene magistralmente Diego Pacheco en su artículo, al situarlos perfectamente incorporados a la obra de Shusaku. Se presenta en ella que uno, por amor al prójimo y por salvarlo de un sufrimiento corporal, puede cometer un pecado como sería un acto apostasía, al que sorprendentemente el mismo Jesucristo alienta al protagonista en la película; y que, al cometer ese pecado, queda uno más unido a Cristo, aunque se aparte de la Iglesia.

La idea de que los japoneses no llegaron a comprender al Dios del cristianismo que se les predicaba era completamente gratuita. Si el cristianismo no había echado sus raíces, ¿para qué toda esa maquinaria persecutoria? No se puede decir que no conocían a Dios quienes lo amaron hasta dar la vida por Él.

Tal vez el problema de Scorsese y Shusaku sea el mismo: que no tienen fe adulta y sí tremendamente superficial. San Ignacio de Antioquia dice: “El que ha hecho suyas realmente las palabras de Jesús está capacitado para oír su silencio”. La vida espiritual de los curas apóstatas de Silencio es muy sentimental, particularmente la del joven sacerdote que termina cometiendo un acto de apostasía inducido por Ferreira. Al choque con la persecución y la apostasía de Ferreira su fe vacila, su sensibilidad se sobreexcita, sus inhibiciones y sus depresiones bordean lo neurótico. Es un pobre hombre cargado con un mundo de ilusiones que es arrojado al torbellino de la persecución. Es comprensible que caiga y que trate también de consolarse pero, insisto, en la misma situación muchos dieron la vida, y es su memoria tan digna de culto como la de los apóstatas de compasión y misericordia, porque no conocemos su final, porque todos somos pecadores y tal vez habríamos apostatado con mucho menos tormento o coacción y porque… el que libre esté de pecado, que tire la primera piedra.

En el fondo, el planteamiento de Shusaku puede llegar a hacernos creer que nunca al apostatar han dejado de amar a Jesucristo sino que se le ha amado más, con un amor nuevo más profundo. Son estas ideas de un cristianismo sin Iglesia magistralmente señaladas por Pacheco las que siguen alimentando ciertos sectores de la intelectualidad y la catolicidad japonesas. Sorprende enormemente que se nos presente que para amar a Dios y al prójimo de una forma más profunda hace falta pecar. Como muy bien dice Pacheco en su magnífico artículo, del cual están recogidas las principales reflexiones teológicas en este escrito, lo que proporciona al pecador un nuevo amor a Cristo no es el pecado sino el arrepentimiento: un auténtico arrepentimiento con dolor y detestación del pasado y una mirada renovadora al futuro que están ausentes en los personajes de Silencio. La apostasía se nos presenta como un acto de amor al prójimo: solamente alguien que no tiene fe puede considerar un acto de amor la apostasía. 

Tal parece que en la película se ensalza la denominada apostasía externa –un gesto de pisar una imagen de Cristo o fumie como se hace en la película– que ha llegado a ser propuesto como una estrategia para sembrar al cristianismo en esta ciénaga que es para algunos el Japón. Pero es más que evidente que quienes así hablan desprecian la historia de la Iglesia del Japón. No se pueden aguar las enseñanzas del Evangelio, que tiene fronteras que no pueden traspasarse.

El cristianismo no es cuestión de número solamente. Somos levadura, o sea, como los microbios: cuando se den las circunstancias favorables creceremos de forma exponencial si es eso lo que Dios quiere, pero si no, sin ser mayoría, fermentaremos la masa, daremos testimonio de que hay uno que ha vuelto del cementerio, que ha resucitado a una vida nueva en el amor de Dios, Cristo Jesús nuestro Señor, el Hijo de Dios en quien somos, nos movemos y existimos.

El propio padre Gómez prohibía la apostasía siempre y en todo lugar. El espíritu martirial ha sido fundamental ayer y hoy y no se puede eliminar de la tradición cristiana para hacer una adaptación nacionalizando a la japonesa el cristianismo. Según Tertuliano, la sangre de los mártires es semilla de cristianos. Y para San Cipriano, no se puede anteponer nada al amor de Cristo. Shusaku parece no entender del todo ni el martirio ni la vida de los santos mártires Pablo Miki, Pablo Suzuki, etc., que eran todos japoneses. El corazón de ellos no fue una ciénaga, sino la buena tierra donde Jesús pudo crecer. Así lo han reconocido Pío IX, San Juan Pablo II y Benedicto XVI, que han canonizado a muchos de ellos.

En el Evangelio se habla de dos ciegos: el uno grita a Cristo que le cure, el otro vive en su ceguera totalmente instalado, sin esperar nada y habiéndose olvidado de lo que era ver, y Cristo va y le incomoda, le pone barro en los ojos y le dice que se lave en la piscina de Siloé, algo que el ciego, presumiblemente con gran escozor por el barro en sus úlceras oculares, muy molesto, hace rápidamente… Tal vez esta sea la imagen que debería tenerse presente cuando se habla de la evangelización de Japón: ¿cómo no anunciar el Evangelio, cuando el problema de todo hombre es no ver el amor de Dios? Habrá que decírselo aunque le moleste... ¿o no? 

Y para terminar, decir que Martin Scorsese puede ser una persona muy espiritual, pero hace películas, entre otras cosas, para ganar dinero: haber ido a ver al Papa justo antes del estreno, prodigarse en dar entrevistas sobre espiritualidad, son gestos encomiables al tiempo que actos que pueden formar parte de una estrategia comercial. No olvidemos que ya dio cuenta cabal en su película La última tentación de Cristo de que el modo de aproximarse a la religión católica es muy personal y profundamente erróneo. 

Alfonso V. Carrascosa es científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas.
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