Fracaso: rindo el juicio
por Carmen Castiella
Intento comprender los tiempos que vivimos, pero termino rindiendo el juicio ante su complejidad. Tiempos extraños. No es “sucumbir a la tentación del caos que conduce al inframundo de la desesperación” (expresión de Jordan Peterson) sino asumir nuestra incapacidad para juzgarlo todo y sacar conclusiones. Asumir nuestros límites, desconfiando con humor de nuestras minúsculas cabezas. Desconfiar un poco del propio punto de vista nos acerca mejor a lo real. No todos estamos llamados a interpretar los signos de los tiempos. Mientras tanto, sé que “aunque el abismo estaba sumido en la oscuridad, el Espíritu aleteaba sobre el caos” (Génesis 1).
Job sufrió sin comprender. Gritaba a Dios con la confianza de un hijo que está hasta los h…, pero que confía plenamente en la bondad y el poder de su Padre. Mucho se ha discutido sobre si el coronavirus era o no un castigo divino. No lo sé. Pero desconfío de quien se atreva a negarlo tajantemente o afirmarlo con vehemencia. Lo que sí tengo claro a estas alturas es que es una prueba permitida por Dios para nuestra purificación. Más allá de eso, rindo el juicio. Aunque, desde una perspectiva bíblica, no me parece descabellada la postura. Tampoco desde mi visión de madre que a veces, pocas, castiga a sus hijos por su bien y el castigo resulta eficaz. Francamente, ni idea. Gracias a Dios, no me corresponde ese juicio. Mientras tanto, por todo lo perdido durante la pandemia, “el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Job 1:21).
Respecto al análisis de lo vivido, las editoriales preparan un sinfín de ensayos y estudios. Habrá seguro descripciones pormenorizadas de pandemias en la historia, soberbios análisis científicos contradictorios sobre el origen de la pandemia, análisis sociológicos comparando la gestión de los distintos gobiernos o la total falta de liderazgo de nuestros políticos, ensayos psicológicos sobre el aumento de las adicciones, el estrés postraumático y el nuevo “síndrome de la cabaña” que nos va a dejar el Covid. También habrá nuevas tesis jurídicas y artículos doctrinales sobre los límites del estado de alarma y excepción, la constitucionalidad del actual estado de alarma y sus prórrogas, el principio de tipicidad y el régimen sancionador del RD 463/20, etc., que llegan tarde y no impedirán una nueva prórroga del actual estado de alarma tras dos meses de confinamiento. Un auténtico suicidio que está asfixiando la economía y provocando graves abusos de poder. ¡España, despierta! Limitar excesivamente las libertades no suele traer mayor eficiencia sino todo lo contrario. La hiperregulación no lleva a buen puerto y es, habitualmente, síntoma de decadencia y arbitrariedad. La economía no hiberna, no entra en estado basal, sino que se destruye a una velocidad de vértigo. España, ¡despierta! Realmente parece haber alguien empeñado en destruirte.
Sin duda, habrá entre tanto ensayo análisis interesantes. Más ecuánimes y con más perspectiva que este artículo, y otros tantos, escritos con prisas y bajo el shock de lo vivido, a los que se les disculpan meteduras de pata fruto de la precipitación y el estrés y se les reconoce el mérito de opinar conscientes de la falta de perspectiva en un intento errático de arrojar luz.
Pero si esos análisis exhaustivos hechos a posteriori pretenden transmitir nuevamente sensación de seguridad y de control y no parten de la premisa de que esta vez hemos reaccionado tarde y mal, echarán a perder la lección más valiosa de la pandemia: la humildad colectiva. Humildad que brota de la experiencia del fracaso del sistema en el que teníamos una confianza casi ciega. Fracaso. Palabra maldita en Occidente, que vive borracho de autosuficiencia y falso optimismo, confiado en el progreso ilimitado de la ciencia y la tecnología y en el ingenuo consenso de que el hombre ha dominado la naturaleza. Frente a esta adhesión ciega al grupo, hay una vacuna sencilla que sin embargo debe ser aceptada e interiorizada por cada uno: el hombre y todo lo que el hombre construye es vulnerable y mortal; el dolor y la muerte forman parte de la vida humana, que tiene muchas veces forma de cruz.
Esta vez el sistema ha llegado tarde y el selecto “club europeo” muy tarde, porque nadie supo prever la gravedad de la pandemia (sí… Bill Gates profetizó algo similar y Alemania había desarrollado un protocolo para alarmas sanitarias). Pero nadie supo ver las dimensiones reales del minúsculo Covid-19 que, según me dice mi hijo, ni siquiera es un ser vivo sino una especie de parásito genético -para los de letras-. Nuestra sociedad líquida, empachada de sueños gaseosos y de confianza en un crecimiento ilimitado estaba herida de muerte sin saberlo. Lo que dábamos por sentado se ha tambaleado. Se ha abierto el suelo bajo nuestros pies resquebrajando certezas. No echemos a perder estas difíciles semanas de reflexión e incertidumbre construyendo de nuevo sobre arena torres de Babel.
También hay una parte luminosa entre tanta oscuridad. El Covid ha generado muestras maravillosas de solidaridad y de heroísmo. Las madres y padres de familia hemos bajado de nuestras frenéticas ruedas de hámster y hemos descubierto los beneficios del teletrabajo. Este cambio de ritmo, al menos en mi caso, ha sido positivo para mi familia, una lección de vida que espero no olvidar sobre la necesidad de llevar una vida mucho más sencilla y pausada. Más humana. Pero estos aprendizajes son secundarios. Quizás queridos por Dios como parte de nuestra purificación por la pandemia. Pero veo en cuentas de instagram mensajes totalmente autorreferenciales de mujeres hablando de las maravillas que les ha traído el confinamiento a ellas y a los suyos, más tiempo de familia, más tiempo para cocinar y leer, etc. etc. Muy bien. Me alegro. Sin duda, la felicidad se abre camino en tiempos de crisis. Pero nuestros muertos y nuestros parados nos reclaman.
Ha habido héroes entre nuestros sanitarios, por supuesto. Pero no olvidemos que muchos de nuestros muertos han muerto solos y que muchos han muerto por errores humanos que han costado muchas vidas. ¿Hay un fracaso social mayor que la muerte solitaria que les hemos dado a tantos enfermos por miedo al contagio? ¿Hay un fracaso mayor que la muerte inhumana con que hemos pagado el sacrificio de una generación entera que lo dio todo por sus hijos? Dejar que la gente muera sola es de una falta de humanidad muy grave y se llama fracaso. Ha habido errores que han costado muchas vidas y eso se llama fracaso. Las infraestructuras no han estado a la altura del desafío y eso se llama fracaso.
Hasta que uno no muerde el polvo, hay infinidad de realidades que no puede ni atisbar. La más profunda y honesta confrontación de un ser humano consigo mismo, tiene lugar precisamente allí donde fracasa. Estos días, a propósito del encierro, releía la desgarrada y bellísima Balada de la Cárcel de Reading de Oscar Wilde, escrita justo después de cumplir su condena por actos homosexuales en 1895. Wilde, acosado por el miedo y la locura, tiene una hondura y una belleza que sobrecogen, muy superiores al dandismo e ironía de sus primeros tiempos. También adjunto otra de mis favoritas, Ama las preguntas de Rilke, a propósito de rendir el juicio y esperar... Me ha acompañado durante largas épocas de incertidumbre ayudándome a sobrellevar las esperas con más paciencia. A no tener tanta prisa en comprender. Ahí van las dos, aunque pierden en la traducción. La balada es larguísima y esto es solo una muestra:
Rilke
Ten paciencia con todo aquello
que no se ha resuelto en tu corazón
e intenta amar las preguntas por sí mismas,
como si fueran habitaciones cerradas
o libros escritos en una lengua muy extraña.
No busques ahora las respuestas
que no estés preparado para vivir,
pues la clave es vivirlo todo.
Vive ahora las preguntas.
Tal vez las encuentres, gradualmente, sin notarlas,
y algún día lejano llegues a las respuestas.
Oscar Wilde
Andábamos al aire libre
más no como antes se solía;
en unos rostros había miedo,
y eran los otros de agonía:
Nunca antes vi a hombres tan tristes
con tal sed de la luz del día!
Yo ignoro si la ley es justa
o si la ley tiene sus yerros;
sólo sabemos que hay un muro
alto alrededor de los presos,
donde cada día es un año:
Un año de días eternos.
Así acabamos esta vida
en soledad, traición o pena;
unos maldicen en silencio,
llora otro sobre su cadena,
pero la eterna Ley de Dios
es bondadosa y parte
el corazón de piedra.
Y cada corazón humano que se quiebra
en la celda o el patio de una prisión
es como el vaso roto que ofreció
su tesoro al Señor,
y llenó la inmunda casa del leproso
con la fragancia del nardo más caro.
Dichosos aquellos cuyo corazón se rompe
y obtienen la paz del perdón.
¿Cómo si no podría uno enderezar su propósito
y limpiar su alma del pecado?
¿Cómo, salvo a través de un corazón roto,
podría entrar Cristo el Señor?
Este hombre de cuello hinchado
y de amoratada garganta
y con los puros ojos fijos,
espera aún las manos santas
como el ladrón del Paraíso;
a un corazón roto y humillado
no lo despreciará el Señor.
¡Dios no rehusará su alma!
El hombre que lee la Ley
le dio seis semanas de vida
para purificar su alma,
para curar su alma herida,
y limpiar de sangre la mano
que empuñó el arma homicida.
Y con lágrimas de sangre lavó su mano,
La mano que sostuvo el cuchillo:
pues solo la sangre puede borrar la sangre
y solo las lágrimas pueden curar.
Y la mancha roja, que era la de Caín,
se hizo el sello de Cristo, blanco como la nieve.
En la cárcel de Reading, junto a esa ciudad,
hay un hoyo vergonzoso,
y en él yace un desgraciado
consumido por dientes de fuego,
envuelto en una mortaja ardiente
y su tumba no tiene nombre.
El capellán no se arrodilló a rezar
junto a su tumba ignominiosa;
ni la señaló con la cruz bendita
que Cristo ofreció a los pecadores,
porque ese hombre era uno de esos
a los cuales Cristo vino a salvar.
Y allí, hasta que Cristo llame a los muertos,
Dejad que repose en silencio.
(…)
Si quieres contactar con la autora del artículo: ccasties@navarra.es
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