Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

La cultura de la vida y las leyes que la amenazan


La ley ya no es neutral respecto a la naturaleza, sino que se pone al servicio de la contra-naturaleza. En la actualidad, el Estado exige como obligatorios los principios contrarios a los principios naturales, es decir, los antinaturales.

por Monseñor Giampaolo Crepaldi

Opinión

El Observatorio Cardenal Van Thuân ha dedicado mucha atención a la evolución negativa del cuadro legislativo, nacional e internacional, concerniente al tema de la vida. Lo ha hecho dedicando a este tema en particular uno de sus informes anuales sobre la Doctrina social de la Iglesia en el mundo, precisamente el del año 2013, titulado La crisis jurídica o la injusticia legal. Después ha continuado con la publicación de un fascículo del Boletín de Doctrina social de la Iglesia, centrado en la lucha contra las leyes injustas correspondientes a la vida y la familia. Se han hecho otras muchas intervenciones, pero he querido recordar estas dos porque tienen un enfoque homogéneo con la investigación llevada a cabo por el Centro de Estudios Livatino.
 
Este análisis de la evolución (negativa) de la reciente legislación sobre la vida nos ha llevado a algunas conclusiones que me gustaría recordar de manera resumida, para proceder luego a su profundización.
 
La primera y fundamental conclusión es que en las leyes que conciernen el derecho a la vida ha habido un cambio muy significativo cuando se proclamó el “derecho” a estos nuevos derechos. Durante una larga fase la legislación sobre la materia había tolerado algunos comportamientos contrarios al respeto de la vida que nace con leyes que preveían el aborto sólo en casos particulares y excepcionales. En la praxis, la aplicación de las leyes sobre el aborto fue, desde el principio, más amplia de lo que permitía la ley. Hay que reconocer, sin embargo, que hasta un cierto punto de su desarrollo se proclamaba el derecho a la vida en los primeros artículos de los textos legislativos sobre la disciplina del aborto voluntario para pasar, después, a prever la posibilidad de algunas excepciones. Es famoso lo que declaró la ministra francesa Simone Veil al día siguiente de la aprobación de la ley sobre el aborto en su país, el 29 de noviembre de 1974, a saber: que según su interpretación la ley toleraba el aborto sólo en caso de peligro de muerte de la madre. No fue así, pero esto confirma que hubo una primera fase de la legislación que toleraba algunos comportamientos contrarios a la vida, pero no reconocía el derecho al aborto.
 
Seguidamente, las leyes empezaron a contemplar el aborto como un derecho. La ley francesa cambió la expresión “a todas las mujeres embarazadas que se encuentran en una situación de sufrimiento a causa de su estado”, por “a todas las mujeres embarazadas que no desean un embarazo”. En consecuencia, desde hace dos años una ley francesa multa a quien intente, en la red, disuadir a las mujeres de abortar.
 
El reconocimiento del derecho al aborto cambia totalmente el panorama. Si el aborto es un derecho humano y el estado protege y desarrolla los derechos humanos, entonces el estado debe promover el aborto para que se realice un derecho humano, debe favorecer que se acceda a él, debe incluso educar en este nuevo derecho a las nuevas generaciones y la objeción de conciencia se convierte en algo inadmisible.
 
Este paso estratégico se ha verificado recientemente en otras intervenciones legislativas distintas al aborto y que, directa o indirectamente, atañen a la vida, confirmando así que se trata de una tendencia general y que se está consolidando, aunque nuevas experiencias en los Estados Unidos y en Europa del Este dejan espacio a alguna esperanza de inversión de tendencia. Pensemos, por ejemplo, en la sentencia con la que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha abolido la ley federal según la cual el matrimonio es el que tiene como protagonistas a un hombre y una mujer, obligando así a los Estados a reconocer por ley el matrimonio homosexual. O en la ley Taubira [en Francia] sobre el “matrimonio para todos”, que no prevé el derecho a la objeción de conciencia de los alcaldes. En Italia hemos tenido la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la fecundación artificial, con la proclamación del derecho constitucional de una pareja a tener un hijo, para llegar, al final, a dos leyes recientes del Parlamento italiano: la ley Cirinnà y la denominada ley sobre la DAT (Disposición Anticipada de Tratamiento), que tampoco admiten la objeción de conciencia.
 
En todos estos casos se ha superado un límite: el estado no sólo tolera comportamientos contra la vida, sino que se apropia de ellos y los impone. Si las relaciones homosexuales gozan de reconocimiento público y, por lo tanto, contribuyen al bien común, el estado las debe enseñar en los colegios, como enseña la igualdad en dignidad de todas las personas contra el racismo.
 
De esta característica derivan después las otras, que contribuyen a definir la peligrosidad de la situación. Me refiero a los caracteres sistémico e institucional de las leyes contra la vida. El primero es particularmente preocupante: si un ciudadano recurre a los tribunales de justicia internacionales contra el propio ordenamiento estatal, en general no encuentra satisfacción, dada la homogeneidad del espíritu que conforma las decisiones de los tribunales internacionales y el que conforma los ordenamientos nacionales. Es más, como es bien sabido, a menudo son los tribunales internacionales de justicia los que elaboran el procedimiento en los ordenamientos jurídicos de los estados miembros cuando estos no prevén una legislación contra la vida. Esto en lo que atañe al aspecto “sistémico”. El segundo aspecto, el “institucional”, nos dice que todo esto se ha convertido en una “maquinaria” que, procediendo por inercia en virtud de los actos debidos dentro del aparato burocrático, permea unívocamente la administración pública. Los casos italianos de la Oficina Nacional Antidiscriminación Racial (UNAR sus siglas en italiano) y de los proyectos nacionales y regionales de educación para la sexualidad en la escuela pública han demostrado ampliamente la existencia de una institucionalización de la lucha contra la vida y la familia.
 
El moderno Leviatán y su nacimiento de la angustia
Teniendo presente este cuadro bastante preocupante, intentamos proponer algún análisis de sus causas, desde el punto de vista del pensamiento jurídico y político y, también, según la visión de la Doctrina Social de la Iglesia. Lo primero que hay que examinar es el largo recorrido por el cual el poder político y el poder jurídico se han emancipado de los contenidos, situándose en un plano de “neutralidad” respecto los mismos. Se trata del largo proceso de secularización de nuestra civilización jurídica, que insignes juristas como Carl Schmitt o Wolfgang Bökenförde han descrito muy bien desde puntos de vista diferentes.
 
Carl Schmitt ha ilustrado de una manera tal vez insuperable la perspectiva jurídico-política de Thomas Hobbes y como ésta está en la base de cualquier forma de “positivismo jurídico”. El Leviatán de Hobbes es, al mismo tiempo, Dios, hombre, animal y máquina. El proton pseudos, el error inicial del pensamiento político moderno, como recordaba Marino Gentile, ha sido confiar al consenso originado en un pacto los mismos fundamentos de la comunidad política. Esto es lo que hizo Hobbes, según la interpretación que dio Schmitt: “Este pacto no concierne a una colectividad ya dada, creada por Dios, y tampoco a un orden natural preexistente; el Estado es, más bien, como orden y como colectividad, el resultado del intelecto humano y de la capacidad creadora humana, y tiene su propio origen únicamente en el pacto”. Obsérvese que, según Hobbes, también en el estado de naturaleza se pueden hacer pactos, pero serían pactos sociales anárquicos, mientras que el Leviatán se origina más allá de estos pactos, no se constituye a través de un acuerdo, sino más allá de éste y, por consiguiente, es algo incomparablemente superior. A causa de esta superioridad, el Leviatán es como un Dios en la tierra, dada su artificialidad funcional es una máquina, y como Descartes había dicho que el hombre es un “intelecto en una máquina”, el Leviatán de Hobbes es el gran hombre que coincide con la gran máquina.
 
De esta manera se llega a la neutralidad del Estado respecto a los contenidos. Si el Estado es magnun artificium, entonces es un instrumento técnico-neutral cuyo valor está en ser una buena máquina “independiente de cualquier contenido de fines o de convencimientos políticos, y adquiere la neutralidad respecto a los valores y a la verdad propia de un instrumento técnico”. Schmitt distingue correctamente entre “tolerancia” y “neutralización”: en la primera, el Estado tolera el mal porque se siente colmado por el bien; pero, en la segunda, el Estado es neutro respecto al bien como al mal. En la neutralidad, auctoritas potestas coinciden. ¿Acaso no es verdad que las leyes actuales contra la vida presuponen esta concepción del poder y de la ley? También hoy estamos ante un Estado “neutral” y una máquina tan eficaz como formal y puramente relacionada con el procedimiento.
 
Sin embargo, no debemos obviar un aspecto del análisis del Leviatán realizado por Schmitt. Los hombres están obligados a inventar el Leviatán dada la situación de desesperación en la que se encuentran en el estado de naturaleza. Sólo un hombre desesperado puede ponerse en manos de un poder que es Dios, hombre, animal y máquina. El pensamiento político y jurídico moderno de Hobbes o de Bodino nace no sólo de la desesperación del hombre del siglo XVII ante las guerras de religión, sino de la desesperación del hombre solo y desnudo en el estado de naturaleza, un hombre tan desesperado por poder gozar de paz que confía la acción no a un Defensor pacis, como sonaba aún en el siglo XIV la obra de Marsilio de Padua que, sin embargo, iniciaba este largo proceso de reductio ad unum por parte del Estado, sino de un Creator pacis como es, de hecho, el Leviatán. Ese hombre está desesperado porque el Dios-Estado que le garantiza la paz no puede garantizarle también la esperanza.
 
Con el Estado-máquina de Hobbes se funda de manera lúcida y trágica la “neutralidad”, según la cual el “Estado tiene el propio orden en sí mismo y no fuera de él”, pudiendo pretender la obediencia incondicional; si hoy el Estado no permite la objeción de conciencia –como recordaba al inicio–, es porque el Leviatán no puede admitir un “derecho de resistencia” del que la objeción de conciencia es expresión.
 
El moderno “Estado de derecho”
La neutralidad del Estado respecto a contenidos y verdades establecidas de manera tan determinante por Hobbes y expresadas de manera tan gráfica en la síntesis de Dios, hombre, animal y máquina, alimenta también al Estado liberal constitucional y parlamentario del siglo XIX, al que normalmente llamamos “Estado de derecho”. Es la situación en la que, como dijo Max Weber, la legalidad coincide con la legitimidad y el Estado es un “sistema de legalidad estatal que funciona de manera calculable, sin miramientos hacia contenidos de fines, de verdad o de justicia”.
 
Habitualmente, el Estado burgués de derecho se contrapone al Leviatán de Hobbes. Precisamente por esto es digna de atención la versión de Schmitt que, en cambio, lo ve como su prolongación. En el Estado de derecho “el guardián último de cualquier derecho, garante último del orden constituido, fuente última de toda legalidad, tutela y defensa última contra la injusticia, es el legislador y el procedimiento legislativo que éste utiliza”. Cuando, además, la voluntad del Estado se identifica con la voluntad del pueblo, cada ley que es fruto de la voluntad popular expresada por el Parlamento tiene la autoridad y la dignidad que le deriva de su relación con el Derecho. Llegamos, así, a la noción actual de ley: “La ley en una democracia es la voluntad contingente del pueblo dada caso por caso; es decir, en práctica, la voluntad de aquella que, en cada caso, es la mayoría de los ciudadanos electores”.
 
El principio de “neutralidad” fundado por Hobbes continúa y se hace específico en el Estado constitucional y democrático en el que derecho y legalidad se convierten en formas de procedimiento, indiferentes y disponibles a cualquier contenido. La neutralidad entre derecho e injusticia hace posible que el hecho jurídico del “tirano” esté presente también en el Estado burgués de derecho. Tirano es quien ha obtenido el poder de manera ilegal o quien, una vez obtenido de manera legal, lo ejerce de forma ilegal. Quien tiene la mayoría no pertenece a ninguna de estas dos tipologías y, por lo tanto, no puede ser un tirano. La mayoría “no cometerá nunca injusticias, sino que transformará cada acción suya en derecho y legalidad”. Pero precisamente, ésta es la peor tiranía.
 
Insuficiencia de la fórmula de Böckenförde
Es fácil encontrar en la actual legislación contra la vida la perfecta aplicación de estas concepciones de la legalidad coincidentes con la legitimidad. La “neutralidad” hobbesiana y weberiana de la máquina pasa a ser la neutralidad de la máquina legislativa, parlamentaria y democrática. También las democracias liberales entran en el caso del Leviatán.
 
Sin embargo, aquí nace un problema de importante alcance. Al principio de mi intervención he indicado un umbral más allá del cual el Estado, que se presume tolerante, asume como propio un compromiso sistémico e institucional contra los principios no negociables, entre los que el derecho a la vida se sitúa en primer lugar. Carl Schmitt explica bien cómo se ha llegado a la “neutralidad” de la política y de la ley en cuestiones de verdad y de contenido. Pero esta fase –como decía antes– hoy ha sido superada porque la ley ya no es neutral respecto a la naturaleza, sino que se pone al servicio de la contra-naturaleza. En la actualidad, el Estado exige como obligatorios los principios contrarios a los principios naturales, es decir, los antinaturales. Hoy no es negociable el derecho al aborto, o el derecho al matrimonio para todos, o el derecho a tener un hijo a través de la fecundación artificial. Es evidente que ya no se trata de simple neutralidad.
 
Puede ser útil recordar, en este punto, la conocida fórmula de Böckenförde según la cual “el Estado liberal secularizado vive de supuestos que no puede garantizar”. Es una frase que podríamos extender al capitalismo, el cual, según Schumpeter, destruye valores que no es capaz de reconstruir, y a la democracia, fundada sobre valores, come decía Maritain en contraste con Kelsen, que debe suponer para funcionar.
 
La fórmula de Böckenförde plantea el problema de la secularización, en este caso, de la secularización del Derecho, y concluye con una posición que podríamos llamar, de manera provocadora, ratzingeriana: el Estado secularizado debería vivir “como si existiese Dios”, etsi Deus daretur. Pero todos ven que se trata de una posición insostenible. Organizarse como si existiera Dios significaría organizarse como si fuera una hipótesis, basándose en una hipótesis operativa, que no se asumiría en sí, sino en las consecuencias de funcionalidad que permite. Significaría dar crédito al carácter de hipótesis y deducción del pensamiento político y jurídico moderno, que en la hipótesis del estado de naturaleza planteaba el inicio de un razonamiento deductivo impecable y, a la vez, artificial. Es más: impecable precisamente por su artificialidad. Böckenförde plantea el problema de la secularización del Derecho, pero piensa que en un determinado momento –no se conoce por qué motivo–, el Estado secularizado debería arrepentirse y, considerando los efectos devastadores de la secularización, vivir como si existiera Dios, recuperando ya no el fundamento, sino la hipótesis compartida y, por lo tanto, convencional, del fundamento. Es una propuesta de origen kantiano. También el filósofo de Königsberg decía que Dios y el alma no son cognoscibles, pero que es necesario vivir como si (als ob) lo fueran. La actitud recuerda también a Jürgen Habermas, el cual siente la falta del concepto de “naturaleza” para orientarse en campo bioético, pero en la imposibilidad de conocer verdaderamente la naturaleza humana pide, por lo menos, que se proceda, hipotéticamente, como si aquella existiera.
 
Esta visión de la secularización es insostenible, dado que no explica por qué dicho proceso debería, a un cierto punto, detenerse, buscando un probable punto de equilibrio. Por otra parte, la solución de Böckenförde no explica cómo se atraviesa el umbral que he indicado al comienzo de mi intervención. Puede, tal vez, explicar la “neutralidad”, pero no la pretensión del Estado de convertirse en Dios imponiendo, y no sólo tolerando, el mal, y prohibiendo la objeción de conciencia como expresión del derecho de resistencia hacia el tirano.
 
Respecto al proceso de secularización, el pensamiento católico ha expresado, al mismo tiempo, una sumisión poco justificable, vista como una corrosión de lo indisponible, pero pensando –como hace, por ejemplo, Böckenförde–, que en un determinado momento el Estado podrá decidir vivir como si dicha corrosión de lo indisponible no hubiera sucedido. Esto, entre otras cosas, comporta que la corrosión de lo indisponible, en un determinado momento, no se sabe por qué motivo, se detenga y cree un sistema de libertad favorable también al cristianismo. Pero el escenario que he descrito al inicio desmiente todo esto: hoy, la legislación contra la vida quiere volver a plasmar la naturaleza humana anulando la presencia de Dios en el mundo. En la secularización hay, por lo tanto, un alma coherente e imparable que, sin el freno de un Kathecon, tiende a la solución final. También la desesperación tiene una lógica de la que no se puede huir. Es necesario comprender que la fase de la “neutralidad” era el prólogo da la fase sucesiva de la sistematicidad y la institucionalización del mal. Primero el pensamiento político renuncia a Dios, pero después lo combate para eliminarlo; primero renuncia a la naturaleza, pero después la combate para eliminarla y volverla a plasmar. Normalmente se considera que el positivismo, incluido el positivismo jurídico tipo el de Kelsen, por ejemplo, es paradigma de neutralidad. En cambio, cuando la razón, en este caso la razón jurídica, se separa de la religión no puede no transformarse en antirreligiosa. Augusto Del Noce y Cornelio Fabro nos habían puesto en guardia ante este posible equívoco, invitándonos a no caer en el engaño.
 
Algunas consideraciones de futuro
Cuando Joseph Ratzinger, en su inolvidable Discurso de Subiaco del 1 de abril de 2005, invitó a los no creyentes a vivir como si existiera Dios, todos captaron el carácter provocador de dicha afirmación. Con esta provocación, el cardenal y futuro pontífice quería criticar la secularización de la razón que, una vez separada del fundamento religioso, sólo puede acabar en una continua corrosión del sentido, portadora de desgracia. La crítica de Ratzinger al proceso de secularización es más profunda de cuanto se suele pensar. Nos dejó muchos ejemplos, desde el Discurso en la Universidad de Ratisbona de septiembre de 2006, hasta el Discurso al Bundestag alemán del 22 de septiembre de 2011 que, dado el tema, nos concierne de cerca en esta ocasión.
 
Centrándonos brevemente en este último texto, observamos una condena despiadada de la democracia de la mayoría, que retoma las afirmaciones de Schmitt. Sentencia de condena de la equiparación entre legalidad y legitimidad que no puede detenerse sólo en la neutralidad del Estado, sino que necesariamente evoluciona en el Estado creador de un nuevo derecho: la injusticia legal. La visión positivista de la naturaleza, observa Ratzinger, no sólo no consigue captar en la naturaleza un discurso sobre la justicia que pueda dar legitimidad a la legalidad, sino que incluso pone las bases para volver a plasmar la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre. La posición positivista no es sólo de neutralidad, como ya hemos dicho en diversas ocasiones, sino que es contra natura, una violación de la naturaleza de la que el Estado se apropia y que fomenta en primera persona.
 
La invitación, por lo tanto, es volver plenamente a la naturaleza como expresión de una ley moral natural y de un derecho natural. En el Discurso al Bundestag, Benedetto XVI aclaró que “el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios”. Hay que prestar atención a las dos partes de este importante pasaje. Se dice que el terreno de la justicia es, ante todo, el del derecho natural, pero se añade inmediatamente después que esto no puede sostenerse solo, sin el fundamento transcendente en Dios creador. Y no puede ser suficiente fundar el derecho natural en la hipótesis del Dios creador –etsi Deus daretur–, mientras es posible, mediante el reconocimiento de la existencia del derecho natural, recuperar su fundamento en Dios creador, como garantía de la misma laicidad del derecho natural. Con el que el proceso de secularización es combatido hasta el fondo.
 
He aquí, entonces, el resumen conclusivo de mi larga intervención. La secularización ha producido, primero, la neutralidad del Estado; y, después, ha hecho del Estado el primer sujeto comprometido en la imposición de una contra-verdad. La respuesta debe ser confirmar el valor universal y puramente racional del derecho natural, pero como vía para una recuperación también de su fundamento transcendente, sin el cual también el derecho natural es concebido como neutral y, por lo tanto, incapaz de sostenerse e incline, siempre, a ser manipulado en la contra-naturaleza.

Publicado (con notas) en el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia.
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