Sábado, 21 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Romana, católica y en fidelidad con Dios


Roma es única, como única es la Iglesia que es para todos –pero realmente para todos–, por increíble y milagrosa que pueda parecer esta realidad: la católica, esto es, la universal Iglesia de Jesucristo.

por Angela Pellicciari

Opinión

La Iglesia católica es romana. Y es romana porque es católica. No es un juego de palabras.
 
Hay un único lugar en el mundo, una sola ciudad, cuya historia es tan única que puede identificarse con el mundo: Roma. Así lo han creído y repetido, a lo largo de los siglos, poetas, oradores, historiadores y, posteriormente, Padres de la Iglesia, santos y Papas. De esta forma, y aunque parezca algo extraño, cada 1 de enero de cada nuevo año, el obispo de Roma bendice solemnemente a la ciudad y al mundo: urbi et orbi. Porque entre el mundo y la ciudad hay una identidad perfecta.
 
A mediados del siglo I antes de Cristo, el historiador griego Diodoro Sículo sintetizó así la naturaleza de Roma: “Todo el mundo como si fuese una sola ciudad”. Tres siglos después otro griego, el orador Elio Arístides, empleó esas mismas palabras en su Elogio de Roma: “Todo aquí está a disposición de todos. Nadie es extranjero en ningún lugar”. A principios del siglo V, el poeta latino Rutilio Namaciano canta: “Has construido una sola patria para pueblos diversos, has hecho del mundo una ciudad”.
 
En la “plenitud de los tiempos” (Gál 4, 4), cuando Dios se introduce en la historia y la transforma desde dentro porque vence a la muerte, Pedro y Pablo, las columnas, van a Roma. Y en Roma hacen realidad las aspiraciones de universalidad, incluso la pretensión de haberla conseguido, que caracterizaban a la ciudad. Y así: “No hay ya judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28); y también: “No hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro, escita, esclavo, libre, sino todas las cosas, y en todos, Cristo” (Col 3, 11).
 
Roma es única, como única es la Iglesia que es para todos –pero realmente para todos–, por increíble y milagrosa que pueda parecer esta realidad: la católica, esto es, la universal Iglesia de Jesucristo. Esa es la razón de que Pedro venga a Roma. El Evangelio, la Buena Nueva, se dirige al mundo entero y no se puede relegar a los límites de una sola nación: “Porque tú, gente santa y pueblo elegido, ciudad sacerdotal y real, prevaleces por la religión divina más extensamente que por el dominio terrenal”, predica San León Magno en la fiesta de los santos Pedro y Pablo, patrones de Roma (Sermón 82 [80], PL 54, 423). Y una vez más, con ocasión de la fiesta de San Pedro y San Pablo, el 29 de junio de 2008, a distancia de más de mil quinientos años del gran Papa León, Benedicto XVI repite: “Esta es la misión permanente de San Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor”.
 
Todos –y son muchos– los que a lo largo de sus dos mil años de historia han intentado destruir la Iglesia han intentado siempre hacerlo escindiendo el binomio “católico-romano”. Y lo han hecho ocupando materialmente Roma (como los Saboya y los liberal-masones al servicio de las potencias extranjeras que quisieron arrancarle a Roma su identidad sustrayéndola al mundo y convirtiéndola en capital de una nación) o bien, como Lutero, difundiendo el odio y el desprecio hacia la Iglesia romana, definida como reino del Anticristo y como la prostituta de Babilonia vestida de púrpura y escarlata. Lutero intentó convertir en universal la iglesia alemana fundada por él, pero, no consiguiendo transformar Wittenberg en una nueva Roma, se contentó con fundar una iglesia nacional. Y así lo hicieron otros muchos.
 
La Iglesia católica es romana y esa es para todos la garantía de su verdad. De su fidelidad a la voluntad de Dios.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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