Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

¿Para cuándo la transformación de la Iglesia?


por Tote Barrera

Opinión

Trabajo en una organización, Alpha Internacional, que está demostrando tener una capacidad de adaptación sobresaliente ante la crisis del Covid-19. La pandemia ha supuesto para nosotros la revolución digital, y estoy aprendiendo muchísimo acerca de las dinámicas de cambio en la iglesia, pues constantemente estoy en conferencias con cristianos de todo el mundo.

En estos meses he participado en foros y encuentros de España y Latinoamérica, he asistido a encuentros europeos, y me reúno constantemente con mis colegas de toda Europa. Además, disfruto del privilegio que es poder hablar español con mis colegas del otro lado del charco y con mucha gente de Norteamérica con la que me relaciono, ya sea por Alpha u otros proyectos de renovación de la Iglesia como Renovación Divina del padre James Mallon en Canadá.

Esta mañana, tras una reunión por Zoom muy estimulante y ecuménica (los católicos éramos un 30%), he regresado a la realidad de la Iglesia católica en España, repasando comunicaciones personales e institucionales, y reuniones a las que he podido asistir en este tiempo.

El contraste es brutal.

Como el pianista del Titanic que sigue tocando mientras el barco se hunde, parece que toda la reflexión que se está haciendo a nivel “macro” se parece a la que hacemos a nivel “micro” (cómo vamos a organizar los bancos con el aforo que tenemos y cuándo podremos volver a hacer las comuniones para volver a la normalidad lo más pronto posible).

Cuando hablo con vicarios, delegados y directores de servicios transversales a las diócesis o a toda la Iglesia, hay algo que no escucho. Y lo que no se dice, nos define tanto como lo que se dice.

No escucho palabras como adaptación, flexibilidad, anticipación, estrategia u oportunidad que en cambio estoy escuchando constantemente en los foros internacionales. En vez de palabras de discernimiento y análisis de fe (¿qué nos dice Dios? ¿a dónde nos dirige? ¿dónde nos lleva?), no oigo más que palabras como contingencia, recuperar, reabrir, retomar, continuar. Y eso cuando se habla del tema, porque también los hay que simplemente lo ignoran, esperando que pase el chaparrón con la cabeza escondida cual avestruz.

Y todo esto es preocupante porque en este caso no es cuestión de que el barco se hunda, sino de cómo vamos a virar el barco a tiempo antes de pegárnosla con el iceberg.

Sabemos que la Iglesia es un barco de muchísimo tonelaje al que los cambios le cuestan un horror, por lo que llevan años, cuando no décadas y siglos. Pero la realidad es que en un mundo que en solamente cuatro meses se ha visto obligado a cambiar sus paradigmas, modelos de producción y práctica diaria como nunca antes en la historia, no nos podemos permitir el lujo de volver a ser ese gigante que como el oso perezoso duerme dieciocho horas al día y solo baja del árbol una vez a la semana cuando la llamada de la naturaleza hace impostergable la visita al excusado.

Cristo no nos ha llamado a ser meros espectadores, a ver las cosas venir y lamentarnos por un ayer que ya pasó y no volverá. La imagen de una Iglesia apocada, escondida tras las mascarillas, preocupada de cómo vamos a hacer lo de siempre pese a las circunstancias, no se parece en nada a la Iglesia de los Hechos de los Apóstoles, capaz de desbordar al mismísimo Imperio Romano con la fuerza de la Resurrección, el poder del Espíritu Santo, y la libertad de superar la tradición y las costumbres del mundo judío para llegar al mundo entero.

Si algo tenían aquellos apóstoles, obispos, sacerdotes, diáconos y laicos —bautizados todos ellos— era un sentido claro de la responsabilidad personal y grupal que les tocaba asumir (ir y proclamar el Evangelio al mundo entero). Era una genuina Iglesia en salida. Es verdad que no había costumbres a las que volver, tradiciones que salvaguardar, ni peajes del pasado que pagar, pero eso no era lo que les definía. Estaban marcados por la frescura de escuchar al Espíritu y dejarse guiar por los signos de los tiempos, y no temían ni al emperador ni a las circunstancias, porque todo lo veían con ojos de fe.

Ahora, ¿qué hay de la Iglesia en salida a la que nos lleva invitando Francisco desde hace años? Quizás el mejor favor que le han hecho a esta pretendida Iglesia en salida ha sido obligarla a cerrar sus puertas, irse con una patada en el trasero afuera, y preguntarse quiénes somos cuando hemos perdido la cobertura del edificio en el que nos congregamos. Tras años y décadas quejándonos de que no cambian las cosas, la oportunidad es histórica.

Y yo me pregunto si, ante una tan tremenda oportunidad, tenemos los profetas que necesitamos para navegar por este tiempo o si escuchamos a los pocos que hay… y a falta de profetas, me pregunto si estamos dispuestos a asumir nuestra responsabilidad de hijos de Dios.

El mundo lo tiene claro… nos habla de oportunidad, cambio, adaptación y revolución, y por eso el NASDAQ está subiendo más que en toda la historia. Mientras, nosotros nos sentimos derrotados, recortados, restringidos en nuestros aforos… y eso pasa porque no queremos ver lo que para cualquiera debería ser obvio: que esto que estamos viviendo no tiene vuelta atrás, y por más que queramos, no podemos volver a la antigua normalidad y hacer como que aquí no ha pasado nada.

Aunque mañana desaparecieran todas las pandemias, la vuelta al antiguo régimen ya no es una opción, por más que nos empeñemos en tocar la sintonía del Titanic.

Al final, la realidad es tozuda, y lo que no queramos ver o hacer ahora, acabará por chocar con nosotros y llevarnos a pique.

La nueva normalidad para la Iglesia es una oportunidad para regresar a la que siempre debería haber sido la normalidad: una Iglesia planteada desde la misión, no desde la calefacción de los bancos y los edificios seguros. Una Iglesia donde Dios salve, no solo que dé comida. Una Iglesia donde brille el poder de la Resurrección y se haga presente la esperanza futura para toda la humanidad…

Y aunque a muchos guardianes de la tradición y el lenguaje les suene profano… una Iglesia con un liderazgo asumido por cada uno en su nivel (por todos), que sea capaz del cambio que Dios le pide como organización para poder seguir cumpliendo con su misión.

Si no estamos dispuestos a cuestionarnos si estamos cumpliendo nuestra misión, si todo lo que anhelamos es que las cosas vuelvan a la normalidad y pase esta pesadilla cuanto antes, entonces tristemente esta oportunidad se nos va a pasar delante de las narices y cuando nos demos cuenta nos habremos pegado una monumental galleta con el iceberg que tenemos a la vuelta de la esquina.

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