El Bautista me lo dijo
Miércoles 29 de agosto. La liturgia católica recuerda el martirio de Juan Bautista. En la Misa de ese día me encaré con él. El primo del Señor había sido apresado por reprochar al rey Herodes su comportamiento sexual: adulterio y, para peor, con la mujer de su hermano. El rey hizo apresar a Juan para acallarlo pero, como le tenía aprecio, no le hacía más daño que mantenerlo privado de libertad, hasta que la amante y cuñada se las arregló para obtener la cabeza de Juan.
“¿Por qué te complicaste la vida metiéndote con la moral sexual del rey?”, le dije a Juan antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo.
“Porque daba mal ejemplo al pueblo”, me contestó.
Repliqué: “¿Por qué te metiste con la moral sexual del pueblo entonces? Hasta ese momento tu predicación era efectiva: muchos se bautizaban y así ibas preparando el terreno para la aparición del Señor. Debiste quedarte callado. Después de dos mil años los cristianos hemos aprendido que el Estado y la Iglesia corren por carriles separados, que debemos vivir nuestra moral como una cosa privada, en nuestras casas, sin llevarla al espacio público y sin cuestionar lo que el Estado diga o muestre. Mira el lío en que nos encontramos: nos opusimos a la revolución sexual y a la ideología de género pero la contaminación igual entró a la Iglesia y de la peor manera. Ahora nos morimos de vergüenza y el mundo nos restriega en la cara nuestros errores. Parece que tenían razón esos curas que decían que lo importante era la moral social y no la moral sexual. ¿Qué tenía que ver la moral sexual de Herodes y del pueblo con tu misión?”.
Me miró con cierta dureza y dijo: “Tú, que sabes tanto de estas cosas, ¿no te das cuenta de que sin una adecuada moral sexual personal no se puede recibir a Cristo? Y como los gobernantes dan ejemplo al pueblo, el adulterio de Herodes perjudicaba mi misión”.
La explicación de Juan me dejó perplejo. En eso estaba cuando un raspacachos me hizo aterrizar para escuchar la primera lectura, del profeta Jeremías, que ya empezaba: “En cuanto a ti, cíñete la cintura, levántate y diles todo lo que yo te ordene. No te dejes intimidar por ellos, no sea que te intimide yo delante de ellos. Mira que yo hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce, frente a todo el país… Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque yo estoy contigo para librarte”.
Entendí: Juan no podía dejar de reprochar a Herodes. De igual manera, la Iglesia, los cristianos, yo, no podemos dejar de creer en, ni de proclamar, aquello que sabemos es la verdad, incluida la verdad sobre la sexualidad. Enseguida me invadió el miedo: “No podemos, no somos capaces, no estamos a la altura… ¿qué vamos a hacer?”.
Un segundo raspacachos me volvió a aterrizar cuando empezaba el salmo: “Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca tenga que avergonzarme!... Sé para mí una roca protectora, tú que decidiste venir siempre en mi ayuda… Porque tú, Señor, eres mi esperanza y mi seguridad desde mi juventud… En ti me apoyé desde las entrañas de mi madre; desde el seno materno fuiste mi protector… Mi boca anunciará incesantemente tus actos de justicia y salvación…”.
Pues que así sea.