El inesperado pan debajo del brazo que me trajo mi tercer hijo
por Sara Martín
He dudado mucho si escribir este artículo o no. Por un lado, no quería hacerlo demasiado personal porque no creo que mi vida interese mucho a nadie. Por otro lado, haciéndolo generalista corría el riesgo de aparentar que sé del tema y puedo dar consejos, cuando nada más lejos de la realidad. Soy perfectamente consciente de que lo mío no es nada comparado con lo que viven otras personas. Me siento novata en esto de la salud precaria. Pero aún así todo lo que he vivido y estoy viviendo creo que tiene un valor que podría resultar útil a alguien. Puede que me equivoque. En el peor de los casos me servirá para poner en orden mis ideas. Allá va.
Sin entrar en muchos detalles, a unos últimos meses de embarazo difíciles con situaciones familiares complicadas y agotantes, hubo que sumar que una semana tras el parto tuve un cólico renal. Desde entonces pruebas de hospital, una operación, y semana a semana pérdida de calidad de vida hasta llegar al día de hoy. Llevo ya tres semanas sin salir de casa porque mi salud no lo permite. Nos ayudan señoras de la limpieza, familiares y amigos a sostener el barco familiar. Mi marido se divide todo lo que puede para hacer la compra, atender a los niños y dejarme descansar por la noche (¡Gracias, cariño!). En pocos días me vuelven a operar. Puede que sea la luz al final del túnel que estamos esperando, o puede que no. Y todo esto lo he contado para poner en antecedentes, no es mi intención suscitar compasión, de verdad que no.
Ahora voy al meollo de la cuestión. ¿Qué se puede aprender de todo esto? ¿Qué me está enseñando la enfermedad?
No sabría ni por dónde empezar, porque me ha enseñado muchísimo. Para empezar (por escoger una, porque no es la más importante tampoco) que vivimos sólo una vez y que se nos ha dado un solo cuerpo para hacerlo. Y este cuerpo que durante estos últimos seis meses he visto tan maltrecho hay que cuidarlo. En primer lugar, agradeciendo todo lo que hace por nosotros. En mi caso cuatro embarazos (uno en el cielo, tres aquí) y treinta y cinco años de una vida bastante saludable para lo poco que lo he cuidado. Así que una enseñanza sería justamente ésta: basta de despreciar mi cuerpo por los defectos que le encuentro. Al contrario, tengo que agradecerle lo mucho que ha hecho por mí. Tengo solo una vida, ¿por qué malgastarla concentrándome en lo que no me gusta de él? Nos vamos a hacer compañía hasta la tumba, ¿por qué no llevarnos bien? Mi cuerpo se merece respeto y amor, porque Dios lo pensó y lo quiso así, tal y como muchas veces yo no lo acepto. Y además, como la cruz de la misma moneda, este cuerpo tengo que cuidarlo. En estos meses he repasado con dolor cada uno de estos años en los que he comido fatal días y días seguidos, en los que no he querido moverme del sofá y en los que, repito, lo he mirado no con indiferencia, sino con odio. Años y años en los que no lo he cuidado en absoluto, utilizándolo como quien piensa que siempre funcionará sin prestarle la atención debida. Lección aprendida. No es que ahora me vaya a convertir en una vegana adicta al fitness, pero lección aprendida. No volveré a vivir en guerra con mi cuerpo.
En cualquier caso no es ni mucho menos la única lección. Y, aun siendo importante, tampoco es la más importante de todas. La siguiente lección es la de la fragilidad. Mi fragilidad personal. No me refiero a la del cuerpo, que ya he dejado clara antes. Me refiero a la fragilidad existencial. Estamos de paso. La vida es tan breve y nuestro tiempo tan escaso que a veces los perdemos en tonterías. Buscando cosas y momentos extraordinarios, cuando lo ordinario es extraordinario. No lo digo por decir: ahora miro con envidia a mi marido cuando baja al parque con las niñas, y los veo reír y bromear entre ellos mientras yo estoy al otro lado de la ventana, esperando -con paciencia o con impaciencia, depende del día- mi turno. Miro con envidia a quien sale a pasear a mi bebé de dos meses mientras yo los saludo desde la puerta. Miro con envidia a quien puede hacerse unos largos en la piscina mientras yo sigo sentada. Esos momentos para mí no tienen nada de ordinario. Son la vida en su plenitud. ¿Quién nos ha engañado diciéndonos que la plenitud era algo que estaba a miles de kilómetros de distancia, o en una vida completamente diferente a la nuestra, llena de esclavitudes que falsamente llamamos libertades?
Vuelvo a repetir que no quiero compasión. Al principio viví mi situación y mis limitaciones con victimismo, con ira, con rabia, con resignación… Según el momento. Pero luego me di cuenta de que yo podía igualmente hacer muchas cosas que otras personas en peores situaciones de salud que la mía no podían: podía y puedo ver a mis hijos, acostarlos, preparar la cena y cenar con mi familia, estar en mi casa y no en un hospital. Puedo leer libros, puedo escribir artículos, puedo reflexionar. Tengo un techo, un marido que me quiere, tres hijos que me han sido donados sin mérito ninguno, tengo acceso a cuidados médicos. No me falta de nada. Y de repente, visto así, concentrándome en lo que sí tengo, la fragilidad de la vida, que a veces puede atemorizar, se ve de otra manera. Es una fragilidad que quiero preservar para disfrutar de cada momento que Dios me regala, cada cosa que inmerecidamente tengo. El día que dejé de pensar en lo que había perdido por el camino y me concentré en lo que aún tenía -¡que es mucho!- todo cambió a mejor. Mi resignación se tornó en paciencia, que es diferente. Empecé a pensar en los tiempos de Dios, que no son los míos. En el misterioso designio que hay detrás de todo esto para con mi familia. Nada es casualidad. La persona que era hace seis meses no es la que soy ahora. La madre que era antes ya no es la misma que la de ahora. La empatía que tenía con los enfermos antes no es la que experimento ahora.
Más lecciones. Justamente conectado a lo último que decía, no soy la misma madre que antes. En estos meses he tenido que adaptar mis exigencias y expectativas familiares. Uy, qué digo adaptar. Más bien disminuir. Pero mucho, mucho. Y en algunos casos incluso eliminarlas por completo. Convivimos con un nuevo grado de caos familiar nunca visto. Con esto no quiero decir que el desorden o la suciedad nos coma, eso no. Soy la primera que piensa que el orden y la limpieza de la casa generan paz y calma. En mí en primer lugar, y en la familia como consecuencia. Pero sí es verdad que no pretendo que todo esté en su sitio, y ni mucho menos perfectamente limpio. Toda una nueva era para mí. Hay un tiempo para limpiar y ordenar. Y lo que no dé tiempo, se queda sin hacer, que la vida sigue y no se la puede pasar una pensando en la casa. O mejor dicho, claro que hay que pensar en ello, pero como un acto de servicio a la familia, no como un acto de egoísmo (para mi propia calma) o de ego (para que lo vean los demás). He comprendido que mi tiempo tiene que estar dedicado a actos que cuentan para la eternidad: el servicio, la oración, la profundización en mi fe, la formación personal para darme más y mejor, las relaciones humanas. El resto, vanidad de vanidades.
Y una última lección. En realidad ni siquiera es la última, pero este artículo está quedando tan largo que me avergüenzo de dar tanto la vara. La última lección es y debería haber sido la primera. La realidad más profunda de la vida es que vivimos solos con Dios. Aunque estemos rodeados de gente y especialmente de nuestra familia, la relación que más importa, la que permanece, la que nos mantendrá a flote y en la que merece la pena invertir todo (porque se revertirá a su vez en las relaciones personas de nuestro entorno) es la que tenemos con nuestro Padre del Cielo. Cuanto más estamos con Él, más estamos presentes en nuestra vida cotidiana, más la gustamos, más nos damos con alegría, más podremos transmitir el amor que hemos recibido. Y qué decir de la Virgen. Aún más y mejor. Aunque sólo fuera por haberla conocido y gustado tanto, habría merecido la pena todo este tiempo. Qué compañera de fatigas más excelsa. Efectivamente nadie como ella para ser refugio de los afligidos.
Dicho todo lo dicho, y aún inmersa en este tiempo difícil que parece que nunca se va a acabar, no puedo sino reconocer que está siendo un tiempo de gracia. Si dijera que sólo ha sido una pesadilla estaría mintiendo. Es más, cuanto más ha pasado el tiempo más ha evolucionado mi visión de él. Me siento inmensamente afortunada. He comprendido de que la vida no va de vivirla al máximo con salud, sino de vivir y hacer lo mejor posible con el tiempo y la vida que se nos ha concedido, sea cual sea, incluso si es sólo dentro de mi casa porque no puedo salir a la calle. Incluso cuando querría sentarme en el suelo a jugar con mis hijas pero no puedo. O incluso cuando veo el baño sucio pero tengo que aceptar que hoy ya no tengo más fuerzas que gastar para eso. Make the most of it, dicen los ingleses. Aprovecha al máximo la vida, pero en el mejor de los sentidos.
Si habéis llegado hasta aquí quizá os hayáis preguntado qué tiene que ver mi foto embarazada arriba del todo. Pues bien, ahora miro con cierta ternura a esa Sara que estaba al final de un embarazo físicamente agotador pensando que ya en breve, en cuanto diese a luz, vería la luz al final del túnel. Ay, cara mia, si tú supieras la que se te iba a venir encima… Y es que el pan debajo del brazo que trajo el pequeño Pablo no era el que nos esperábamos. No, qué va, ha sido muchísimo mejor. Así que valor, porque también en los tiempos de prueba hay muchos regalos escondidos.
Gracias por todo, Señor.
PD: Estoy convencida de que todas las personas que han llegado hasta aquí (no sé si serán muchas…) han vivido en sus carnes tiempos difíciles, de prueba física y mental. Os invito a dejar en los comentarios también todo lo que habéis aprendido. Nos puede ser de utilidad y conforto a todos: ¡No os lo quedéis para vosotros!
Publicado en Mujeres teníamos que ser.