Aprendió a espiar en los bosques rusos bajo control nazi
Natasha, espía soviética en la Guerra, técnica de cohetes espaciales... y monja
Lo que cambió su vida no fue ni la guerra, ni el ejército ni la ciencia espacial, sino una cabaña humilde de troncos habitada por un cura joven.
En febrero de 2012 moría una anciana monja ortodoxa de 90 años, que durante mucho tiempo no había podido ni siquiera caminar, debido a la fractura de una pierna. Era la Madre Adriana Málysheva. Estar prácticamente encerrada en su celda dependiendo de otras personas no le había impedido bromear, canturrear y mostrar una memoria prodigiosa. Porque la Madre Adriana tenía mucho que contar y la periodista Anna Danílova, redactora en jefe del portal “Pravoslavie i Mir”, tomó nota y presentó este 2 de octubre su libro “De exploradora a monja”, recogiendo una vida intensa.
Hija no deseada
Al nacer, la pequeña Natasha Málysheva no trajo felicidad a su madre: ella esperaba a un hijo y a nadie más. “La decepción al ver a su pequeña recién nacida fue insoportable para la mujer y desde los primeros días esto complicó la vida de una niña que no tenía ninguna culpa”, diría después la anciana Madre Adriana.
La niña tuvo que ganarse amor y atención desde la más corta infancia, aprendió a leer a los cinco años, repetía todos los deberes que preparaba su hermana mayor, así que después los maestros del colegio no sabían qué hacer con ella. Aprendió a divertirse sola. Por ejemplo, le gustaba jugar a correr y pillar al sol que bajaba detrás del horizonte, segura de que aquella vez sí que lo conseguiría…
La niña y el Hombre en la Cruz
Cuando tenía cinco años, Natalia se encontró con Cristo. En el monasterio moscovita de la Pasión, entonces aún no destruido, le enseñaron una Cruz en la que estaba un Hombre. Unos clavos le atravesaban los pies. La Natalia de cinco años hizo todo lo que pudo para sacar, con los dientes, los clavos de los pies del Salvador. No tuvo éxito. Pero algo quedó clavado en su alma.
La Segunda Guerra Mundial
En 1941 estalló la guerra con Alemania. Primero pensaban que duraría unos días, que vencerían al enemigo sin tiempo siquiera para ir a para defender la Patria. Pero pasaban los meses y la guerra se alargaba. “Las bombas caían en la céntrica calle Arbat, frente al teatro Bolshoy. Me daba cuenta de que las cosas no iban como nos imaginábamos. Nos preparábamos para celebrar una victoria pero en la radio hablaban de prisioneros y grandes cantidades de heridos…”
Natalia se fue al frente, como voluntaria, en octubre de 1941. No tenía dudas, sabía que lo tenía que hacer. “Pasé por casa sólo para recoger un par de cosas necesarias. Antes también me iba de enfermera nocturna al hospital, así que mi mamá no sospechó nada”, recuerda.
Exploradora para espiar
Enseguida la apuntaron en un equipo de exploradores. Ella hablaba un buen alemán y su aspecto de adolescente le ayudaba. Aprendió a arrastrarse, a orientarse en el inmenso bosque ruso, a observar y, sobre todo, a no dejar a sus compañeros en la desgracia.
Una vez tuvo que salvar a un compañero herido: le habían abandonado en terreno abierto controlado por los nazis. Natalia ignoró la orden de abandonarlo y fue a buscarlo. “Cuando encontré a Yuri, abrió los ojos y susurró: “¡Has venido! Yo ya temía que me habíais abandonado”. Y me miró así, con esos ojos, y entendí: si me veo otra vez en tal situación, iré a buscar a cualquiera sólo para volver a ver tanta gratitud y tanta felicidad en los ojos. Teníamos que arrastrarnos por un lugar abierto. Yo, pequeña y ágil, lo había logrado, pero ¿qué hacer con un hombre herido? Le vendé como pude y pedí que me ayudara con los brazos y la pierna sana. Y mientras nos acercábamos al claro, comenzó a nevar. ¡Caían unos copos de nieve húmeda, gordos, como trozos de algodón en el teatro! Y bajo este manto de nieve pasamos el sitio peligroso".
Una muchacha rodeada de hombres
Lo peor en el frente era la vida cotidiana. La vida de una muchacha rodeada de hombres. “Lo difícil que era, entre nuestros chicos, ¡ir detrás de un arbusto! Imagínate, vamos en esquís, y yo comienzo a retrasarme poco a poco, para hacer mis cosas mientras no me miran. Pero no, en seguida todos preocupados: “Chicos, menos prisa, que Natalia está cansada”. Una vez elegí a uno de los más mayores y le digo: “¿De verdad sois tan tontos?” Al pobre hombre no se le ocurría que no podía decírselo directamente”.
Pero quizá nunca habría habido Madre Adriana de no ser por un soldado alemán. El soldado que una vez la atrapó. Era una guerra cruelísima, donde ambos bandos realizaban auténticas barbaridades con civiles y con militares. Pero aquel soldado la miró y murmuró: "Yo no peleo con criajas". Y la dejó marchar. Quién sabe lo que le pasó a ese militar en aquel frente teñido de sangre.
Paz con cohetes
Después de la guerra, llegó la paz, y Natalia pasó a ser mayor del Ejército en la reserva. Estudió en la universidad de técnicas aeroespaciales y comenzó a trabajar con Serguey Koroliov, el legendario ingeniero y diseñador de cohetes espaciales. Primero fueron años de labor entusiasta en el equipo de Koroliov, pero tras la muerte trágica de éste, se vio en una típica “entidad” soviética donde nadie se apasionaba por su trabajo, nadie se quedaba de noche, etc... Se venía a cobrar, no a esforzarse. Y ella se sentía vacía.
La cabaña del cura hijo de coronel
En aquella época una amiga le reveló un secreto: su hijo Serguey acababa de ordenarse sacerdote ortodoxo y la invitaba a ir con ella a visitarle en un pueblo pequeño.
“El joven, en respuesta a mi saludo “hola, Serguey” con una tranquila severidad me dijo: “padre Silvestre”. Nos alojamos en una isba con un diminuto huerto. Una habitación era la celda del padre Silvestre, en la otra había lo más mínimo para alojar invitados. Las paredes eran de troncos con un aislante que salía de todas las grietas, ni siquiera tenía cortinas. Las demás “comodidades”... allá fuera. Recordé el lujoso piso de su padre coronel en Moscú, pero en vez de horrorizarme o protestar sentí una ola de entusiasmo y alegría: “Señor, pensé, ¡cuán fuerte es la fe que has dado a este joven para que así, voluntariamente, quisiera dejar una vida acomodada y vivir aquí, en el quinto pino, solo pero con tanta tranquilidad y paz en su alma!”
El cambio que observó en el padre Silvestre fue lo que transformó a Natalia. Comenzó a frecuentar la iglesia, a leer el Evangelio… Todo lo que antes valoraba como el sentido de su vida: el trabajo, actividad social, llamar la atención de los demás... rápidamente todo eso perdió su atractivo.
Encontró un director espiritual y empezó a colaborar en la restauración de la filial moscovita del monasterio de Pyhtaa, un monasterio ortodoxo en Filandia. Se jubiló ante el asombro de los colegas para dedicarse en pleno a su nueva vida.
Hermana Adriana
Allí, en el monasterio restaurado, abrazó la vida religiosa. Le gustaba muchísimo su nombre de siempre, Natalia. ¿Cuál sería el nuevo nombre monacal que le impondría el obispo? “Nunca olvidaré cuando el obispo dijo: “nuestra hermana Adriana”. Apenas pude controlar mi júbilo. Desde entonces me quedaba para siempre con mi santa patrona Natalia, porque ella y su santo esposo Adrián eran una sola alma y una sola carne”.
Los últimos años la madre Adriana no podía caminar: a consecuencia de una grave fractura ella, antes siempre activa, bailarina, esquiadora... quedó atada a un sillón dependiendo de los demás. Murió en febrero de este año.
Las dos reglas de su vida
“En mi vida hay dos reglas", resumía la anciana religiosa su enseñanza. "Nunca demores allí donde deseas quedarte. Lo aplico en todas las situaciones de mi vida. La segunda regla vino con los años: nunca muestres a nadie que estás enfadada. No reacciones a las regañinas o falta de respeto. Lo mejor es controlarte y contestar con tranquilidad: “¿Te pasa algo? Estás de mal humor?” Quizá esta forma de humildad es algo egoísta, pero al menos es humildad. Ni por un minuto admito la grosería en mis relaciones. Siempre funciona”.
El libro sobre su vida ha sido editado por “Nikea”, editorial y casa comercial de libros ortodoxos. Otro libro de esta editorial, “Santos no santos y otras historias”, del archimandrita Tíjon (Shevkunov) consiguió en un año más de un millón de ejemplares vendidos y ganó el prestigioso premio del Libro del Año 2012 en denominación de prosa.
Hija no deseada
Al nacer, la pequeña Natasha Málysheva no trajo felicidad a su madre: ella esperaba a un hijo y a nadie más. “La decepción al ver a su pequeña recién nacida fue insoportable para la mujer y desde los primeros días esto complicó la vida de una niña que no tenía ninguna culpa”, diría después la anciana Madre Adriana.
La niña tuvo que ganarse amor y atención desde la más corta infancia, aprendió a leer a los cinco años, repetía todos los deberes que preparaba su hermana mayor, así que después los maestros del colegio no sabían qué hacer con ella. Aprendió a divertirse sola. Por ejemplo, le gustaba jugar a correr y pillar al sol que bajaba detrás del horizonte, segura de que aquella vez sí que lo conseguiría…
La niña y el Hombre en la Cruz
Cuando tenía cinco años, Natalia se encontró con Cristo. En el monasterio moscovita de la Pasión, entonces aún no destruido, le enseñaron una Cruz en la que estaba un Hombre. Unos clavos le atravesaban los pies. La Natalia de cinco años hizo todo lo que pudo para sacar, con los dientes, los clavos de los pies del Salvador. No tuvo éxito. Pero algo quedó clavado en su alma.
La Segunda Guerra Mundial
En 1941 estalló la guerra con Alemania. Primero pensaban que duraría unos días, que vencerían al enemigo sin tiempo siquiera para ir a para defender la Patria. Pero pasaban los meses y la guerra se alargaba. “Las bombas caían en la céntrica calle Arbat, frente al teatro Bolshoy. Me daba cuenta de que las cosas no iban como nos imaginábamos. Nos preparábamos para celebrar una victoria pero en la radio hablaban de prisioneros y grandes cantidades de heridos…”
Natalia se fue al frente, como voluntaria, en octubre de 1941. No tenía dudas, sabía que lo tenía que hacer. “Pasé por casa sólo para recoger un par de cosas necesarias. Antes también me iba de enfermera nocturna al hospital, así que mi mamá no sospechó nada”, recuerda.
Exploradora para espiar
Enseguida la apuntaron en un equipo de exploradores. Ella hablaba un buen alemán y su aspecto de adolescente le ayudaba. Aprendió a arrastrarse, a orientarse en el inmenso bosque ruso, a observar y, sobre todo, a no dejar a sus compañeros en la desgracia.
Una vez tuvo que salvar a un compañero herido: le habían abandonado en terreno abierto controlado por los nazis. Natalia ignoró la orden de abandonarlo y fue a buscarlo. “Cuando encontré a Yuri, abrió los ojos y susurró: “¡Has venido! Yo ya temía que me habíais abandonado”. Y me miró así, con esos ojos, y entendí: si me veo otra vez en tal situación, iré a buscar a cualquiera sólo para volver a ver tanta gratitud y tanta felicidad en los ojos. Teníamos que arrastrarnos por un lugar abierto. Yo, pequeña y ágil, lo había logrado, pero ¿qué hacer con un hombre herido? Le vendé como pude y pedí que me ayudara con los brazos y la pierna sana. Y mientras nos acercábamos al claro, comenzó a nevar. ¡Caían unos copos de nieve húmeda, gordos, como trozos de algodón en el teatro! Y bajo este manto de nieve pasamos el sitio peligroso".
Una muchacha rodeada de hombres
Lo peor en el frente era la vida cotidiana. La vida de una muchacha rodeada de hombres. “Lo difícil que era, entre nuestros chicos, ¡ir detrás de un arbusto! Imagínate, vamos en esquís, y yo comienzo a retrasarme poco a poco, para hacer mis cosas mientras no me miran. Pero no, en seguida todos preocupados: “Chicos, menos prisa, que Natalia está cansada”. Una vez elegí a uno de los más mayores y le digo: “¿De verdad sois tan tontos?” Al pobre hombre no se le ocurría que no podía decírselo directamente”.
Pero quizá nunca habría habido Madre Adriana de no ser por un soldado alemán. El soldado que una vez la atrapó. Era una guerra cruelísima, donde ambos bandos realizaban auténticas barbaridades con civiles y con militares. Pero aquel soldado la miró y murmuró: "Yo no peleo con criajas". Y la dejó marchar. Quién sabe lo que le pasó a ese militar en aquel frente teñido de sangre.
Paz con cohetes
Después de la guerra, llegó la paz, y Natalia pasó a ser mayor del Ejército en la reserva. Estudió en la universidad de técnicas aeroespaciales y comenzó a trabajar con Serguey Koroliov, el legendario ingeniero y diseñador de cohetes espaciales. Primero fueron años de labor entusiasta en el equipo de Koroliov, pero tras la muerte trágica de éste, se vio en una típica “entidad” soviética donde nadie se apasionaba por su trabajo, nadie se quedaba de noche, etc... Se venía a cobrar, no a esforzarse. Y ella se sentía vacía.
La cabaña del cura hijo de coronel
En aquella época una amiga le reveló un secreto: su hijo Serguey acababa de ordenarse sacerdote ortodoxo y la invitaba a ir con ella a visitarle en un pueblo pequeño.
“El joven, en respuesta a mi saludo “hola, Serguey” con una tranquila severidad me dijo: “padre Silvestre”. Nos alojamos en una isba con un diminuto huerto. Una habitación era la celda del padre Silvestre, en la otra había lo más mínimo para alojar invitados. Las paredes eran de troncos con un aislante que salía de todas las grietas, ni siquiera tenía cortinas. Las demás “comodidades”... allá fuera. Recordé el lujoso piso de su padre coronel en Moscú, pero en vez de horrorizarme o protestar sentí una ola de entusiasmo y alegría: “Señor, pensé, ¡cuán fuerte es la fe que has dado a este joven para que así, voluntariamente, quisiera dejar una vida acomodada y vivir aquí, en el quinto pino, solo pero con tanta tranquilidad y paz en su alma!”
El cambio que observó en el padre Silvestre fue lo que transformó a Natalia. Comenzó a frecuentar la iglesia, a leer el Evangelio… Todo lo que antes valoraba como el sentido de su vida: el trabajo, actividad social, llamar la atención de los demás... rápidamente todo eso perdió su atractivo.
Encontró un director espiritual y empezó a colaborar en la restauración de la filial moscovita del monasterio de Pyhtaa, un monasterio ortodoxo en Filandia. Se jubiló ante el asombro de los colegas para dedicarse en pleno a su nueva vida.
Hermana Adriana
Allí, en el monasterio restaurado, abrazó la vida religiosa. Le gustaba muchísimo su nombre de siempre, Natalia. ¿Cuál sería el nuevo nombre monacal que le impondría el obispo? “Nunca olvidaré cuando el obispo dijo: “nuestra hermana Adriana”. Apenas pude controlar mi júbilo. Desde entonces me quedaba para siempre con mi santa patrona Natalia, porque ella y su santo esposo Adrián eran una sola alma y una sola carne”.
Los últimos años la madre Adriana no podía caminar: a consecuencia de una grave fractura ella, antes siempre activa, bailarina, esquiadora... quedó atada a un sillón dependiendo de los demás. Murió en febrero de este año.
Las dos reglas de su vida
“En mi vida hay dos reglas", resumía la anciana religiosa su enseñanza. "Nunca demores allí donde deseas quedarte. Lo aplico en todas las situaciones de mi vida. La segunda regla vino con los años: nunca muestres a nadie que estás enfadada. No reacciones a las regañinas o falta de respeto. Lo mejor es controlarte y contestar con tranquilidad: “¿Te pasa algo? Estás de mal humor?” Quizá esta forma de humildad es algo egoísta, pero al menos es humildad. Ni por un minuto admito la grosería en mis relaciones. Siempre funciona”.
El libro sobre su vida ha sido editado por “Nikea”, editorial y casa comercial de libros ortodoxos. Otro libro de esta editorial, “Santos no santos y otras historias”, del archimandrita Tíjon (Shevkunov) consiguió en un año más de un millón de ejemplares vendidos y ganó el prestigioso premio del Libro del Año 2012 en denominación de prosa.
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