Modos erróneos y correctos de orar, según el Vaticano
Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana
I. Introducción
1. El deseo de aprender a rezar de modo auténtico y profundo está vivo en muchos cristianos de nuestro tiempo, a pesar de las no pocas dificultades que la cultura moderna pone a las conocidas exigencias de silencio, recogimiento y oración. El interés que han suscitado en estos años diversas formas de meditación ligadas a algunas religiones orientales y a sus peculiares modos de oración, aun entre los cristianos, es un signo no pequeño de esta necesidad de recogimiento espiritual y de profundo contacto con el misterio divino. Sin embargo, frente a este fenómeno, también se siente en muchos sitios la necesidad de unos criterios seguros de carácter doctrinal y pastoral, que permitan educar en la oración, en cualquiera de sus manifestaciones, permaneciendo en la luz de la verdad, revelada en Jesús, que nos llega a través de la genuina tradición de la Iglesia.
La presente Carta intenta responder a esta necesidad, para que la pluralidad de formas de oración, algunas de ellas nuevas, nunca haga perder de vista su precisa naturaleza, personal y comunitaria, en las diversas Iglesias particulares. Estas indicaciones se dirigen en primer lugar a los obispos, a fin de que las hagan objeto de su solicitud pastoral en las Iglesias que les han sido confiadas y, de esta manera, se convoque a todo el pueblo de Dios —sacerdotes, religiosos y laicos— para que, con renovado vigor, oren al Padre mediante el Espíritu de Cristo nuestro Señor.
2. El contacto siempre más frecuente con otras religiones y con sus diferentes estilos y métodos de oración han llevado a que muchos fieles, en los últimos decenios, se interroguen sobre el valor que pueden tener para los cristianos formas de meditación no cristianas. La pregunta se refiere sobre todo a los métodos orientales[1]. Actualmente algunos recurren a tales métodos por motivos terapéuticos: la inquietud espiritual de una vida sometida al ritmo sofocante de la sociedad tecnológicamente avanzada, impulsa también a un cierto número de cristianos a buscar en ellos el camino de la calma interior y del equilibrio psíquico. Este aspecto psicológico no será considerado en la presente Carta, que más bien desea mostrar las implicaciones teológicas y espirituales de la cuestión. Otros cristianos, en la línea del movimiento de apertura e intercambio con religiones y culturas diversas, piensan que su misma oración puede ganar mucho con esos métodos. Al observar que no pocos métodos tradicionales de meditación, peculiares del cristianismo, en tiempos recientes han caído en desuso, éstos se preguntan: ¿no se podría enriquecer nuestro patrimonio, a través de una nueva educación en la oración, incorporando también elementos que hasta ahora eran extraños?
3. Para responder a esta pregunta, es necesario ante todo considerar, aunque sea a grandes rasgos, en qué consiste la naturaleza íntima de la oración cristiana, para ver luego si y cómo puede ser enriquecida con métodos de meditación nacidos en el contexto de religiones y culturas diversas. Para iniciar esta consideración se debe formular, en primer lugar, una premisa imprescindible: la oración cristiana está siempre determinada por la estructura de la fe cristiana, en la que resplandece la verdad misma de Dios y de la criatura. Por eso se configura, propiamente hablando, como un diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios. La oración cristiana expresa, pues, la comunión de las criaturas redimidas con la vida íntima de las Personas trinitarias. En esta comunión, que se funda en el bautismo y en la eucaristía, fuente y culmen de la vida de Iglesia, se encuentra contenida una actitud de conversión, un éxodo del yo del hombre hacia el Tú de Dios. La oración cristiana es siempre auténticamente personal individual y al mismo tiempo comunitaria; rehúye técnicas impersonales o centradas en el yo, capaces de producir automatismos en los cuales, quien la realiza, queda prisionero de un espiritualismo intimista, incapaz de una apertura libre al Dios trascendente. En la Iglesia, la búsqueda legítima de nuevos métodos de meditación deberá siempre tener presente que el encuentro de dos libertades, la infinita de Dios con la finita del hombre, es esencial para una oración auténticamente cristiana.
II. La oración cristiana a la luz de la revelación
4. La misma Biblia enseña cómo debe rezar el hombre que recibe la revelación bíblica. En el Antiguo Testamento se encuentra una maravillosa colección de oraciones, mantenida viva a lo largo de los siglos en la Iglesia de Jesucristo, que se ha convertido en la base de la oración oficial: el Libro de los Salmos o Salterio [2]. Oraciones del tipo de los Salmos aparecen ya en textos más antiguos o resuenan en aquellos más recientes del Antiguo Testamento [3]. Las oraciones del Libro de los Salmos narran sobre todo las grandes obras de Dios con el pueblo elegido. Israel medita, contempla y hace de nuevo presentes las maravillas de Dios, recordándolas a través de la oración.
En la revelación bíblica, Israel llega a reconocer y alabar a Dios presente en toda la creación y en el destino de cada hombre. Le invoca, por ejemplo, como auxiliador en el peligro y la enfermedad, en la persecución y en la tribulación. Por último, siempre a la luz de sus obras salvíficas, le alaba en su divino poder y bondad, en su justicia y misericordia, en su infinita majestad.
5. En el Nuevo Testamento, la fe reconoce en Jesucristo —gracias a sus palabras, a sus obras, a su Pasión y Resurrección— la definitiva autor revelación de Dios, la Palabra encarnada que revela las profundidades más íntimas de su amor. El Espíritu Santo hace penetrar en estas profundidades de Dios: enviado en el corazón de los creyentes, «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 12). El Espíritu, según la promesa de Jesús a los discípulos, explicará todo lo que Cristo no podía decirles todavía. Pero el Espíritu «no hablará por su cuenta, … sino que me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 13 s.). Lo que Jesús llama aquí «suyo» es, como explica a continuación, también de Dios Padre, porque «todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros» (Jn 16, 15).
Los autores del Nuevo Testamento, con pleno conocimiento, han hablado siempre de la revelación de Dios en Cristo dentro de una visión iluminada por el Espíritu Santo. Los Evangelios sinópticos narran las obras y las palabras de Jesucristo sobre la base de una comprensión más profunda, adquirida después de la Pascua, de lo que los discípulos habían visto y oído; todo el evangelio de Juan está iluminado por la contemplación de Aquel que, desde el principio, es el Verbo de Dios hecho carne; el apóstol Pablo, al que el Señor Jesús se apareció en el camino de Damasco en su majestad divina, intenta educar a los fieles para que puedan «comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad (del Misterio de Cristo) y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento», para que se vayan llenando «hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 18 s.); el Apóstol confiesa que el «Misterio de Dios es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2, 3) y —precisa—: «Os digo esto para que nadie os seduzca con discursos capciosos» (v. 4).
6. Existe, por tanto, una estrecha relación entre la revelación y la oración. La constitución dogmática Dei Verbum nos enseña que, mediante su revelación, Dios invisible, «movido de amor, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15), trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía» [4].
Esta revelación se ha realizado a través de palabras y de obras que remiten siempre, recíprocamente, las unas a las otras; desde el principio y de continuo todo converge hacia Cristo, plenitud de la revelación y de la gracia, y hacia el don del Espíritu Santo que hace al hombre capaz de recibir y contemplar las palabras y las obras de Dios, y de darle gracias y adorarle, en la asamblea de los fieles y en la intimidad del propio corazón iluminado por la gracia divina.
Por este motivo la Santa Iglesia recomienda siempre la lectura de la Palabra de Dios como fuente de la oración cristiana; al mismo tiempo, exhorta a descubrir el sentido profundo de la Sagrada Escritura mediante la oración «para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras”»[5].
7. De cuanto se ha recordado se siguen inmediatamente algunas consecuencias. Si la oración del cristiano debe inserirse en el movimiento trinitario de Dios, también su contenido esencial deberá necesariamente estar determinado por la doble dirección de ese movimiento: en el Espíritu Santo, el Hijo viene al mundo para reconciliarlo con el Padre, a través de sus obras y de sus sufrimientos; por otro lado, en el mismo movimiento y en el mismo Espíritu, el Hijo encarnado vuelve al Padre, cumpliendo su voluntad mediante la Pasión y la Resurrección. El «Padrenuestro», la oración de Jesús, indica claramente la unidad de este movimiento: la voluntad del Padre debe realizarse en la tierra como en el cielo (las peticiones de pan, de perdón, de protección, explicitan las dimensiones fundamentales de la voluntad de Dios hacia nosotros) para que una nueva tierra viva y crezca en la Jerusalén celestial.
La oración del Señor Jesús [6] ha sido entregada a la Iglesia («así debéis rezar vosotros», Mt 6, 9); por esto, la oración cristiana, incluso hecha en soledad, tiene lugar siempre dentro de aquella «comunión de los santos» en la cual y con la cual se reza, tanto en forma pública y litúrgica como en forma privada. Por tanto, debe realizarse siempre en el espíritu auténtico de la Iglesia en oración y, como consecuencia, bajo su guía, que puede concretarse a veces en una dirección espiritual experimentada. El cristiano, también cuando está solo y ora en secreto, tiene la convicción de rezar siempre en unión con Cristo, en el Espíritu Santo, junto con todos los santos para el bien de la Iglesia [7].
III. Modos erróneos de hacer oración
8. Ya en los primeros siglos se insinuaron en la Iglesia modos erróneos de hacer oración, de los cuales se encuentran trazas en algunos textos del Nuevo Testamento (cf. 1 Jn 4, 3; 1 Tim 1, 3-7 y 4, 3-4). Poco después, aparecen dos desviaciones fundamentales de las que se ocuparon los Padres de la Iglesia: la pseudognosis y el mesalianismo. De esa primitiva experiencia cristiana y de la actitud de los Padres se puede aprender mucho para afrontar los problemas presentes.
Contra la desviación de la pseudognosis [8], los Padres afirman que la materia ha sido creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo principio es siempre el Espíritu Santo, no es un bien natural del alma, sino que debe implorarse a Dios como don. Por esto, la iluminación o conocimiento superior del Espíritu —«gnosis»—no hace superflua la fe cristiana. Por último, para los Padres, el signo auténtico de un conocimiento superior, fruto de la oración, es siempre la caridad cristiana.
9. Si la perfección de la oración cristiana no puede valorarse por la sublimidad del conocimiento gnóstico, tampoco puede serlo en relación con la experiencia de lo divino, como propone el mesalianismo [9]. Los falsos carismáticos del siglo IV identificaban la gracia del Espíritu Santo con la experiencia psicológica de su presencia en el alma. Contra éstos, los Padres insistieron en que la unión del alma orante con Dios tiene lugar en el misterio; en particular, por medio de los sacramentos de la Iglesia, y además esta unión puede realizarse también a través de experiencias de aflicción e incluso de desolación; contrariamente a la opinión de los mesalianos, éstas no son necesariamente un signo de que el Espíritu ha abandonado el alma, sino que, como siempre han reconocido los maestros espirituales, pueden ser una participación auténtica del estado de abandono de nuestro Señor en la cruz, el cual permanece siempre como Modelo y Mediador de la oración[10].
10. Ambas formas de error continúan siendo una tentación para el hombre pecador, al que instigan para que trate de suprimir la distancia que separa la criatura del Creador, como algo que no debería existir; para que considere el camino de Cristo sobre la tierra, por el que Él nos quiere conducir al Padre, como una realidad superada; para que degrade o equipare al nivel de la psicología natural, como «conocimiento superior» o «experiencia», lo que se da como pura gracia.
Estas formas erróneas, que resurgen esporádicamente a lo largo de la historia al margen de la oración de la Iglesia, parecen hoy impresionar nuevamente a muchos cristianos, al presentarse como un remedio psicológico y espiritual, y como rápido procedimiento para encontrar a Dios [11].
11. Pero estas formas erróneas, donde quiera que surjan, pueden ser descubiertas de modo muy sencillo. La meditación cristiana busca captar, en las obras salvíficas de Dios, en Cristo, Verbo encarnado, y en el don de su Espíritu, la profundidad divina, que se revela en el mismo Cristo siempre a través de la dimensión humana y terrena. Por el contrario, en aquellos métodos de meditación, incluso cuando se parte de palabras y hechos de Jesús, se busca prescindir lo más posible de lo que es terreno, sensible y conceptualmente limitado, para subir o sumergirse en la esfera de lo divino, que, en cuanto tal, no es ni terrestre, ni sensible, ni conceptualizable [12]. Esta tendencia, presente ya en la tardía religiosidad griega (sobre todo en el «neoplatonismo»), se vuelve a encontrar en la base de la inspiración religiosa de muchos pueblos, en cuanto que reconocieron el carácter precario de sus representaciones de lo divino y de sus tentativas de acercarse a él.
12. Con la actual difusión de los métodos orientales de meditación en el mundo cristiano y en las comunidades eclesiales, nos encontramos ante un poderoso intento, no exento de riesgos y errores, de mezclar la meditación cristiana con la no cristiana. Las propuestas en este sentido son numerosas y más o menos radicales: algunas utilizan métodos orientales con el único fin de conseguir la preparación psicofísica para una contemplación realmente cristiana; otras van más allá y buscan originar, con diversas técnicas, experiencias espirituales análogas a las que se mencionan en los escritos de ciertos místicos católicos[13]; otras incluso no temen colocar aquel absoluto sin imágenes y conceptos, propio de la teoría budista[14], en el mismo plano de la majestad de Dios, revelada en Cristo, que se eleva por encima de la realidad finita; para tal fin, se sirven de una «teología negativa» que trascienda cualquier afirmación que tenga algún contenido sobre Dios, negando que las criaturas del mundo puedan mostrar algún vestigio, ni siquiera mínimo, que remita a la infinitud de Dios. Por esto, proponen abandonar no sólo la meditación de las obras salvíficas que el Dios de la Antigua y Nueva Alianza ha realizado en la historia, sino también la misma idea de Dios, Uno y Trino, que es Amor, en favor de una inmersión «en el abismo indeterminado de la divinidad»[15].
Estas propuestas u otras análogas de armonización entre meditación cristiana y técnicas orientales deberán ser continuamente examinadas con un cuidadoso discernimiento de contenidos y de métodos, para evitar la caída en un pernicioso sincretismo.
IV. El camino cristiano de la unión con Dios
13. Para encontrar el justo «camino» de la oración, el cristiano debe considerar lo que se ha dicho precedentemente a propósito de los rasgos relevantes del camino de Cristo, cuyo «alimento es hacer la voluntad del que (le) ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). El Señor Jesús no tiene una unión más interior y más estrecha con el Padre que ésta, por la cual permanece continuamente en una profunda oración; pues la voluntad del Padre lo envía a los hombres, a los pecadores; más aún, a los que le matarán; y no se puede unir más íntimamente al Padre que obedeciendo a esa voluntad. Sin embargo, eso de ninguna manera impide que, en el camino terreno, se retire también a la soledad para orar, para unirse al Padre y recibir de Él nuevo vigor para su misión en el mundo. Sobre el Tabor, donde su unión con el Padre aparece de manera manifiesta, se predice su Pasión (cf. Lc 9, 31) y allí ni siquiera se considera el deseo de permanecer en «tres tiendas» sobre el monte de la Transfiguración. Toda oración contemplativa cristiana remite constantemente al amor del prójimo, a la acción y a la pasión, y, precisamente de esa manera, acerca más a Dios.
14. Para aproximarse a ese misterio de la unión con Dios, que los Padres griegos llamaban divinización del hombre, y para comprender con precisión las modalidades en que se realiza, es preciso ante todo tener presente que el hombre es esencialmente criatura [16] y como tal permanecerá para siempre, de manera que nunca será posible una absorción del yo humano en el Yo divino, ni siquiera en los más altos estados de gracia. Pero se debe reconocer que la persona humana es creada «a imagen y semejanza» de Dios, y el arquetipo de esta imagen es el Hijo de Dios, en el cual y para el cual hemos sido creados (cf. Col 1, 16). Ahora bien, este arquetipo nos descubre el más grande y bello misterio cristiano: el Hijo es desde la eternidad «otro» respecto al Padre, y, sin embargo, en el Espíritu Santo, es «de la misma sustancia»: por consiguiente, el hecho de que haya una alteridad no es un mal, sino más bien el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios mismo, que es una sola naturaleza en tres Personas y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes. Finalmente, en la sagrada eucaristía, como también en los otros sacramentos —y análogamente en sus obras y palabras—, Cristo se nos da a sí mismo y nos hace partícipes de su naturaleza divina[17], sin que destruya nuestra naturaleza creada, de la que él mismo participa con su encarnación.
15. Si se consideran en conjunto estas verdades, se descubre, con gran sorpresa, que en la realidad cristiana se cumplen, por encima de cualquier medida, todas las aspiraciones presentes en la oración de las otras religiones, sin que, como consecuencia, el yo personal y su condición de criatura se anulen y desaparezcan en el mar del Absoluto. «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8): esta afirmación profundamente cristiana puede conciliar la unión perfecta con la alteridad entre amante y amado, el eterno intercambio con el eterno diálogo. Dios mismo es este eterno intercambio, y nosotros podemos verdaderamente convertirnos en partícipes de Cristo, como «hijos adoptivos», y gritar con el Hijo en el Espíritu Santo: «Abba, Padre». En este sentido, los Padres tienen toda la razón al hablar de divinización del hombre que, incorporado a Cristo Hijo de Dios por naturaleza, se hace, por su gracia, partícipe de la naturaleza divina, «hijo en el Hijo». El cristiano, al recibir al Espíritu Santo, glorifica al Padre y participa realmente en la vida trinitaria de Dios.
V. Cuestiones de método
16. La mayor parte de las grandes religiones que han buscado la unión con Dios en la oración han indicado también caminos para conseguirla. Como «la Iglesia católica nada rechaza de lo que, en estas religiones, hay de verdadero y santo»[18], no se deberían despreciar sin previa consideración estas indicaciones, por el mero hecho de no ser cristianas. Se podrá, al contrario, tomar de ellas lo que tienen de útil, a condición de mantener la concepción cristiana de la oración, su lógica y sus exigencias, porque sólo dentro de esta totalidad esos fragmentos podrán ser reformados y asumidos. Entre éstos, se puede enumerar en primer lugar la humilde aceptación de un maestro experimentado en la vida de oración que conozca sus normas, según la conocida y constante experiencia de los cristianos desde los tiempos antiguos, ya en la época de los Padres del desierto. Este maestro, experto en el «sentire cum ecclesia», debe no sólo dirigir y llamar la atención sobre ciertos peligros, sino también, como «padre espiritual», introducir con espíritu encendido, de corazón a corazón, por así decir, en la vida de oración, que es don del Espíritu Santo.
17. El final de la Antigüedad no cristiana distinguía tres estados en la vida de perfección: el primero, de la purificación; el secundo, de la iluminación, y el tercero, de la unión. Esta doctrina ha servido de modelo para muchas escuelas de espiritualidad cristiana. Este esquema, en sí mismo válido, necesita sin embargo algunas precisiones que permitan su correcta interpretación cristiana, evitando peligrosas confusiones y malentendidos.
18. La búsqueda de Dios mediante la oración debe ser precedida y acompañada de la ascesis y de la purificación de los propios pecados y errores, porque, según la palabra de Jesús, solamente «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5, 8). El Evangelio señala sobre todo una purificación moral de la falta de verdad y de amor y, sobre un plano más profundo, de todos los instintos egoístas que impiden al hombre reconocer y aceptar la voluntad de Dios en toda su integridad. En contra de lo que pensaban los estoicos y neoplatónicos, las pasiones no son, en sí mismas, negativas, sino que es negativa su tendencia egoísta y, por tanto, el cristiano debe liberarse de ella para llegar a aquel estado de libertad positiva que la Antigüedad cristiana llama «apatheia», el Medioevo «impassibilitas» y los Ejercicios Espirituales ignacianos «indiferencia»[19]. Esto es imposible sin una radical abnegación, como se ve también en San Pablo, que usa abiertamente la palabra «mortificación» (de las tendencias pecaminosas) [20]. Sólo esta abnegación hace al hombre libre para realizar la voluntad de Dios y participar en la libertad del Espíritu Santo.
19. Por consiguiente, la doctrina de aquellos maestros que recomiendan «vaciar» el espíritu de toda representación sensible y de todo concepto, deberá ser correctamente interpretada, manteniendo sin embargo una actitud de amorosa atención a Dios, de tal forma que permanezca, en la persona que hace oración, un vacío susceptible de llenarse con la riqueza divina. El vacío que Dios exige es el rechazo del propio egoísmo, no necesariamente la renuncia a las cosas creadas que nos ha dado y entre las cuales nos ha colocado. No hay duda de que en la oración hay que concentrarse enteramente en Dios y excluir lo más posible aquellas cosas de este mundo que nos encadenan a nuestro egoísmo. En este punto, San Agustín es un maestro insigne. Si quieres encontrar a Dios, dice, desprecia el mundo exterior y entra en ti mismo; sin embargo, prosigue, no te quedes allí, sino sube por encima de ti mismo, porque tú no eres Dios: Él es más profundo y grande que tú. «Busco en mi alma su sustancia y no la encuentro; sin embargo, he meditado en la búsqueda de Dios y, empujado hacia Él a través de las cosas creadas, he intentado conocer sus “perfecciones invisibles” (Rm 1, 20)» [21]. «Quedarse en sí mismo»: he aquí el verdadero peligro. El gran Doctor de la Iglesia recomienda concentrarse en sí mismo, pero también trascender el yo que no es Dios, sino sólo una criatura. Dios es «interior intimo meo, et superior summo meo» [22]. Efectivamente, Dios está en nosotros y con nosotros, pero nos trasciende en su misterio [23].
20. Desde el punto de vista dogmático, es imposible llegar al amor perfecto de Dios si se prescinde de su auto donación en el Hijo encarnado, crucificado y resucitado. En Él, bajo la acción del Espíritu Santo, participamos, por pura gracia, de la vida intradivina. Cuando Jesús dice: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9), no se refiere simplemente a la visión y al conocimiento exterior de su figura humana («la carne no sirve para nada», Jn 6, 63). Lo que entiende con ello es más bien un «ver» hecho posible por la gracia de la fe: ver a través de su manifestación sensible lo que el Señor Jesús, como Verbo del Padre, quiere verdaderamente mostrarnos de Dios («El Espíritu es el que da la vida […]; las palabras que os he dicho son espíritu y vida», ibíd.). En este «ver» no se trata de una abstracción puramente humana («abs-tractio») de la figura en la que Dios se ha revelado, sino de captar la realidad divina en la figura humana de Jesús, de captar su dimensión divina y eterna en su temporalidad. Como dice San Ignacio en los Ejercicios Espirituales, deberíamos intentar captar «la infinita suavidad y dulzura de la divinidad» (n. 124), partiendo de la finita verdad revelada en la que habíamos comenzado. Mientras nos eleva, Dios libremente puede «vaciarnos» de todo lo que nos ata en este mundo, de atraernos completamente a la vida trinitaria de su caridad eterna. Sin embargo, este don puede ser concedido sólo «en Cristo a través del Espíritu Santo» y no por nuestras propias fuerzas, prescindiendo de su revelación.
21. En el camino de la vida cristiana, después de la purificación sigue la iluminación mediante la caridad que el Padre nos da en el Hijo y la unción que de Él recibimos en el Espíritu Santo (cf. 1 Jn 2, 20). Desde la antigüedad cristiana se hace referencia a la «iluminación» recibida en el bautismo. Ésta introduce a los fieles, iniciados en los divinos misterios, en el conocimiento de Cristo, mediante la fe que opera por medio de la caridad. Es más, algunos escritores eclesiásticos hablan explícitamente de la iluminación recibida en el bautismo como fundamento de aquel sublime conocimiento de Cristo Jesús (cf. Flp 3, 8) que viene definido como «theoria» o contemplación [24].
Los fieles, por la gracia del bautismo, están llamados a progresar en el conocimiento y en el testimonio de las misterios de la fe, «por la comprensión interior de las realidades espirituales que experimentan» [25]. Ninguna luz divina hace que las verdades de la fe queden superadas. Por el contrario, las eventuales gracias de iluminación que Dios pueda conceder ayudan a aclarar la dimensión más profunda de los misterios confesados y celebrados por la Iglesia, en espera de que el cristiano pueda contemplar a Dios en la gloria tal y como es (cf. 1 Jn 3, 2).
22. Finalmente, el cristiano que hace oración puede llegar, si Dios lo quiere, a una experiencia particular de unión. Los sacramentos, sobre todo el bautismo y la eucaristía [26], son el comienzo real de la unión del cristiano con Dios. Sobre este fundamento, por una especial gracia del Espíritu, quien ora puede ser llamado a aquel particular tipo de unión con Dios que, en el ámbito cristiano, viene calificado como mística.
23. Ciertamente, el cristiano tiene necesidad de determinados tiempos para retirarse en la soledad, para meditar y para encontrar su camino en Dios; pero, dado su carácter de criatura, y de criatura consciente de no estar seguro sino por la gracia, su modo de acercarse a Dios no se fundamenta en una técnica, en el sentido estricto de la palabra, porque esto iría en contra de la infancia espiritual que predica el Evangelio. La auténtica mística cristiana nada tiene que ver con la técnica: es siempre un don de Dios, del cual se siente indigno quien lo recibe [27].
24. Hay determinadas gracias místicas, por ejemplo, las conferidas a los fundadores de instituciones eclesiales en favor de toda su fundación, así como a otros santos, que caracterizan su peculiar experiencia de oración y no pueden, como tales, ser objeto de imitación y aspiración para otros fieles, aunque pertenezcan a la misma institución y estén deseosos de una oración siempre más perfecta [28]. Pueden existir diversos niveles y modalidades de participación en la experiencia de oración de un fundador, sin que a todos deba ser conferida con idénticas características. Por otra parte, la experiencia de oración, que ocupa un puesto privilegiado en todas las instituciones auténticamente eclesiales antiguas y modernas, constituyen siempre, en último término, algo personal, ya que Dios da sus gracia a la persona en orden a la oración.
25. A propósito de la mística, se debe distinguir entre los dones del Espíritu Santo y los carismas concedidos en modo totalmente libre por Dios. Los primeros son algo que todo cristiano puede reavivar en sí mismo a través de una vida solícita de fe, de esperanza y de caridad y, de esa manera, llegar a una cierta experiencia de Dios y de los contenidos de la fe, por medio de una seria ascesis; en cuanto a los carismas, san Pablo dice que existen sobre todo en favor de la Iglesia, de los otros miembros del Cuerpo místico de Cristo (cf. 1 Cor 12, 7). Al respecto hay que recordar, por una parte, que los carismas no se pueden identificar con los dones extraordinarios «místicos» (cf. Rm 12, 3-21); por otra, que la distinción entre «dones del Espíritu Santo» y «carismas» no es tan estricta. Un carisma fecundo para la Iglesia no puede ejercitarse, en el ámbito neo testamentario, sin un determinado grado de perfección personal; por otra parte, todo cristiano «vivo» posee una tarea peculiar (y en este sentido un «carisma») «para la edificación del Cuerpo de Cristo» (cf. Ef 4, 15-16)[29], en comunión con la jerarquía católica, a la cual «compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG 12).
VI. Métodos psicofísicos-corpóreos
26. La experiencia humana demuestra que la posición y la actitud del cuerpo no dejan de tener influencia sobre el recogimiento y la disposición del espíritu, por lo cual algunos escritores espirituales del Oriente y del Occidente cristiano le han prestado atención.
Sus reflexiones, aun presentando puntos en común con los métodos orientales no cristianos de meditación, evitan aquellas exageraciones o visiones unilaterales que, en cambio, con frecuencia se proponen hoy día a personas insuficientemente preparadas.
Los autores espirituales han adoptado aquellos elementos que facilitan el recogimiento en la oración, reconociendo al mismo tiempo su valor relativo: son útiles si se conforman y se orientan a la finalidad de la oración cristiana [30]. Por ejemplo, el ayuno cristiano posee ante todo el significado de un ejercicio de penitencia y de abstinencia, pero, ya para los Padres, estaba también orientado a hacer más disponible al hombre para el encuentro con Dios y al cristiano más capaz de dominio de sí mismo y, simultáneamente, más atento a los hermanos necesitados.
En la oración, el hombre entero debe entrar en relación con Dios y, por consiguiente, también su cuerpo debe adoptar la postura más propicia al recogimiento [31]. Tal posición puede expresar simbólicamente la misma oración, variando según las culturas y la sensibilidad personal. En algunos lugares, los cristianos están adquiriendo hoy una mayor conciencia de cómo puede favorecer la oración una determinada actitud del cuerpo.
27. La meditación cristiana de Oriente [32] ha valorizado el simbolismo psicofísico, que a menudo falta en la oración de Occidente. Este simbolismo puede ir desde una determinada actitud corpórea hasta las funciones vitales fundamentales, como la respiración o el latido cardíaco. El ejercicio de la «oración del Señor Jesús» por ejemplo, que se adapta al ritmo respiratorio natural, puede, al menos por un cierto tiempo, servir de ayuda real para muchos [33]. Por otra parte, los mismos maestros orientales han constatado también que no todos son igualmente idóneos para hacer uso de este simbolismo, porque no todas las personas están en condiciones de pasar del signo material a la realidad espiritual que se busca. El simbolismo, comprendido en modo inadecuado e incorrecto, puede incluso convertirse en un ídolo y, como consecuencia, en un impedimento para la elevación del espíritu a Dios. Vivir en el ámbito de la oración toda la realidad del propio cuerpo como símbolo es todavía más difícil: puede degenerar en un culto al mismo y hacer que se identifiquen subrepticiamente todas sus sensaciones con experiencias espirituales.
28. Algunos ejercicios físicos producen automáticamente sensaciones de quietud o de distensión, sentimientos gratificantes y, quizá, hasta fenómenos de luz y calor similares a un bienestar espiritual. Confundirlos con auténticas consolaciones del Espíritu Santo sería un modo totalmente erróneo de concebir el camino espiritual; atribuirles significados simbólicos típicos de la experiencia mística, cuando la actitud moral del interesado no se corresponde con ella, representaría una especie de esquizofrenia mental que puede conducir incluso a disturbios psíquicos y, en ocasiones, a aberraciones morales.
Esto no impide que auténticas prácticas de meditación provenientes del Oriente cristiano y de las grandes religiones no cristianas, que ejercen un atractivo sobre el hombre de hoy, alienado y turbado, puedan constituir un medio adecuado para ayudar a la persona que hace oración a estar interiormente distendida delante de Dios, aunque le urjan las solicitaciones exteriores.
Sin embargo, es preciso recordar que la unión habitual con Dios, o esa actitud de vigilancia interior y de invocación de la ayuda divina que en el Nuevo Testamento viene llamada la «oración continua»[34], no se interrumpe necesariamente ni siquiera cuando hay que dedicarse, según la voluntad de Dios, al trabajo y al cuidado del prójimo, según exhorta el Apóstol: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10, 31). Efectivamente, la oración auténtica, como sostienen los grandes maestros espirituales, suscita en los que la practican una ardiente caridad que los empuja a colaborar en la misión de la Iglesia y al servicio de sus hermanos para mayor gloria de Dios [35].
VII. «Yo soy el camino»
29. Todo fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración, en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la Iglesia; pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino al Padre, que Jesucristo ha proclamado que es Él mismo. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo, que le guía, a través de Cristo, al Padre.
30. En todo caso, para quien se empeña seriamente vendrán tiempos en los que le parecerá vagar en un desierto sin «sentir» nada de Dios a pesar de todos sus esfuerzos. Debe saber que estas pruebas no se le ahorran a ninguno que tome en serio la oración. Pero no debe identificar inmediatamente esta experiencia, común a todos los cristianos que rezan, con la «noche oscura» mística. De todas maneras, en aquellos períodos debe esforzarse firmemente por mantener la oración, que, aunque podrá darle la impresión de una cierta «artificiosidad», se trata en realidad de algo completamente diverso: es precisamente entonces cuando la oración constituye una expresión de su fidelidad a Dios, en presencia del cual quiere permanecer incluso a pesar de no ser recompensado por ninguna consolación subjetiva.
En esos momentos aparentemente negativos se muestra lo que busca realmente quien hace oración: si busca a Dios, que, en su infinita libertad, siempre lo supera, o si se busca sólo a sí mismo, sin lograr ir más allá de las propias «experiencias», ya le parezcan experiencias positivas de unión con Dios, ya le parezcan negativas de «vacío» místico.
31. La caridad de Dios, único objeto de la contemplación cristiana, es una realidad de la cual uno no se puede «apropiar» con ningún método o técnica: es más, debemos tener siempre la mirada fija en Jesucristo, en quien la caridad divina ha llegado por nosotros a tal punto sobre la cruz, que también Él ha asumido para sí la condición de abandonado por el Padre (cf. Mc 15, 34). Debemos, pues, dejar decidir a Dios la manera con que quiere hacernos partícipes de su amor. Pero no debemos intentar jamás, en modo alguno, ponernos al mismo nivel del objeto contemplado, el amor libre de Dios, ni siquiera cuando, por la misericordia de Dios Padre, mediante el Espíritu Santo enviado a nuestros corazones, se nos da gratuitamente en Cristo un reflejo sensible de este amor divino y nos sentimos como atraídos por la verdad, la bondad y la belleza del Señor.
Cuanto más se le concede a una criatura acercarse a Dios, tanto más crece en ella la reverencia delante del Dios tres veces Santo. Se comprende entonces la palabra de san Agustín: «Tú puedes llamarme amigo, yo me reconozco siervo» [36], o bien la palabra, para nosotros aún más familiar, pronunciada por aquella a quien Dios ha gratificado con la mayor y más alta familiaridad: «Ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava» (Lc 1, 48).
Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 15 de octubre de 1989, fiesta de Santa Teresa de Jesús.
Joseph Cardenal Ratzinger - Prefecto
+ Alberto Bovone - Arzobispo titular de Cesarea de Numidia - Secretario
Notas
[1] Con la expresión "métodos orientales" se entienden métodos inspirados en el hinduismo y el budismo, como el "zen", la "meditación trascendental" o el "yoga". Se trata, pues, de métodos de meditación del Extremo Oriente no cristiano que, no pocas veces hoy en día, son utilizados también por algunos cristianos en su meditación. Las orientaciones de principio y de método contenidas en el presente documento desean ser un punto de referencia no sólo para este problema, sino también, más en general, para las diversas formas de oración practicadas en las realidades eclesiales, particularmente en las asociaciones, movimientos y grupos.
[2] Sobre el uso del libro de los Salmos en la oración de la Iglesia, cf. Institutio generalis de Liturgia Horarum, nn. 100-109.
[3] Cf., por ej., Éx 15; Dt 32; 1 Sam 2; 2 Sam 22, algunos textos proféticos, 1 Crón 16.
[4]. Const. dogm. Dei Verbum, n. 2. Este documento ofrece otras indicaciones importantes para una comprensión teológica y espiritual de la oración cristiana; véanse, por ejemplo, los nn. 3, 5, 8 y 21.
[5] Const. dogm. Dei Verbum, n. 25.
[6] Sobre la oración de Jesús véase Institutio generalis de Liturgia Horarum, nn. 3-4.
[7]. Cf. Institutio generalis de Liturgia Horarum, n. 9.
[8] La pseudognosis consideraba la materia como algo impuro, degradado, que envolvía el alma en una ignorancia de la que debía librarse por la oración; de esa manera, el alma se elevaba al verdadero conocimiento superior y, por tanto, a la pureza. Ciertamente, no todos podían conseguirlo, sino sólo los hombres verdaderamente espirituales; para los simples creyentes bastaban la fe y la observancia de los mandamientos de Cristo.
[9] Los mesalianos fueron ya denunciados por S. Efrén Sirio (Hymno contra Haereses 22, 4, ed. E. Beck, CSCO 169, 1957, p. 79) y después, entre otros, por Epifanio de Salamina (Panarion, también llamado Adversus Haereses: PG 41, 156-1200; PG 42, 9-832) y Anfiloquio, obispo de Iconio (Contra haereticos: G. Ficker, Amphilochiana 1, Leipzig 1906, p. 21-77).
[10]. Cf., por ej., San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, II, cap. 7, 11.
[11] En la Edad Media existían corrientes extremistas al margen de la Iglesia, descritas, no sin ironía, por uno de los grandes contemplativos cristianos, el flamenco Jan Van Ruysbroek. Distingue éste en la vida mística tres tipos de desviación (Die gheestelike Brulocht 228, 12-230, 17; 230, 18-232, 22; 232, 23-236, 6) y hace también una crítica general referida a estas formas (236, 7-237, 29). Más tarde, técnicas semejantes han sido descritas y rechazadas por santa Teresa de Jesús. Observa ésta agudamente que "el mismo cuidado que se pone en no pensar en nada despertará la inteligencia a pensar mucho" y que dejar de lado el misterio de Cristo en la meditación cristiana es siempre una especie de "traición" (cf. Santa Teresa de Jesús, Vida 12, 5 y 22, 1-5).
[12] Mostrando a toda la Iglesia el ejemplo y la doctrina de santa Teresa de Jesús, que en su tiempo debió rechazar la tentación de ciertos métodos que invitaban a prescindir de la Humanidad de Cristo en favor de un vago sumergirse en el abismo de la divinidad, el papa Juan Pablo II decía en una homilía el 1 de noviembre de 1982 que el grito de Teresa de Jesús en favor de una oración enteramente centrada en Cristo "vale también en nuestros días contra algunas técnicas de oración que no se inspiran en el Evangelio y que prácticamente tienden a prescindir de Cristo, en favor de un vacío mental que dentro del cristianismo no tiene sentido. Toda técnica de oración es válida en cuanto se inspira en Cristo y conduce a Cristo, el Camino, la Verdad y la Vida" (cf. Jn 14, 6). Véase: Homelia Abulae habita in honorem Sanctae Teresiae, AAS 75 (1983), 256-257.
[13] Véase, por ejemplo, "La nube del no saber", obra espiritual de un escritor anónimo inglés del siglo XIV.
[14] El concepto "nirvana" se entiende, en los textos religiosos del budismo, como un estado de quietud que consiste en la anulación de toda realidad concreta por ser transitoria y, precisamente por eso, decepcionante y dolorosa.
[15] El Maestro Eckhart habla de una inmersión "en el abismo indeterminado de la divinidad" que es una "tiniebla en la cual la luz de la Trinidad nunca ha resplandecido". Cf. Sermo "Ave gratia plena", al final (J. Quint, Deutsche Predigten und Traktate, Hanser 1955, p. 261).
[16] Cf. Const. past. Gaudium et spes n. 19, 1: "La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador".
[17] Como escribe santo Tomás a propósito de la eucaristía: "…proprius effectus huius sacramenti est conversio hominis in Christum, ut dicat cum Apostolo: Vivo ego, iam non ego; vivit vero in me Christus (Gal 2, 20)" (In IV Sent., d. 12, q. 2, a. 1).
[18] Decl. Nostra aetate, n. 2.
[19] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 23 y passim.
[20] Cf. Col 3, 5; Rm 6, 11ss.; Gal 5, 24.
[21] San Agustín, Enarrationes in Psalmos XLI, 8: PL 36, 469.