Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Martirio y destierro del Obispo Manuel González (4)

por Victor in vínculis

Cuando estábamos en el segundo misterio doloroso, se oye a la gente que se acerca a la puerta de la calle.
De un empujón fuerte con alguna palanqueta arremeten contra aquella y la abren de par en par; mas como estábamos en el sótano, no vieron a nadie y dejándola abierta se fueron gritando: “Vamos por gasolina”.
Sr. Obispo -dice don Ángel-, este es el momento de salir; se han ido y la calle está sola; salga enseguida.
-Pero, ¿a dónde?
-A alguna casa de enfrente.
Mas el Sr. Obispo no quería de ningún modo que lo sorprendiesen huyendo por las calles, y como las casas próximas estaban cerradas, prefirió esperar a la turba, para salir a su encuentro.
En vista de que no volvían, cerramos con cuidado la puerta, echando un cerrojo que había por dentro.
En esto llego Moreno diciendo que ya las camas estaban ardiendo y que en una galería habían hecho una fogata y lo mismo en la Capilla con los manteles del altar.
A poco llega la turba con la gasolina y al empujar la puerta y verla cerrada por dentro empezaron a gritar: ¡han cerrado, han cerrado!, ¡hay gente dentro! Y daban golpes en ella.
Mientras tanto dice el Sr. Obispo:
“-¡Yo me presento!”
Y aunque algunos de los que estábamos con él queríamos hacerle desistir de esto, temiendo lo que haría con él aquella jauría de fieras humanas…
“- -decía él- es mejor, no pasa nada”.
Y dijo a su familia y a las religiosas:
“-Quedaos aquí, que voy a salir”.
Como no sabíamos lo que sería peor en aquellos momentos, se oyó decir a una de las personas que allí estaban: “-Espíritu Santo, ilumínalo”; repitiéndolo todos.
Ante su insistencia en salir, le dijo su hermana:
“-Sí, preséntate, preséntate. ¡Ay Dios mío, Madre mía, sálvalo!”
Mientras tanto, la chusma empujaba la puerta y gritaba… Una voz fuerte gritó desde fuera, antes de dar un golpe definitivo a la puerta.
“¿Hay niños? ¡Si hay niños que salgan!”.

Como en la noche del huerto
Y el Sr. Obispo, descorre suavemente el cerrojo, abre la puerta de la calle y se presenta a ellos, diciendo, sereno y sonriente:
-“¿Qué queréis? Aquí me tenéis; a vuestra nobleza me entrego”.
La estupefacción de la turba al encontrarse con el Prelado, cuando menos lo esperaban fue tremenda. La impresión produjo unos momentos de silencio absoluto, por lo que las palabras del Sr. Obispo resonaron perfectamente en medio de la calle.
Repuestos de la sorpresa que los hizo enmudecer, volvieron a levantar el grito y entre aquellas voces de ¡abajo! ¡Viva la República!, no faltó alguna de ¡que muera el Obispo! Sin embargo, se oyeron otras de: ¡se le protege!
Entre aquellos desalmados había uno que llevaba un manojo de cuerdas para amarrarlo, pero según el mismo declaró después, al ver al Sr. Obispo se le aflojaron las manos y no sabe lo que le pasó, pero no pudo ejecutar su intento.
El Sr. Obispo, viendo que le dejaban salir, les dijo:
-“Es que no estoy solo. Ahí están mi familia y las Hermanas de la Cruz!”.
-“¡Que salgan también, contestaron algunos, que no les pasará nada!...”.
Él se volvió hacia dentro y les dijo que salieran. Salieron todos, dejando todas las cosas en el Palacio a merced de las turbas y de las llamas, excepto unas pocas prendas de vestir cogidas de un perchero al paso. Y de dinero, una peseta y unos céntimos que tenían en el bolsillo.
Al salir a la calle el Sr. Obispo, se le acercó un caballero que iba con su señora, el cual, junto con algunos más, procuraba calmar a la multitud. Se puso a un lado de don Manuel con su esposa, que iba llorando y al otro lado se colocó un joven.
En medio de ellos dos iba el Sr. Obispo con su sotana, solideo, pectoral y anillo, seguido de su familia, los trabajadores del Obispado y las siete Hermanas de la Cruz con sus hábitos, cercados todos por la turba que gritaba desaforadamente.

Uno de aquellos desalmados le cogió de la esclavina de la sotana y zamarreándolo y echándole mano al cuello le gritó mirando al solideo:
“-¿Y eso, y eso?”, como amenazándole para que se lo quitara.
“-Pero hombre -le dijo don Manuel sin perder su paz-, ¿qué mal te he hecho yo?”.
Otros, entonces, gritaban:
¡No, así, así es como lo salvamos; si llega a estar disfrazado, esta noche, lo linchamos!”.
Uno le apuntó con una pistola y le dijo:
“-No le tiro porque voy a matar a una mujer que va detrás”, refiriéndose a su hermana que le seguía muy de cerca.
Otros dicen, que éste llevaba un cuchillo en la mano, y el señor Obispo vio a varios con cordeles, pues se supo después que el plan que tenían era cogerlo en la cama y llevarlo amarrado a que presenciara todos los incendios y luego dejarlo atado al poste de un farol.
Como los dos que iban a los lados del Sr. Obispo queriendo protegerlo eran desconocidos, no dejábamos de sentir también cierto temor, sin saber si eran sinceras sus demostraciones…
En esa forma, sigue narrando el testigo, atravesamos la calle Fresca, entrando por el Pasaje de Álvarez.
La chusma aumentaba, se veían unas caras horrorosas como si hubieran salido del infierno aquella noche y sin dejar de vociferar.
Avanzábamos lentamente sin saber a dónde dirigirnos… Ir a casa de algún amigo sin previo aviso era encontrarse las puertas cerradas y comprometerle, dando lugar a que la turba invadiera la casa o cometiera cualquier barbaridad…
En esto salieron los camareros de un café del Pasaje invitando al Sr. Obispo a entrar allí; él se lo agradeció, pero no quiso aceptar. “No lo acepté -decía después humorísticamente-, por no encontrar decente que muriera trágicamente un Obispo en un cafetín”. También salió un hombre invitándolo a que fuera a su casa, pero era desconocido y no sabía sus intenciones en aquellos momentos de confusión.
Saliendo a la calle Santa María ¿a dónde vamos?, era la pregunta que se hacían los que iban al lado del Sr. Obispo; y le decían: “Es menester que se quite cuanto antes de la calle, que no podemos contener a la gente”.
Mientras tanto vociferaban: ¡Viva la República del orden! ¡Viva Málaga hospitalaria!, y así todo el camino; palabras que aun con intención de contener a la turba, no dejaban de sonar como un sarcasmo en los oídos de los que en aquellos precisos momentos eran víctimas del desorden y de la inhospitalidad…
Algunos, que no querían se desprestigiara el nuevo régimen con el vergonzoso escándalo de aquella noche, gritaban también: ¡Orden, orden!, y otras frases para encauzar aquel río desbordado y no manchar aquella noche con un crimen el régimen republicano. Los dos que iban junto al Prelado repetían: ¡que esto no se puede sostener, que no respondemos de la turba! Eran momentos de indecible angustia.
“-¿A dónde quiere Vd. que lo llevemos?”, preguntaban al Sr. Obispo.
Y él muy tranquilo y sonriendo contestaba:
“-¿Pero ustedes creen que yo me dedico a salir a estas horas por las calles para tener un sitio a donde ir? Yo no tengo más casa que la mía”.
Un joven, bien vestido, aunque desconocido de la familia, iba al lado de ésta y le decía:
“-No se apuren, no les pasa nada, porque en Málaga sabemos bien quién es don Manuel…”.
Esto lo decía respondiendo a la pregunta que la hermana del Prelado le había hecho: “Tanto como ha hecho por Málaga y ¿así le pagan?
 
“-Porque sabemos lo que ha hecho por Málaga se le hace lo que merece que se le haga el…” y nombró a un relevante persona.
“-¿Entonces, por qué le queman la casa?”.
“-Eso es otra cosa. Vd. no se preocupe ahora de eso; ahora lo que importa es salvarle la vida, lo otro hay que hacerlo”. Es decir, la quema, como si fuera necesario obedecer a una orden o consigna.
Si el Clero -añadía un desconocido republicano- cumpliera con su obligación no se tomarían estas venganzas. Yo soy republicano de pura cepa”. “Usted no se preocupe, no pasa nada”, decía cada vez que aumentaba la gritería; y extendía e brazo para apartar a la gente y que pudiéramos andar, pues casi era imposible hacerlo entre aquella multitud.
Llegamos a la calle Sánchez Pastor y allí entre los gritos de la turba sobresalió uno de ¡Muera el Obispo!, mientras otros, protestaban y daban vivas a la República y a Málaga, conjurándoles a que no echaran un borrón sobre la ciudad.
Pasamos por la calle Granada y entramos en la plaza del Siglo (aunque la foto es de los años cuarenta se puede ver la cercanía de esta plaza con la Catedral). Allí el Sr. Obispo se paró y queriendo ver el Palacio se volvió y estuvo contemplando cómo ardía por sus cuatro costados, subiendo las llamas por encima del edificio.
Seguimos andando con la misma inseguridad, sin saber a dónde dirigirnos y el peligro de aquella turba endemoniada era cada vez mayor. No se cabía por la calle; cuando de pronto, llega un joven diciendo:
“-Señor Obispo, ¿quiere que avise en casa de don Antonio Ferro?
Le dijo que sí, y se adelantó para llamar a la puerta de aquel sacerdote.
La gente de los cafés y otras personas que no iban en la turba se asomaban a las ventanas o contemplaban nuestro paso como si fuera una procesión….
Algunos hombres que se cruzaban con nosotros se acercaban al Sr. Obispo y le besaban llorando.
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