Las memorias del cardenal Sebastián
Lo menos que puedo decir de estas memorias, haciéndoles justicia, es que hay que leerlas si a uno le preocupa y ama a nuestra Iglesia y quiere hacerse una idea cabal de su historia y evolución a lo largo de los últimos ochenta años.
En cuanto han salido a la venta, he adquirido las Memorias con esperanza del cardenal don Fernando Sebastián, publicadas por Ediciones Encuentro. Y con la misma celeridad las he leído, porque desde su misma presentación me han resultado sumamente interesantes. Aprovecho la ocasión para felicitar sinceramente al editor, mi viejo amigo José Miguel de Oriol, por este acierto editorial, que tendrá sin duda una excelente acogida en los medios católicos españoles.
Carmelo López-Arias ya publicó días atrás en estas mismas páginas, una amplia reseña del libro, en la que destacaba sus partes más sustanciales. Por lo tanto, mi comentario de ahora sólo puede ser una continuación o añadido de ciertos detalles que ilustran y complementan lo dicho por el compañero Carmelo.
El cardenal y un servidor somos casi de la misma quinta. Don Fernando me lleva sólo seis meses de delantera y, en consecuencia, hemos vivido a la par los avatares y circunstancias tanto civiles como eclesiásticas de España y la Iglesia española. A veces compartiendo el mismo vagón del mismo tren. No puedo olvidar las atenciones -y primicias- informativas que me proporcionaba cuando era secretario general de la Conferencia Epìscopal y yo director de la revista Vida Nueva. Ello me permitía algún que otro pisotón a la competencia, pero no lo hacía por un prurito profesional de parecer mejor informado que otros, sino porque prefería -lo he preferido siempre- beber en fuentes fidedignas antes que dejarme llevar por los rumores picantes de dudoso origen. A este respecto don Fernando me decía, con su retranca baturra, que a veces se publicaban noticias “facilitadas por fuentes próximas a la Conferencia Episcopal”: “Entonces -añadía- bajo a la calle Añastro, a ver dónde están esas fuentes, y no encuentro ninguna”.
Estas memoria tienen, a mi juicio, el mérito de ser una síntesis muy lúcida de la historia de la Iglesia española desde la guerra civil a nuestros días. En período tan amplio España ha registrado grandes cambios, y la Iglesia grandes acontecimientos. Don Fernando, como interviniente destacado de estos últimos y en parte de los primeros, ha estado situado en una posición privilegiada, de cuyas observaciones nos hace ahora partícipes a sus lectores.
Con el estilo que le es propio, claro y directo, llama a las cosas y a los hechos por su nombre, sin recurrir a eufemismos edulcorantes, a fin de contentar a los que nunca estarán contentos ni leerán a un cardenal de la Iglesia católica. Así llama rojos a los que eran rojos y se decían a sí mismos rojos antes y durante la guerra, y no republicanos de una República fantasmal como los califican ahora los escribas acomplejados o revanchistas. Y tampoco oculta que los seminaristas pasaban hambre de verdad, como todo hijo de vecino en aquella posguerra donde no había de casi nada, porque el aparato productivo nacional había quedado hecho trizas. Como sucedáneo se comían boniatos, muchos boniatos, boniato al que la guasa popular llamaba “el salvador de España”.
Además el libro está impreso en letra grande, lo cual facilita mucho su lectura, no sólo a los viejos de nuestra generación, que hacemos ricos a los ópticos, sino a los mucho más jóvenes: que, dado el estilo de vida que llevamos todos por exigencias del guión, dentro de poco los niños nacerán, en lugar de un pan bajo el brazo, como se decía antiguamente, con gafas y un móvil entre las manos.
En definitiva, lo menos que puedo decir de estas memorias, haciéndoles justicia, es que hay que leerlas si a uno le preocupa y ama a nuestra Iglesia y quiere hacerse una idea cabal de su historia y evolución a lo largo de los últimos ochenta años.
Carmelo López-Arias ya publicó días atrás en estas mismas páginas, una amplia reseña del libro, en la que destacaba sus partes más sustanciales. Por lo tanto, mi comentario de ahora sólo puede ser una continuación o añadido de ciertos detalles que ilustran y complementan lo dicho por el compañero Carmelo.
El cardenal y un servidor somos casi de la misma quinta. Don Fernando me lleva sólo seis meses de delantera y, en consecuencia, hemos vivido a la par los avatares y circunstancias tanto civiles como eclesiásticas de España y la Iglesia española. A veces compartiendo el mismo vagón del mismo tren. No puedo olvidar las atenciones -y primicias- informativas que me proporcionaba cuando era secretario general de la Conferencia Epìscopal y yo director de la revista Vida Nueva. Ello me permitía algún que otro pisotón a la competencia, pero no lo hacía por un prurito profesional de parecer mejor informado que otros, sino porque prefería -lo he preferido siempre- beber en fuentes fidedignas antes que dejarme llevar por los rumores picantes de dudoso origen. A este respecto don Fernando me decía, con su retranca baturra, que a veces se publicaban noticias “facilitadas por fuentes próximas a la Conferencia Episcopal”: “Entonces -añadía- bajo a la calle Añastro, a ver dónde están esas fuentes, y no encuentro ninguna”.
Estas memoria tienen, a mi juicio, el mérito de ser una síntesis muy lúcida de la historia de la Iglesia española desde la guerra civil a nuestros días. En período tan amplio España ha registrado grandes cambios, y la Iglesia grandes acontecimientos. Don Fernando, como interviniente destacado de estos últimos y en parte de los primeros, ha estado situado en una posición privilegiada, de cuyas observaciones nos hace ahora partícipes a sus lectores.
Con el estilo que le es propio, claro y directo, llama a las cosas y a los hechos por su nombre, sin recurrir a eufemismos edulcorantes, a fin de contentar a los que nunca estarán contentos ni leerán a un cardenal de la Iglesia católica. Así llama rojos a los que eran rojos y se decían a sí mismos rojos antes y durante la guerra, y no republicanos de una República fantasmal como los califican ahora los escribas acomplejados o revanchistas. Y tampoco oculta que los seminaristas pasaban hambre de verdad, como todo hijo de vecino en aquella posguerra donde no había de casi nada, porque el aparato productivo nacional había quedado hecho trizas. Como sucedáneo se comían boniatos, muchos boniatos, boniato al que la guasa popular llamaba “el salvador de España”.
Además el libro está impreso en letra grande, lo cual facilita mucho su lectura, no sólo a los viejos de nuestra generación, que hacemos ricos a los ópticos, sino a los mucho más jóvenes: que, dado el estilo de vida que llevamos todos por exigencias del guión, dentro de poco los niños nacerán, en lugar de un pan bajo el brazo, como se decía antiguamente, con gafas y un móvil entre las manos.
En definitiva, lo menos que puedo decir de estas memorias, haciéndoles justicia, es que hay que leerlas si a uno le preocupa y ama a nuestra Iglesia y quiere hacerse una idea cabal de su historia y evolución a lo largo de los últimos ochenta años.
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