Jueves, 18 de abril de 2024

Religión en Libertad

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III Domingo de Adviento

por Al partir el pan

 Isaías 61, 1-2a. 10-11; 1 Tesalonicenses 5,16-24; Juan 1, 6-8.19-28
«Este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz» 

«Ahora sólo puedo agradecerle a Dios que el camino que tengo es el mejor, mi mejor Belén en el que nace Dios. Aquí, en mi realidad, donde vivo, en mi pobreza. Aquí, con mis límites, con mi amor torpe»


Todos los años, cuando ya vislumbramos la llegada del Señor, la Iglesia se alegra en el domingo de la alegría. Es el día para que alcemos la mirada al cielo y demos gracias por la vida recibida. «Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión». Todos queremos estar siempre alegres. Muchas veces no lo logramos. Como explica Sonja Lyubomirsky de la Universidad de California: «El 40% de nuestra capacidad para ser felices se encuentra en nuestro poder de cambio». Sí, la capacidad de cambiar, de adaptarse a las circunstancias distintas, de sobreponernos a las dificultades, de saber interpretar la vida de la manera correcta, de saber cambiar hábitos que nos endurecen y entristecen, de eliminar la costumbre de ver sólo lo malo a nuestro alrededor. Esa capacidad para sufrir las pérdidas y seguir luchando, confiando, esperando. Comentaba Tamara Star: «La gente feliz va dando pasos todos los días para lograr sus objetivos, pero se dan cuenta de que al final, pocas cosas se pueden controlar en lo que nos depara la vida. La gente feliz experimenta miedo y preocupación. La gente feliz vive en el ahora y sueña con el futuro. Puedes sentir sus vibraciones positivas. Se emocionan cuando algo sale bien, agradecen lo que tienen y sueñan con lo que les pueda deparar la vida. Todos nadamos en las aguas de la negatividad de vez en cuando, pero lo importante es el tiempo que nos quedemos en ellas y lo rápido que intentemos salir de ahí. No consiste en hacer todo a la perfección: son los hábitos positivos de la vida diaria lo que diferencia a las personas felices de las infelices». Hábitos positivos. Capacidad para cambiar y adaptarnos. Capacidad para salir de la negatividad, de las quejas y críticas. Es verdad que gran parte de la posibilidad de ser felices se encuentra en nuestro interior. Pero no basta. No podemos controlarlo todo. El miedo a perder, a fracasar, puede quitarnos la paz del alma y hacernos infelices. Es verdad que podemos cambiar las actitudes y eso es fundamental para madurar, para tener más inteligencia emocional, para empatizar y saber profundizar nuestros vínculos y lograr que sean sanos. Todo eso es clave. Es lo que el P. Kentenich llamaba autoeducación. Que no tiene necesariamente que ver con fuerza de voluntad, aunque la voluntad sea una parte importante de nuestra vida. La autoeducación presupone dos actitudes: conocer nuestro interior y aceptarnos en nuestra realidad. Saber quiénes somos y lo que podemos ser. Sobre eso se puede construir. Mejor dicho, sobre esa base Dios puede hacer su obra de arte. Pero el Padre siempre nos invita a poner la autoeducación en manos de María. Bajo su protección podemos crecer. En sus manos nos dejamos hacer. Sólo así, por su gracia, podremos un día aprender a abandonarnos en las manos de Dios. Decía el P. Kentenich: «Mi camino de vida será el más feliz para mí aun cuando mis inclinaciones naturales se orienten hacia otra dirección; ese camino será pues el más feliz para mí precisamente porque Dios está detrás de él y la obediencia me garantiza su presencia»[1]. Seguir su camino, obedecer sus insinuaciones, hacer míos sus pasos, todo eso me conduce a la felicidad. Los caminos inconclusos, las rutas nunca recorridas, las posibilidades perdidas, lo que nunca ocurrió, lo que no fue, es ya pasado. Ese no fue mi camino más feliz. Ahora sólo puedo agradecerle a Dios que el camino que tengo es el mejor, mi mejor Belén en el que nace Dios. Aquí, en mi realidad, donde vivo, en mi pobreza. Aquí, con mis límites, con mi amor torpe. ¡Cuánto nos cuesta a veces alegrarnos con nuestra vida tal y como es! Es difícil, pero es el único camino. Sólo viviendo en Él, obedeciendo sus pasos, descubriendo en sus huellas su presencia, seré feliz, llevaré una vida plena.
 
Hoy es el día de la alegría. Me gustan las personas alegres, las de risa y carcajada fácil, las que ríen nuestras gracias, las que se toman con humor la vida. Las que sonríen al saludarte. Y no te miran con gesto adusto. Las que no desfallecen cuando algo no les sale bien y son capaces de reírse de sus torpezas y tropiezos. Me gustan las personas alegres, que van por la vida sembrando luz, con inocencia, sin darse importancia. Son aquellos que se ríen de la vida tal y como es, no se toman demasiado en serio y saben aceptar las críticas y las bromas con humor, sin rebelarse, sin saltar a la defensiva ante el más mínimo consejo que les damos. Decía el P. Kentenich: «El hijo menor de edad e inmaduro se pregunta dónde será más feliz, dónde estará más cobijado, mientras que el hijo purificado se pregunta qué es lo que le causa más alegría al Padre. Naturalmente, a esa mayor alegría estará unido el mayor cobijamiento, que en este caso será una consecuencia y no una finalidad. En efecto, el cobijamiento es consecuencia de la entrega total»[2]. Es interesante. ¡Cuántas personas van por la vida buscando el camino de su autorrealización, la forma de ser más felices! Buscan como finalidad de sus vidas un lugar, un espacio, una realización de sus potencialidades. No les importa dejar heridos a su paso. A veces sus decisiones hieren, rompen, acaban con otras ilusiones. Y todo para ser más felices, para encontrar su lugar mejor. No se preguntan tanto dónde Dios los quiere. No buscan dónde pueden ser más fecundos para otros. Viven como los niños pequeños, centrados en su deseo, en su bienestar, en responder a sus pasiones. Mirándose el ombligo en lugar de mirar a Dios. Viven centrados, nunca descentrados. Hace un tiempo una persona me decía: «Yo tengo muchas capacidades, siento que no me valoran y no utilizan todo mi potencial». La verdad es que me sorprendió su afirmación. Detrás había una queja honda. No se sentía valorado, explotado en todo lo que podía dar. Me dio pena. Yo creo que uno tiene que aprender a florecer en el trozo de tierra donde le pone Dios. A veces no podremos explotar todo nuestro potencial. Pero no importa, es de Dios. Él sabrá. Si siempre vivimos pensando que no nos valoran lo suficiente, que no nos reconocen bastante, nunca vamos a ser felices. Seremos lo contrario, un poco cenicientos. Iremos sembrando amargura, y lo sabemos, la amargura es esa semilla pequeña que da un árbol inmenso, el árbol de la tristeza, de la crítica, de la envidia, del juicio. La fiesta de hoy es una llamada a vivir con más alegría. A dejar de lado los trajes oscuros y tristes. Es una llamada a alegrar a otros. Cuando mi objetivo en la vida es alegrar a Dios y alegrar a los hombres, todo cambia. ¿A quién puedo alegrar hoy? ¿A quién he alegrado hoy con mi vida, con mis palabras y gestos? Es cierto que muchos días no es sencillo. Pero es bueno que nos lo recuerden. Siempre hay razones para sonreír, para agradecer, para mirar el futuro con esperanza. En medio de las crisis, en medio de la cruz. Es el momento para levantar la mirada a María y decirle: «Que mi vida entera sea una canción de amor para ti. Que mi vida entera cante para ti. Que pongas música a mis letras sin vida y devuelvas alegría a mis canciones de dolor. Que escribas en mi página en blanco el camino que me lleve al verdadero amor. Que mi vida entera sea tuya, cante, ría, sufra y ame para ti». Me gustaría rezar esta oración todos los días. Para no olvidarme. Hoy también puedo sonreír. Hoy también puedo hacer sonreír a otros.

El problema de la búsqueda de la propia felicidad es que, por lo general, cuando tenemos algo, no queremos renunciar a ello. El otro día, al pensar en la vida de Francisco Javier, recordaba una anécdota de su vida. En su viaje a las Indias, tuvo la posibilidad de disponer de un camarote cuidado para ir protegido hasta su destino. Eran viajes muy largos y difíciles. Renunció a ello para ir con los más necesitados. Sabiendo que así ponía en peligro su salud, su propia vida, su misión. Pasó todo el viaje dando su vida. ¡Cuánto nos cuesta renunciar a las comodidades y privilegios! ¡Cuánto nos cuesta renunciar a la ganancia fácil! ¡Qué difícil no meter la mano en la bolsa y aprovecharnos de las ventajas de la vida! Pasa delante de nosotros una oportunidad y no la desaprovechamos. Aunque no sea justo. Aunque otros tengan otras situaciones más difíciles. No lo pensamos. Y es que no es fácil renunciar. Decía el P. Kentenich: «Cuanto más maduros seamos tanto más tenemos que eliminar la búsqueda consciente y directa de cobijamiento y descanso. Si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el cobijamiento surgirán espontáneamente»[3]. ¡Cuántas personas se afanan obsesivamente por su descanso! No pretenden hacer felices a nadie, sólo quieren descansar y ser felices ellos. Y no entienden que la renuncia sea un camino de felicidad. Renunciar parece todo lo contrario. A veces siento que yo caigo en lo mismo. Es una tentación constante. Perder la tensión y dejar de afanarme por dar la vida. Pero, por lo general nos gustan los primeros puestos, nos gusta el descanso, nos gusta que nos respeten en nuestros tiempos, estar tranquilos. No estamos dispuestos a dimitir por nada de este mundo del cargo que tenemos, aunque lo estemos haciendo mal. Aunque nuestra labor no sea justa ni honesta. Nos aprovechamos a veces de los privilegios y no renunciamos a favor de otros. No queremos perder nuestro cobijamiento, nuestro descanso, nuestra vida fácil. Sentimos que tenemos derecho a todo. Y por eso no nos gusta dejar de estar bien. La renuncia nos parece innecesaria. ¿Para qué? No vemos que la renuncia pueda tener algún valor. Pensamos: «Si no lo hago yo, otros lo harán y yo habré sido tonto por no aprovecharme». Ese pensamiento surge con frecuencia en el corazón y nos acaba envenenando. Podemos renunciar, es sano renunciar. ¿A qué estamos dispuestos a renunciar por amor a otros? El criterio siempre es el amor a Dios y a los hombres. ¿Qué privilegios tenemos y no valoramos? ¿En qué cosas puedo renunciar en este tiempo de Adviento?

Hoy el Evangelio comienza con una pregunta central: «Y le dijeron: - ¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?». Todos queremos saber quiénes somos. A veces nos lo preguntamos angustiosamente. Otras veces esperamos que otros nos lo resuelvan. En ocasiones tapamos la pregunta, por miedo, por desgana. Pero en el fondo, a todos nos gustaría tener claro qué decir de nosotros mismos. Nos gustaría descubrir cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es nuestro lugar, a quién pertenecemos, cuál es el secreto de nuestro corazón. Se lo preguntan a Juan porque no entienden su vida, lo que hace, lo que dice. Porque no encaja dentro de un molde. No entienden sus signos y quieren encasillarlo para estar tranquilos. ¿Cuál era su misión verdadera? El evangelio no habla de un ángel que se apareciese a Juan a lo largo de su historia. Ni dice que recibiese de lo alto una señal. La recibieron sus padres. Él la recibió por sus padres. A veces son los otros los que nos muestran quiénes somos. Nos hablan del amor de Dios y de la predilección de Dios por nuestra vida. Así ocurrió con Juan. Toda la familia fue depositaria del amor inmenso de Dios por su pueblo. Zacarías, Juan e Isabel. Pienso en la unidad entre ellos, en su complicidad, animándose, sosteniéndose mutuamente cuando quizás su esperanza podía verse defraudada. Creyeron cuando pasaban los días y no ocurría nada. Le contarían a Juan muchas veces la visita del ángel a Zacarías. Los meses del embarazo en los que su padre permaneció mudo. La visita de María embarazada y su salto de alegría al notar la presencia del Señor. La admiración de Isabel ante esa mujer llena de fe que salió de su tierra sólo para ayudarlos, sin pensar en sí misma. Juan creyó en sus padres, en Zacarías y en Isabel y renunció a buscar su propio camino y abrazó como suyo el camino que Dios le había insinuado. Pero, ¿cómo saber bien el camino? ¿Cómo descifrar la senda a seguir? Juan tuvo que ir al desierto. Buscar en la soledad. Tantas veces nosotros buscamos nuestra misión. Damos tumbos buscando un lugar ideal en el que ser plenos y alcanzar la paz. Nos identificamos con unos y con otros. Pero todos queremos saber bien nuestra originalidad, nuestro aporte, lo que somos, lo que nuestra vida logra. A veces buscamos un lugar que sólo existe en nuestros sueños y fantasías. Un lugar diferente al que tenemos. Una historia novelada sobre nuestra vida. Pero no es real. Y se nos olvida que ese lugar querido por Dios es nuestra propia vida tal y como es hoy. La felicidad consiste en hacer de nuestra vida nuestro propio camino de plenitud. Juan nos muestra cómo hacerlo. Él buscó en el desierto y encontró el sentido de su vida junto al Jordán. Su actitud nos enseña cómo se puede vivir dándolo todo. Nos enseña su amor obediente. La humildad de ser hijo y dejar paso siempre a Dios. Nos enseña a esperar en Adviento, a hacer que la vida sea un Adviento continuo, buscando, esperando, anhelando, no conformándonos con lo que tenemos, deseando siempre más. Nos enseña el camino para hacernos pequeños dejando paso al único que salva. Al único que calma. Al único que consuela. Nos enseña a no creernos nada. Juan esperó ayudando a otros a esperar; se preparó ayudando a que otros se prepararan.

Juan se convierte en precursor, en preparador de caminos. Da paso a otro más importante, a Aquel al que todos esperan. Juan sólo es el precursor: «Juan les respondió: - Yo no soy el Mesías. Le preguntaron: - Entonces, ¿qué? ¿Eres tú Elías? El dijo: - No lo soy. - ¿Eres tú el Profeta? Respondió: - No. Yo soy la voz que grita en el desierto: - Allanad el camino del Señor. Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia». No es digno. No puede ni desatarle las sandalias. Es el que anuncia, el que grita en el silencio del desierto. El que denuncia, el profeta que ve más allá de lo que otros ven. Quizás a veces no supo cómo preparar el camino al Señor, cómo indicar su senda. Los caminos de Jesús y de Juan fueron muy distintos. Hubo dos desiertos. El desierto de Juan ocurrió antes de llegar al Jordán. Allí buscó el querer de Dios. Allí se hizo niño, pobre, no se buscó a sí mismo, buscó a Dios en su vida. Se adentró en los misterios de su propia alma. Con miedos, con dudas, con tantas preguntas. Se hizo pequeño y comprendió que él era sólo la voz. Jesús era la palabra. Aprendió a negarse a sí mismo, a renunciar a sus derechos. Allí, en la soledad del desierto, buscando su propio rostro en el corazón de Dios. El desierto de Jesús fue de cuarenta días con sus noches previo al comienzo de su vida pública. Sucedió todo después de haber sido bautizado en el Jordán. Jesús quiso descifrar el camino y se enfrentó a las grandes tentaciones de su vida en el desierto. Allí se encontró con su Padre, en el silencio. Allí se llenó de la fuerza de Dios para emprender un nuevo camino. El Adviento y la Cuaresma están marcados por el desierto. Por la soledad y la búsqueda. En el desierto nos encontramos con nuestras pérdidas y elecciones. Juan y Jesús siguieron caminos muy diferentes pero los dos necesitaron el desierto. Sin ese desierto tal vez no hubieran entendido su vida. Se abandonaron en Dios. Se confiaron en su corazón misericordioso. En el desierto se hizo luz en sus almas. Comprendieron, comenzaron a vivir la vida que Dios había soñado para ellos. Jesús empezó su camino y compartió la vida de los hombres tal como era. Se hizo uno de ellos. Comía con los hombres, con los pecadores. Vivía con ellos. Juan comprendió que su vida comenzaba y acababa en el Jordán, junto a un río. Allí se encontró con Dios, predicando el perdón de los pecados, invitando a la conversión, vistiéndose con pieles, comiendo miel y frutos silvestres. Juan tuvo sus discípulos, aquellos que buscaban como él la conversión del corazón. Ellos querrían cambiar de vida y sabían que tenían que desprenderse de todo lo que les sobraba. Se ataron a Juan, comprendieron su mensaje. Jesús pasó entre los hombres perdonando con su mirada, con sus manos, con su infinita misericordia, con su palabra. Rompió también los esquemas de su pueblo. ¿Cómo podía perdonar pecados aquél que era sólo un hombre? Son las aparentes paradojas de Dios. Él siempre desborda nuestras expectativas. Juan vio que su vida concluiría cuando pudiera señalar al cordero de Dios en medio de los hombres. Cuando lo hizo, cuando dejó ir a sus propios discípulos siguiendo las huellas del maestro, una cierta nostalgia inundaría su corazón. ¿No podía él seguir al maestro? Nosotros mismos no lo comprendemos. Juan era sólo el precursor. Un signo de la misericordia de Dios. Un señalizador lleno de luz en medio del camino. Juan hizo suyo el querer de Dios y asumió la carga de la misión. Estaba allí para permanecer oculto, para enterrar su vida para siempre en las aguas del Jordán. No tenía que tener miedo. Su vida tenía sentido. Un sentido inmenso y poderoso. ¿Puede haber algo más importante que ser la luz que señala la presencia de Dios? ¿Quién era Juan? La voz, la luz, la esperanza. El hombre más fiel y noble. El hijo confiado y atento. Siempre me ha conmovido Juan. Su soledad, su abandono. Su grito desde la cárcel. Sólo quiere saber si su vida ha tenido sentido. ¿Una vida oculta tiene sentido? A veces el mundo nos hace pensar que no. Que sólo vale lo que se ve. Que sólo el que ocupa los primeros lugares es el que vale. El que tiene éxito, el que triunfa. El director general, el presidente. Juan es el antihéroe de las películas. El no reconocido. Aquel al que nadie sigue. Sólo en la cárcel. Pero feliz, porque ya no tenía que seguir esperando. Juan reconoció a Jesús. Era pobre de sí mismo, no se buscaba, no quería los primeros lugares. En el desierto, en su corazón anhelante, su luz no se confundió con otras luces, con otros focos. No quería protagonismo, no era nada. Aprendió a vivir oculto, en un segundo plano, esperando. Por fin su vida pudo concluir. Sus ojos habían visto al Salvador. No fue discípulo de Cristo, pero fue su precursor.

Esperar nos abre el corazón, nos ablanda para recibir, nos libera para amar. En ocasiones, la llegada es más de lo que pensamos, nos sorprende, nos descoloca. A veces podemos desilusionarnos. El otro día pensaba en las expectativas que tenemos en la vida. Es distinto a la esperanza. Creo que la expectativa tiene mucho de derecho y exigencia. La esperanza nos habla de gratuidad. El que espera normalmente no queda nunca defraudado. Sobre todo cuando su esperanza está puesta en Dios. La esperanza que nos salva, que nos sostiene, es la que nos dice que, pase lo que pase, Él estará con nosotros todos los días de nuestra vida. Por eso nunca nos defrauda. En el desierto o en el vergel. En soledad o en compañía. Él nos sostiene, nos levanta, nos anima. Es la esperanza que tiene que ver con Navidad. Por el contrario, el que tiene expectativas, casi siempre se frustra. Porque no es posible ver satisfechas todas nuestras expectativas. Eso me llama la atención. ¡Cuánta gente sufre porque no le agradecieron por algo, porque no valoraron su entrega, porque no apreciaron su amor, porque no fueron capaces de acogerlos en su dolor, porque no reaccionaron como ellos esperaban! Son expectativas muy humanas, poco de Dios. Algunas de ellas son muy lógicas, esperables, comprensibles. Tan humanas como el miedo o como el hambre. Nos las cuentan y comprendemos sus sentimientos de rabia o de tristeza. Nos ponemos en su lugar. Es normal tener expectativas. Porque estaría bien que nos acogieran siempre, entendieran siempre nuestro dolor, supieran cómo calmar la herida, respetaran nuestros tiempos. Sí, todo eso está muy bien, es comprensible. El problema es que a veces, cuando no ocurre lo que deseamos, nos amargamos, perdemos la alegría, nos llenamos de ira, hacia el mundo, hacia Dios. Y lo cierto es que lo que no es derecho no puede ser exigido. No podemos exigir el amor, ni el acogimiento, ni una palabra de agradecimiento, ni una sonrisa. No son derechos, es gratuidad. El Adviento nos enseña a esperar bien. A esperar con sentido. A esperar sin frustrarnos, sin perder nunca la alegría. A esperar como Juan lo hizo, confiado, seguro de que Dios lo acompañaba siempre. Juan nos enseña a preparar una morada para Dios en la pobreza, en la sencillez del desierto. Allí donde estamos solos y miramos nuestro corazón, allí donde todo nos sobra para quedarnos libres y poder así desear la pronta llegada de Jesús. Hoy esperamos con Juan. Porque él sí sabía esperar, toda su vida fue una espera.
 
Pensaba en las esperanzas, en los sueños, en la liberación que trae Jesús. Pensaba en la película «Enredada». En ella, la protagonista, una princesa capturada en un castillo por el poder de su pelo, vive esperando. Siempre, el día de su cumpleaños, ve por la ventana de su torre, unas luces que ascienden al cielo. No son estrellas, porque estas están fijas. Son luces que parecen señalar algo. Ella, cada año, espera esas luces y sueña con poder salir un día e ir a verlas. No sabe bien por qué, pero intuye, en el fondo de su corazón, que esas luces tienen que ver con ella. Cree, sin saberlo, que las luces ascienden el día de su cumpleaños, precisamente por ella, esperándola a ella. Es precisamente el deseo de verlas de cerca lo que le da el coraje suficiente para abandonar la torre y desobedecer a su presunta madre. Ese vínculo enfermo entre las dos la esclaviza y le niega la posibilidad de la libertad. El don precioso de su pelo la hace esclava. Tiene un don y ese don la convierte en prisionera, sin una vida propia. Ella no valora tanto su don. El poder surge de la luz del sol. Una flor nacida de la fuerza solar le devolvió la salud cuando ella era bebé. Es así como hereda sus poderes. Por eso, cuando alguien canta mientras peina su pelo, el pelo se vuelve mágico. Devuelve la juventud perdida al que lo toca. De ese poder se aprovecha una mujer mayor, que la rapta y se convierte en su madre. Una mujer que quiere ser joven siempre. Retiene por un fingido amor, a la persona que le da ese poder. Se aprovecha de los poderes de su pelo. La torre es esa cárcel inalcanzable. Si el pelo es cortado pierde todo su poder. Los reyes, padres de la princesa, cada cumpleaños de la niña, acompañados por todo el pueblo, dejan elevarse al cielo cientos de luces que señalan el día en que esa niña nació. Guardan en su corazón la secreta esperanza de que ella, un día, descubrirá que esas lucen son por ella. Me impresiona la película. Me impresiona un amor egoísta que esclaviza. ¡Cuántos amores egoístas hay a nuestro alrededor! ¡Cuántas personas usan el chantaje emocional para esclavizar a otros! Queremos que nos dediquen todo su tiempo. Nos molesta compartir su vida con otras personas. Nos cuestan otras amistades. Queremos retener a las personas con el argumento del amor exclusivo. ¡Cuánto daño nos hace! Un amor que no libera es un amor enfermo. No queremos vivir enfermos. Me asustan esas personas que continuamente pretenden maniatar la vida de los demás. El amor que no libera al amado se acaba muriendo y acaba matando. ¡Cuántas veces escuchamos hablar de la violencia doméstica! Violencia familiar. Amores que acaban provocando odio. Esa niña inocente prisionera en la torre, esa niña que se deja engañar, representa la pureza que hay en todo corazón. El deseo del alma de salir de la torre que la esclaviza a veces. Queremos ser libres y volar más alto. Las estrellas nos hablan de lo que podemos llegar a ser. Las luces encendidas que se elevan. ¿No es cierto que hay veces que nuestra alma vibra y se apasiona con la vida? ¿No es verdad que el amor, el deseo de lograr lo que nos atrae, es una fuerza impresionante? ¿No es cierto que a veces vemos luces que tienen que ver con nosotros, luces que hablan de lo que somos, de nuestros talentos, de lo que Dios quiere para nosotros? A veces amamos con un amor inmaduro y podemos dejarnos llevar por lo que el corazón nos dice. Cuando nuestro amor no es maduro, podemos llegar quién sabe dónde. Le pedimos a Dios que nosenseñe a querer con un amor maduro, orientado por Dios, por unas luces que sacan lo mejor de nosotros. Un amor que busque las estrellas, que no se conforme y sueñe con realizar la voluntad de Dios. Tenemos un poder muy grande en nuestro corazón y no lo sabemos. Cristo viene a decirnos que no podemos ser esclavos. Que Él nos ha creado para ser libres. Es Navidad. Se hace carne para mostrarnos el camino. Para decirnos que podemos salir de nuestras torres. De nuestros amores a veces poco libres. Que podemos creer en el poder que tenemos en nuestro corazón. En el poder del amor que nos libera y nos hace buscar la luz de Dios.

María en Adviento espera. Camina hacia Ein Karen. Camina hacia Belén, con José. Lleva a Dios dentro. El Adviento es un tiempo de María, un tiempo de anhelo y espera. Me gusta la imagen de la visitación. Refleja muy bien el Adviento. El otro día me puse a meditar algunos cuadros de la visitación. María junto a José. Zacarías junto a Isabel. Me gusta ese camino de María. Ella no se queda a medio camino como decía el Papa Francisco hablando de los buenos pastores: «El verdadero cristiano no tiene miedo de ensuciarse las manos con los pecadores, de arriesgar incluso su fama, porque tiene el corazón de Dios, que no quiere que nadie se pierda. Ser un pastor a mitad de camino es una derrota. Un pastor debe tener el corazón de Dios, ir hasta el límite. El buen pastor, el buen cristiano sale, está siempre en salida: está en salida de sí mismo, está en salida hacia Dios, en la oración, en la adoración; está en salida hacia los otros para llevar el mensaje de salvación». María tiene el corazón de una pastora en salida. Siempre pienso que José iría con ella. En los cuadros que veía se representa a María en pie, caminando, dispuesta. José a su lado, apoyando, custodiando. Es bonito imaginar la escena. María velada, protegida, custodiada por José. Es la santidad matrimonial. Es la santidad familiar, en comunidad. No vamos solos por los caminos de la vida. Eso nos alivia, calma el corazón. Salimos de nuestra comodidad y nos ponemos en camino. María sale de su hogar. Deja lo que tiene. No lo sabemos pero me gusta creer lo que muchos cuadros reflejan, que José no dejó nunca sola a María, tampoco esta vez. Caminó con ella. Dejó de lado su propia comodidad. Acompañó a aquella a la que amaba. Es importante saber que no salimos solos. Lo hacemos como Iglesia. Lo hacemos con otros que nos animan, nos impulsan, le dan sentido a nuestros pasos. La espera del Adviento no es algo estático, es en camino. Me gusta una imagen de María que hay en la comunidad Iesu Communio en la Aguilera. Es una imagen de tamaño real. María sentada pero casi en camino. Embarazada está ya dispuesta a actuar. Me encanta. Tiene paz y reposo. Tiene fuego y tensión. Tiene vida y luz. No está cansada, no está quieta, está en movimiento sin moverse. Está dispuesta a salir a servir. No está cuidándose, está cuidando a otros. Así debería ser nuestra vida. Siempre en movimiento, siempre con paz. En camino, buscando. Sin esperar a que vengan a nosotros. Saliendo Ella a nuestro encuentro. Y al llegar y ser recibida, la alegría llega a casa de Isabel. Ella se sorprende con la presencia de María y la alaba: « ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!». María es feliz y bendita, porque ha creído, porque su fe la ha salvado, porque se ha puesto en camino por amor. Feliz porque se sabe amada profundamente por Dios. La alegría llega a casa de Isabel y Zacarías. La alegría está en el pecho de María. Allí, en su alma. En su seno lleva a Cristo. La alegría hace saltar a Juan. Me gustaría que mi llegada a cualquier sitio alegrara a otros. A veces no es así. No siempre alegramos. A veces estamos angustiados, tristes, preocupados y nuestra vida no es causa de alegría. Queremos pedirle a María que nos enseñe a visitar a otros llevando alegría.
 
María nos habla de pureza virginal. Es la Inmaculada que nos ama. La palabra pureza se ha llenado muchas veces de una perfección inalcanzable. Nos parece esa montaña nevada, en estado virgen, a la que es imposible llegar. Los puros son aquellos que no pecan, que no caen. Y por eso uno descarta este atributo de su vida. Es imposible ser puro. La pureza es un don propio de María Inmaculada. Y Ella no tuvo mancha. Nosotros no miramos con pureza, no tenemos una mirada limpia. Decía el P. Kentenich: «No somos nosotros los causantes de nuestra actividad. Sino María. Cuanto más nos esforzamos en mantenernos limpios y sin mancha tanto más nos ensuciamos». Nosotros sí tenemos mancha. Es tal vez por eso que he necesitado tiempo y la ayuda de alguna persona para entender el verdadero sentido de la palabra pureza. Y escucho en mi corazón: «Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios». Y claro, yo quiero ver a Dios, quiero ver su rostro y tocar su manto. Quiero adentrarme en su mirada. Si para eso necesito un corazón puro; ese es el camino. Pero, ¿quién es puro? ¿Quién puede permanecer puro en medio de los hombres, rodeado por el mundo? La pureza surge y crece en lo más hondo del corazón. Miramos a María y alabamos su pureza: «Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza». María es pura. Pero no sólo porque en Ella no hay pecado. No sólo porque su corazón es templo de Dios y morada del Espíritu Santo. No sólo porque su sí abrió las puertas de la carne a un Dios todopoderoso. La pureza de María tiene que ver con su fidelidad, con su amor apasionado que quema con su fuego todo. No es una pureza helada. Tiene que ver con esa mujer firme que ama al pie de la cruz. María estuvo firme y fiel ante el ángel. María se mantuvo firme ante la cruz. Allí, de pie, sosteniendo el cáliz junto a su Hijo. En ese momento, la única corona que quería recibir era la de su hijo, una corona de espinas. La pureza tiene que ver con integridad, con fidelidad. María es la mujer íntegra, en quien alma, corazón y vida están unidos, en perfecta armonía. Por eso necesitamos entregárselo, para que Ella lo posea: «A ti, celestial princesa, Virgen sagrada maría, yo te ofrezco en este día, alma, vida y corazón. Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía». Le entregamos todo lo que somos. Le entregamos nuestra vida, para que Ella nos haga puros. Para que todo nuestro ser sea de Dios. Para que nuestros pensamientos, anhelos, sueños, palabras, gestos, sean de Dios. ¡Qué difícil a veces! ¡Qué milagroso cuando sucede! La miro a Ella y se lo entrego todo. Le entrego mi sí. Tal vez por ahí empieza todo. Tengo tantos motivos para decirle que sí a Dios. Sí a mi vida, sí a mi presente. Sería bueno que cada uno pudiéramos hacer ese ejercicio. Repetir nuestros síes de rodillas como hizo esta persona: «Sí a vivir cerca de ti. Sí a tocar tu manto, Señor, cada mañana. Sí, a confiar en mis inseguridades y miedos, cuando pienso que podía dar mucho más, que podía salir más al encuentro de los hombres y por miedo me quedo en mi zona de confort. Sí a los desafíos que me presenta la vida. Sí a la renuncia a una vida diferente. Sí a la enfermedad que pueda venir. Sí a la pobreza y al desvalimiento. Sí a dar la vida por aquellas personas que me confías, a veces torpemente, otras entregando lo poco que yo sé. Sí a los pequeños fracasos, cuando me critican o juzgan. Sí a mis infidelidades, a mis inconstancias. Sí a caminar contigo donde Tú vayas. Sí a mis límites y carencias. Sí a mi pasión por la vida, a mi espíritu impulsivo. Sí a mi capacidad de amar. Sí a mis debilidades en las que me veo frágil. Sí a mis inmadureces, cuando no doy la talla, cuando me enfado por tonterías, cuando dependo del mundo. Sí a mis amigos, a mi familia. Sí a los que más me cuestan, a los que no me quieren. Sí a mi pecado, que me recuerda que estoy hecho de barro. Sí a mis amores a veces inconstantes, a veces superficiales, a veces dependientes. Sí a toda mi vida con su grandeza y pequeñez. Te la entrego entera. Sólo quiero decirte que sí. Que hoy, como siempre, se haga tu voluntad, se haga según tu palabra». Lo repetimos con humildad. Lo entregamos en silencio. Como María, ante el ángel, ante Dios. Lo hacemos conscientes de que solos no podemos. De que Dios nos sostiene y levanta. ¿Qué sí me cuesta más entregarle a Dios?


[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios








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