El Santo Crisma
Consagrar el santo Crisma es un rito del todo especial, venerable, único, solemne en nuestro rito romano. Un oficio propio en la mañana del Jueves Santo -la feria V de la Semana Santa- se originó para consagrarlo y se le llamó Missa chrismatis o "Misa del Crisma".
Sí, el santo Crisma es el centro de la Misa crismal y a la vez su fruto más precioso: por eso se consagra después de la comunión (al menos, ese es su sitio tradicional y las rúbricas lo ponen hoy como su momento propio, aunque consientan, desgraciadamente, bendecir los óleos juntos después de la liturgia de la Palabra). La historia de la Misa crismal nos muestra la solemnidad que había en traer al altar el frasco de bálsamo y la vasija del Crisma, con paños de seda, incienso, cirios y cruz; el complicado ritual de su consagración; los ritos de veneración besando la ampolla del Crisma, saludándolo: "Salve, santo Crisma", y haciendo genuflexión incluso. Hoy nada de esto se conserva. Tiempo tendremos de explicarlo y verlo muchas veces.
Pero dediquémonos a ver su mistagogia, su sentido. ¿Cuál es su valor? ¿Qué significa? ¿Qué comunica el santo Crisma?
"En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes.
"En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes.
La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él.
San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. ahora sois objeto de compasión.” (1 P 2, 910). El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad.
Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo?
Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.
No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo. Junto a él pensemos al gran número de aquellos que él ha beatificado y canonizado, y que nos dan la certeza de que también hoy la promesa de Dios y su encomienda no caen en saco roto" (Benedicto XVI, Hom. en la Misa crismal, 21-abril-2011).
Comentarios