Sábado, 02 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Es director espiritual del seminario

El dominico Martínez Puche salva la vida tras un atraco en el seminario de Costa de Marfil

Fray José Antonio Martínez-Puche OP
Fray José Antonio Martínez-Puche OP

Zenit

Experiencia personal de tres largas horas de terror y violencia, en un atraco con arma de fuego al Seminario Redemptoris Mater de Yopougon-Abidjan, Costa de Marfil.

José Antonio Martínez-Puche, dominico y periodista de larga trayectoria profesional al servicio de la Iglesia en España, además de editor de éxito como fundador y director del la editorial Edibesa, hoy director espiritual del citado centro, dedica esta crónica al rector y seminaristas con quienes compartió la odisea:

-“Uno, dos y tres”: fueron las cuatro palabras, -en francés, UN, DEUX ET TROIS- que suponía que iban a ser las últimas que llegarían a mis oídos en esta vida.

Las pronunció un atracador, empuñando un revólver de gran calibre (2,5 o 3 centímetros de diámetro), directamente pegado a la sien izquierda del padre Thomas Kubala, polaco, rector del Seminario Redemptoris Mater de Yopougon-Abidjan, Costa de Marfil, hacia las 00,40 horas del lunes, 3 de diciembre de 2012, fiesta de san Francisco Javier, Patrono de las Misiones. El padre Thomas estaba tendido en el suelo de su cuarto de baño, con un fuerte golpe en la cabeza, que ya cubría de sangre toda su cara, y seguía fluyendo lentamente. Junto a él, estábamos un seminarista marfileño, Williams, y yo, director espiritual del Seminario. Nosotros dos estábamos sentados en el suelo, con la espalda apoyada en la pared: a nuestros pies, el padre rector, quien, con nosotros, había sido conducido por el bandido hasta su cuarto de baño, después de interminables minutos en su despacho.

La oración insistente, hondamente sentida y con la plena convicción de que hablábamos directamente con Dios y con María nuestra Madre, era el clima de nuestro espíritu, cuando todo parecía indicar que iban a ser los últimos momentos de nuestra vida en este mundo.

Lo poco que podía apreciar de la insistente oración del padre Thomas, antes de que llegara el bandido con el revólver, era: Señor, guarda la vida de los seminaristas, guarda la vida de los seminaristas. Esto me animó a pensar en ofrecer mi vida por los seminaristas. A mis 70 años, es poco lo que podía ofrecer al Señor. Pero es lo único que tenía. No sé por qué, seguramente porque me faltó valor, todo quedó en un bello pensamiento, sin que lo tradujera a una sincera oración de ofrenda al Señor.

Fue el momento culminante de un drama que había comenzado a las 23:15 del domingo, 2 de diciembre, en la calle del Seminario, a pocos metros de la entrada. Creo que era la noche en la que más tarde hacía mi marcha nocturna de diabético, porque esa noche había estado atendiendo a un seminarista hasta las 22:50 horas.

¡¡No grites!!

Desde hace 16 años acostumbraba a hacer cada noche un paseo-marcha ágil, antes de retirarme a dormir, como ejercicio muy recomendado por todos los endocrinos que me han atendido en Madrid. Mi paseo, desde que llegué a Costa de Marfil, el 30 de septiembre de este año, es de comienzo a fin de nuestra calle en su parte iluminada, que aprovecho para el rezo diario del rosario. Hasta esa noche no me había ocurrido ni el más mínimo incidente. A quienes encontraba, los saludaba con un Bonsoir, al que respondían: Bonsoir, mon Père o Bonsoir, monsieur.

Iniciaba mi segunda vuelta a la calle, cuando, de repente, me abordaron bruscamente tres jóvenes de unos 25 años. Uno de ellos, empuñando un revólver de tamaño considerable que fijó en mi sien derecha, y agarrándome fuertemente la camisa por el pecho, me gritó:

--¡¡No grites, no grites!!

Con toda la calma que me dio el Señor, le contesté:

--No gritaré. Haré lo que me digáis.

Y, a continuación, al ver uno de ellos la cadena que colgaba de mi cuello, con una cruz y una medalla de la Virgen de la Consolación, Patrona de Molina de Segura, Murcia, España, me preguntó:

--¿Esto qué es?

--Por favor, dejádmela: es un recuerdo de mi madre, que está muerta.

La respuesta fue un fortísimo tirón, que rompió la cadena que era bastante resistente, y se quedaron con cadena, cruz y medalla.

No tenía la menor idea de lo que podría ocurrirme: ¿Me secuestrarían y luego exigirían como rescate una fuerte suma de millones de francos del África del Oeste? (1 euro equivale a algo más de 600 francos del África del Oeste) ¿Me maltratarían de cualquier manera y luego me dejarían maltrecho en alguno de los recovecos de esta calle, que más parece un camino en esta zona periférica de Abidyan, con algunas casas y espacios de hierba y árboles con plátanos? En pocos segundos, fueron varios los interrogantes que pasaron por mi mente, ninguno bueno.

Medio arrastrándome, llegamos a la puerta del Seminario.

--Abre la puerta.

Yo sabía que estaban todos dentro, y suponía que la mayoría estarían en la cama, porque el despertador suena hacia las 4:50 de la mañana. Nada más pasar el dintel de la puerta de la tapia que hay antes del edificio, iba a hacerles una pregunta a los atracadores, algo así como “qué queréis”. En cuanto abrí la boca, uno de ellos me dio tal empujón, que caí y di con mi cuerpo entero en el suelo, de pies a cabeza. Las gafas fueron a parar al escalón de acceso a la habitación-despacho del rector, que estaba con la luz encendida. Pero él no se enteró de nada, por el momento.

¡Todos al suelo!

Me ordenaron que los condujera a mi dormitorio. En ese momento me alegré (si cabe alguna alegría en tales circunstancias) de que no se hubieran fijado en la puerta o ventana del padre Thomas, adjunta a la entrada de la planta baja del inmueble. Si había algo de valor en el Seminario, estaba allí. Mejor que ni se enteraran…

Entramos en el edificio mayor del Seminario, cruzamos el salón multiuso (allí había dos ordenadores que requisaron al momento), y subimos a la planta superior. Ni se me ocurrió llevarlos a mi habitación, porque dudaba de mi resistencia: ¿qué podía ocurrir a un viejo solo, con tres demonios jóvenes llenos de ira, violencia, rencor, odio y avaricia? Me dirigí delante de ellos a la habitación adjunta a la mía, donde hay seis camas (3 literas). En aquel momento solo había dos seminaristas en la cama: el venezolano Alexander y el marfileño Alain. El croata Juray estaba en la ducha, y el marfileño Marcellin, hablando con el rector. Había quedado libre una cama, porque a primera hora del viernes, 30 de noviembre, Narcisse había salido hacia Madrid, con destino al Seminario Redemptoris Mater de Córdoba. La otra cama, seguramente será para el seminarista colombiano destinado a es te Seminario, que pronto estará con nosotros.

En cuanto abrí la puerta, un grito de los bandidos ordenó tajantemente:

--Todos al suelo.

Inmediatamente se levantaron y se echaron cuerpo a tierra, y yo también: con la cabeza apoyada en los brazos cruzados.

¿Dónde está el dinero?

--¿Dónde tenéis el dinero?

--Nosotros somos seminaristas, y no tenemos dinero, respondió uno sin levantar la cabeza.

Comenzaron a revolver las camas, abrir los armarios, haciéndose con todo lo que les interesaba, como ordenadores y relojes. Alguno de ellos vio una luz y se dirigió a las duchas. Allí estaba Juray, al que sacaron desnudo y lo echaron al suelo con la toalla que él había tomado para cubrirse. Cuando le pidieron dinero, les entregó su ordenador: “Es todo lo que tengo”, les dijo. Volvió a echarse por tierra, como estábamos los otros tres, sin apenas respirar. Y le preguntaron dónde tenía los euros. Juray, que no tenía ni un euro ni un franco, levantó un poco la cabeza del suelo para indicarles cuál era su armario, y en ese momento le dieron un fortísimo puntapié directamente en la nariz, que quedó completamente destrozada y comenzó a manar sangre. (Luego lo atendieron en la clínica, y dos días después le efectuaron una complicada operación quirúrgica, de la que está convaleciente).

“Cállate, que te voy a matar”

Desde la entrada a las duchas habían visto otras dos puertas. Y se dirigieron a ellas. En una, ordinariamente destinada a huéspedes, estaba convaleciente de una operación el seminarista camerunés Christian. Christian, que este año está en la misión de Divo con otro seminarista, Ben Joseph, había regresado al Seminario una semana antes, para la operación quirúrgica. Estaba en la ducha cuando entraron a la habitación. Al regresar, vio inmediatamente en el pasillo que ya tenía uno de los ladrones en sus manos el ordenador, pero lo confundió con un seminarista, y le preguntó:

--¿Qué pasa?

--Venga, el dinero, el dinero.

Christian comprendió que era un ladrón. Al escuchar esas pocas palabras entre seminarista y compañero bandido, llegó el que tenía el revólver. A ambos les dijo Christian:

--Escuchad, hermanos, yo estoy enfermo, me encuentro mal.

--Venga, acuéstate en la cama.

Mientras se acostaba, el ladrón comenzó a registrar el armario. Allí encontró un rosario de oro muy especial: el rosario que llegó a Camerún junto al cuerpo sin vida de su hermana Arlette-Nicole (32 años), quien, desde Bruselas le había prometido, un mes antes, “un regalo muy especial”. Era ese rosario, que su tía, que viajó con el cuerpo de su sobrina el 15 de abril de 2007, el mismo día y hora en que Christian celebraba la admissio, el acto por el que la Iglesia lo admitía a la preparación para el sacerdocio. Él mismo pudo ver, desde el seminario camerunés de Douala, cercano al aeropuerto, la llegada del avión que traía a Camerún el cadáver de su hermana. No por el valor del oro, sino por esta serie de connotaciones, Christian les dijo:

--Por favor, déjenme este rosario: fue mi hermana quien me lo regaló, y llegó con su cuerpo sin vida desde Bruselas.

--¡¡Cállate, que te voy a matar!!

Se metió el rosario en el bolsillo y dejó a Christian en la cama, tranquilo, a pesar de haber perdido su ordenador y su tesoro: el rosario de su hermana.

Otros dos seminaristas de nuestro Seminario --Serge y Stephan- marcharon en noviembre a Roma, donde terminarán sus estudios, sin dejar de pertenecer a esta diócesis.

También entraron en la otra habitación. Allí estaban el marfileño Williams, que ya estaba dormido, y el salvadoreño Manuel, que no podía conciliar el sueño. En esa situación, comenzó a escuchar ruidos en la habitación de los seis, y pensó: ¿Por qué estarán moviendo las mesas y abriendo y cerrando los armarios en la habitación grande? A los pocos minutos tenía la respuesta: el que empuñaba el revólver irrumpió bruscamente en su habitación. Se dirigió directamente a la ventana, que estaba abierta, para averiguar si aún quedaban habitaciones por saquear. Solo pudo ver la calle. Inmediatamente, dirigiéndose a Williams, le preguntó:

--¿Dónde está tu ordenador?

No hizo falta respuesta, porque el mismo malhechor inició una búsqueda ansiosa, y dio con el ordenador. Manuel, que también recibió la misma pregunta, le ofreció su bolso de viaje, para que tomara lo que quisiera. Pero no encontró nada de dinero en ningún sitio. Entonces, les hizo varias veces la pregunta de rigor:

--¿Dónde está el dinero?

--Aquí no hay absolutamente nada de dinero.

--Entonces, ¿dónde está?

--Si hay algo, está en la habitación del Rector.

Salieron los dos seminaristas delante del ladrón. Les impresionó el silencio profundo que reinaba en la habitación grande. Manuel, cuando vio a Marcellin con goterones de sangre que caían de su cabeza, y a los demás tendidos en el suelo, pensó que ya estábamos todos muertos... Gracias a Dios, la vida que Él nos dio continuaba por ahora.

Mientras que Manuel se tiró al suelo, Williams permaneció de pie, porque le habían dicho que los acompañara a la habitación del rector, cosa que yo no sabía. También a mí me ordenaron que me levantara y los acompañara.

“Os mataremos”: Vencer al mal con el bien, sin ofrecer resistencia

El comportamiento de todos los seminaristas fue ejemplar: estos jóvenes podrían haber plantado cara a los otros jóvenes que venían a atracarlos. No por cobardía, sino por convencimiento, todos optaron, por no contestar a la violencia con violencia, sino por no ofrecer ninguna resistencia al mal que les estaban haciendo los bandidos. Seguro que pensaron en la imagen del futuro Mesías que ofrece el profeta Isaías (53,7): Como cordero llevado al matadero, no abrió la boca. Es lo que hizo Cristo en su Pasión, y san Pablo resume en estas palabras: No devolver a nadie mal por mal… No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien (Rom 12,17.21).

Allí estábamos en el suelo, cuando (según me enteré después), hicieron subir al padre Thomas y a Marcellin, seguramente para que contemplaran el espectáculo que ofrecíamos, tan peligroso para la vida de los seminaristas. Yo no pude verlos, porque seguía sin moverme extendido en el suelo, al fondo de la habitación. Como ya habían tratado a Marcellin en la habitación del padre rector, se dirigieron a él con esta amenaza:

--Ten en cuenta que si tú o tus compañeros hacéis algún movimiento, os mataremos. Díselo a todos.

Marcellin no contestó nada. Pero, para remarcar sus palabras, el bandido le propinó un duro golpe en el ojo derecho. Luego, bajaron de nuevo a la habitación del rector.

Después de un buen rato de estar todos callados, tirados en el suelo, llegaron voces de la planta baja, sin poder distinguir bien quiénes hablaban o lo que decían. ¿Estarían en la habitación del padre rector?

Al poco rato, decidieron los ladrones que Williams y yo los acompañáramos. Al pasar por el vestíbulo, uno de ellos se acercó a la puerta de mi habitación y nos hizo entrar.

-Dales el dinero que tengas, me dijo Williams en voz baja.

Entonces me acordé de que tenía en la cartera diez mil francos, y se los entregué. No me acordé de los cinco mil francos que tenía preparados para recargar el teléfono de aquí en el bolsillo del pantalón (me pongo un pantalón corto para mi marcha diaria), que luego los tomaron, porque quedó en mi habitación uno de los ladrones, registrándolo todo: armario, cama y mesa. Me quedé sin reloj de pulsera, sin el móvil español y el marfileño, y, sobre todo, ¡sin el ordenador! Muchas horas de trabajo, muchísimos emails enviados y recibidos, tantísimas direcciones de correo electrónico de tantos años… Perderlo era algo que temía muchísimo, por todo lo que significaba. Pero, en aquel momento, todo quedaba reducido al valor de cosas, relativizadas ante el imprevisible final de aquella epopeya, que ponía en muy serio peligro nuestra vida ¡la vida! Y, muy especialmente, la vida de una veintena de jóvenes seminaristas de diez nacionalidades.

¿Cómo habéis hecho esto?

El último en llegar al Seminario había sido Matteo, un italiano de Roma de 25 años, ingeniero electrónico, a quien conocí en septiembre, en la convivencia de Porto San Giorgio, donde lo destinaron a nuestro Seminario. Con él habían acudido 300 futuros seminaristas de todo el mundo y los 300 aceptaron sin dudar el destino que el Señor les tenía deparado.

Matteo, con otros nueve seminaristas, estaba en la otra casa del Seminario, más pequeña, también alquilada al mismo dueño. No hay acceso interno directo entre los dos inmuebles, sino por la calle de cuesta muy empinada. Allí estaban los marfileños Michel, Simon, Marius, Benoit, Innocence; Lazare, de Benin; Louis Thierry, de Camerún; el dominicano Alberto; y el español David, de Oviedo.

Señor, ¿qué será de ellos? ¿Sabrán los bandidos que había seminaristas en otra casa? ¿Nos obligarían a que les acompañemos allá los ladrones? Williams y yo no habíamos intercambiado ninguna palabra, excepto la indicación de Williams al entrar en mi habitación, y yo no tenía idea de lo que querían los ladrones.

No, no salimos del inmueble. Dejamos al saqueador en mi habitación, y con otro de ellos bajamos la escalera. Pronto vimos, abierta y con luz, la habitación del rector.

¡Dios mío, qué espectáculo! Thomas ofrecía un aspecto terrorífico: toda la cara cubierta de sangre algo seca y pequeños regueros, procedentes de una gran herida en la cabeza. Menos aparatoso, pero asimismo sangrando por una fuerte herida en la cabeza, estaba Marcellin, el seminarista que había llegado aquella tarde de la convivencia con su comunidad y estaba contando al rector cómo le había ido. No es que hubieran ofrecido resistencia: sencillamente estaban hablando en la habitación del rector, sin saber todavía nada de lo que pasaba, y sin más explicaciones, uno de los ladrones irrumpió bruscamente. Thomas le preguntó quién era y qué quería a esas horas de la noche, a lo que el bandido respondió bruscamente. Al oírlo, el que llevaba el revólver bajó y golpeó fuertemente al padre rector y a Marcellin.

Y llegamos Williams y yo. Impresionadísimo, especialmente ante el charco de sangre que había en el suelo, junto a aquel Ecce Homo, Thomas, le dije con toda la amabilidad que pude al malhechor:

--Pero ¿cómo habéis hecho esto, si sois buena gente?

--¿Qué significa ser buena gente?

--Pues tener buenos sentimientos…

--No creo en los buenos sentimientos. ¡Anda, cállate ya!

No hablé más. Insistían en la pregunta tantas veces reiterada:

--¿Dónde está el dinero? Sí, el dinero de la colecta.

A lo que respondía el padre rector con la poca voz que podía:

--Todo el dinero que había, el que estaba en el sobre en mi cartera, ya lo habéis cogido. Además, esto no es una Parroquia: aquí no hay misas con público, no hay colectas…

Efectivamente, lo que les cegaba era poder llevarse todo el dinero de la colecta de las misas dominicales, que no hay en el Seminario, porque sacerdotes y seminaristas vamos a las distintas parroquias. El primero que entró en la habitación del rector había sacado el dinero del sobre --todo el que había en el Seminario- se lo metió en el bolsillo y salió, sin decir nada a los otros dos. Los que habían quedado estaban aún más furiosos y violentos.

Uno se encaramó y comenzó a registrar la habitación-despacho del rector, comenzando por los altillos del armario. Iba tirando al suelo lo que era de menor peso, y se quedaba con lo que le apetecía. Luego siguió por la mesa y los cajones y terminó levantando el colchón y tirando las sábanas, creyendo que el dinero de la presunta colecta estaría allí. El pobre rector se quedó sin un franco ni otro tipo de moneda, sin el móvil, el reloj de pulsera, y, claro está, el ordenador. Pero en aquellos momentos de angustia, nada de eso le importaba mucho, con ser de verdadera necesidad.

El otro, que también estaba allí --¿qué sería de los seminaristas? ¿habría alguno herido o…?- nos ordenó los tres:

--Vosotros, pasad ahí dentro.

Pasamos al cuarto de baño el rector, Williams y yo, y allí nos mandó colocar: Thomas, tendido en el suelo boca abajo; y nosotros, sentados en el suelo junto a la pared. Fueron momentos de fe viva, de oración silenciosa, o apenas perceptible, e ininterrumpida. Lo que más escuchaba a Thomas era el avemaría, lo mismo que yo rezaba, y luego me uní a él, con voz muy baja, en la más hermosa oración mariana. Williams, un poco más alejado, permanecía profundamente silencioso, pensativo, con los ojos cerrados o la mirada indefinida.

Reviviendo la Pasión del Señor

En nuestra oración --no sé si Thomas me oía, yo sí lo oía a él- era insistente la súplica por la vida de los seminaristas. Constituía nuestra principal preocupación y era el objeto primordial de nuestra oración, con profunda fe y esperanza en el Señor.

En el padrenuestro, pedíamos convencidos: Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad. Y perdonábamos de corazón a los que nos estaban ofendiendo brutalmente.

El avemaría, que con tanta devoción recitamos, marcaba el ritmo de nuestra oración, pensando que podían coincidir el “ahora” con “la hora de nuestra muerte”.

Una evocación diaria de los dominicos es la promesa que santo Domingo nos hizo en su lecho de muerte: No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 956). Y le recordamos su promesa en una bella plegaria: O spem mira, Oh admirable esperanza…

En aquellas circunstancias, no era difícil evocar los momentos de angustia de Cristo en su Pasión. Recordé la oración de Cristo en Getsemaní, y, muy unido a Él, le dije al Padre:

--Si es posible, que pase de nosotros este cáliz, pero que no se haga nuestra voluntad, sino la tuya.

Y, mientras iban pasando los minutos, que parecían horas, el Espíritu puso en mi mente, en mi corazón y en mis labios la oración de Cristo en la Cruz. También con Él le pedí al Padre:

--Perdónalos, porque no saben lo que hacen… Bendice, Señor, a sus familias, a sus esposas e hijos si tienen, a sus padres. (En los días siguientes, ha sido esta oración una constante, por parte de los seminaristas y comunidades, en nuestras Eucaristías, Laudes y Vísperas).

Sentí profundamente ese amor al enemigo, imposible humanamente en aquellas circunstancias. Pero allí, con nosotros, en nosotros, estaba el Señor, y nos concedía ese perdón. Realmente eran dignos de compasión.

Fue entonces cuando, después de estar solos un buen rato, sin saber nada de los seminaristas, llegó ese momento que permanecerá grabado para siempre en nuestra pupila, en nuestro oído, en nuestro corazón y en nuestra oración: la entrada del bandido con el revólver. Aquellas palabras, con la boca del revólver pegada a la sien de Thomas --UN, DEUX, ET TROIS- nos decían que nuestra vida en este mundo era cuestión de escasos minutos. Primero, habría sido el rector. Segundo, el director espiritual…

Inesperadamente, el bandido salió del cuarto de baño y, al parecer, de la habitación rectoral. Ante el silencio que nos rodeaba, al rato salió Williams para cerciorarse de que todo había terminado. Así fue. Los ladrones habían escapado con su abultado botín. Pero lo más importante, la vida humana de todos, seminaristas y formadores, se había salvado. Y la vida del alma, que vale más, había crecido considerablemente en unión con Cristo.

¡TODOS VIVOS!

Uno tras otro, todos fueron apareciendo, como saliendo de una profunda pesadilla, que no era precisamente “El sueño de una noche de verano”. Nos abrazamos mutuamente con una emoción incontenida. Yo tenía enormes ganas de llorar, no de dolor ni de pena, sino para desahogarme. Pero no pude. La emoción, el gozo y la gratitud al Señor eran los sentimientos que nos unían a todos.

Thomas, que seguía con su cabeza plenamente ensangrentada, abrió la puerta de la calle para dirigirse al otro edificio. Yo quise acompañarlo, para cerciorarnos de que ni se habían enterado de nada. Pero me pidió que me quedara allí. Al poco, volvió con la buena noticia de que estaban todos durmiendo: David salió a abrirle y luego subió con nosotros, para vernos, estar a nuestro lado y luego conducir el coche que nos llevaría a la clínica. (David ha sido el primer seminarista del Redemptoris Mater que ha recibido el primero de los dos “ministerios” (Lectorado), de manos del vicario general, el 7 de diciembre, y se prevé que, con Williams, que vino al Seminario después de haberlos recibido, sean los primeros diáconos y presbíteros del Seminario Redemptoris Mater de Costa de Marfil).

Nuestra vida está en manos de Dios, no en la arbitrariedad de unos pobres ladrones. Por el momento, el Señor nos dejaba en este mundo. A partir de esa vivencia tan profunda, queda la impresión de que comenzaba entonces la VIDA NUEVA que nos concedió el Señor esa noche. Cristo nos llama a una mayor fidelidad e intimidad con Él. Nos ha concedido la experiencia del sufrimiento profundo nos une más a Él en la Cruz, y nos hace más cercanos a los demás, para poder comprender mejor a los que sufren, y para ofrecerles una palabra de aliento y de confianza en el Señor.

Mientras los dos españoles (el asturiano David y el murciano José Antonio) nos dirigíamos al hospital con los tres heridos (padre Thomas, Marcellin y Juray), en el coche se vivía una profunda gratitud a Dios porque, al fin, todos habíamos salido con vida.

Lo demás --policía, hospital, operación de la nariz a Juray, vigilancia nocturna del Seminario por parte de los gendarmes, búsqueda de una solución definitiva porque, aunque de modo menos violento, ya hubo otro atraco y robo otra noche de domingo de mayo pasado- ya pasa a segundo plano.

Aquella noche --lo hemos recordado después-, vivimos al pie de la letra lo de Pablo a los Romanos (8, 35ss): ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?; ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Cada una de las preguntas de san Pablo había tenido respuesta en la realidad de aquella noche: aflicción, angustia, persecución, desnudez (Juray desde la ducha), peligro, espada/revólver… Y también, hambre: recuerdo que un seminarista me preguntó antes de irse a la cama, al regresar del hospital:

--José Antonio, tengo hambre. ¿Habrá por ahí algo para comer?

La VIDA NUEVA, la llamada a la conversión en el primer domingo de Adviento, es clara: Dios quiere a sus sacerdotes y seminaristas más cerca de Él, más fieles a la vocación a la santidad, para poder ser testigos creíbles de su amor y de su misericordia, en la Nueva Evangelización, para la que se han erigido en todo el mundo los 96 seminarios Redemptoris Mater.

¡Bendito sea el Señor, que ha querido hacernos partícipes de su Cruz! Esa Cruz gloriosa nos augura la resurrección definitiva, con Cristo, por Cristo y en Cristo.
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