El Beato Noël Pinot y los mártires de Rochefort
El padre Noël Pinot
En el recorrido de la persecución religiosa, que en los días de la Revolución francesa, padeció la Iglesia Católica destaca también el proceso abierto el 21 de febrero de 1794 contra el sacerdote Noël Pinot (sobre estas líneas, Misa clandestina celebrada por el abad Noël Pinot, fresco de Livache, hacia 1870, en la iglesia de Saint-Joseph d'Angers).
Las acusaciones fueron: presunta colaboración con los insurrectos, negación de juramento a la Constitución Civil, presunta cooperación para la reposición de la Monarquía y, sobre todo, el prohibido ejercicio de la profesión de sacerdote. Lo último, junto con el hecho de haber celebrado la Santa Misa, era suficiente para dictar sobre el padre Pinot la pena de muerte y ejecutarlo el mismo día. El candidato a muerte fue irónicamente preguntado si quería morir con el alba puesta, proposición que aceptó con entusiasmo porque así pudo vivir todavía la más bella satisfacción: hasta el último momento ser sacerdote. El suplicio sería como la celebración de su última Misa, su ofrenda final. Así subió el padre Pinot al patíbulo[1], vestido con alba y casulla. Momentos antes de su decapitación tuvo que quitarse la casulla, pero los fieles le pusieron más tarde el ornamento después de la consumación del sacrificio.
Los mártires de “pontons de Rochefort”
Extremadamente graves fueron los sucesos de la primavera del año 1794, cuando 829 sacerdotes y religiosos fueron embarcados en dos viejos barcos negreros, que permanecieron en la desembocadura del río Charente, frente a la isla de Aix. Tendrían que haber sido deportados a la Guayana, pero los veleros ingleses, que cruzaban las costas francesas, impidieron este viaje. Estos sacerdotes, entre los que se hallaban algunos de ochenta años y enfermos, hacinados de noche en estrechísimas entrecubiertas, vivieron un verdadero infierno, con el calor y el hedor más tremendos.
Sin duda, el peor tormento tenía lugar en las horas nocturnas. Un silbido anunciaba la hora del reposo. Aquella masa humana era constreñida a amontonarse bajo cubierta, en la bodega, como sardinas en lata; y la noche era un infierno, con una última refinada crueldad, que anticipaba la de las cámaras de gas. Aquellos galeotes, revolviendo con palas ardientes un barril de alquitrán, esparcían vapores de acre sabor: un método para purificar el aire, pero que provocaba en los prisioneros un tremendo sudor y toses, hasta morir de sofoco los más débiles. Y en aquellas condiciones los mandaban bruscamente al aire libre, sobre el puente de la barcaza. Todos tenían que arrastrarse como gusanos, y el terrible contraste les hacía castañear los dientes por los espasmos de frío.
Con todo, la pena más grande era la de no poder tener ni breviario, ni otros libros de piedad y ni siquiera poder rezar juntos. No obstante, alguno había podido esconder un breviario o un Evangelio o los santos óleos; incluso, hostias consagradas. Y, en aquella cloaca infecta, los mártires se repartían los sacramentos, que les fortificaban para afrontar la muerte con alegría.
Ante la prohibición absoluta de toda plegaria, se sirvieron de muchos subterfugios para conservar una auténtica vida espiritual. Compusieron un cuaderno de resoluciones en el que se advierte un maravilloso espíritu de abandono en las manos de Dios y en el empeño de perdonar todo a todos. En ese cuaderno se halla esta frase que, antes de convertirse en lema común, dijo uno de ellos: “Aunque somos los más desgraciados de los hombres, somos al mismo tiempo los más felices de los cristianos”.
Después de diez meses, a consecuencia de esta situación, habían fallecido 547 personas, entre ellas Juan Bautista Souzy, sacerdote de la diócesis de La Rochelle, a quien el obispo había dado poderes de vicario general para la deportación. El martirio de los tristemente célebres "pontons de Rochefort” fue reconocido en la beatificación del 1 de octubre de 1995, que presidió el papa Juan Pablo II[2], para Souzy y 63 mártires más, que pertenecían a 13 diócesis de Francia y a 12 institutos religiosos.
Ante la prohibición absoluta de toda plegaria, se sirvieron de muchos subterfugios para conservar una auténtica vida espiritual. Compusieron un cuaderno de resoluciones en el que se advierte un maravilloso espíritu de abandono en las manos de Dios y en el empeño de perdonar todo a todos. En ese cuaderno se halla esta frase que, antes de convertirse en lema común, dijo uno de ellos: “Aunque somos los más desgraciados de los hombres, somos al mismo tiempo los más felices de los cristianos”.
Después de diez meses, a consecuencia de esta situación, habían fallecido 547 personas, entre ellas Juan Bautista Souzy, sacerdote de la diócesis de La Rochelle, a quien el obispo había dado poderes de vicario general para la deportación. El martirio de los tristemente célebres "pontons de Rochefort” fue reconocido en la beatificación del 1 de octubre de 1995, que presidió el papa Juan Pablo II[2], para Souzy y 63 mártires más, que pertenecían a 13 diócesis de Francia y a 12 institutos religiosos.
[1] El 21 de octubre de 1926 el papa Pío XI beatificó a este valiente sacerdote diciendo: "Noël Pinot atestiguó, llevando hasta el momento de su ejecución la casulla, que la tarea primordial, más importante y más sagrada del sacerdote, es la celebración de la Santa Eucaristía según el encargo del Señor: `Haced esto en memoria mía´".
[2] L´Osservatore Romano, edición castellana, nº 1396, 29 de septiembre de 1995.
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