¡Demonios!
Esta soberbia del hombre que se endiosa y se encarama en el trono divino es la gran tentación diabólica; y para hacerla realidad, el demonio siempre empieza persuadiendo al hombre de que no existe, para después persuadirlo de que tampoco existe Dios y terminar, en fin, persuadiéndolo de que el único Dios existente y digno de adoración es el propio hombre.
Uno de los rasgos más llamativos del Papa Francisco es su fe obstinada en la existencia de Satanás. Rara es la semana que no se refiere a este Enemigo del género humano, o a sus obras malignas, en alguno de sus sermones. Y no se refiere a él como si se tratase de una abstracción (un inconcreto Mal que pulula por ahí, a modo de pedo cósmico o emanación gaseosa), sino siempre de un modo personal, como por cierto hacía Jesús, cuya vida pública estuvo siempre acechada por Satanás, desde su retiro en el desierto hasta la oración en Getsemaní. Tales menciones papales rechinan enormemente a la sensibilidad contemporánea, que juzga la existencia de Satanás una superstición infantil, o bien confunde al demonio con un abstracto Mal que compite en igualdad de condiciones con un Bien igualmente abstracto, entablando una lucha irresoluble y, por lo tanto, banal (así se explica, por ejemplo, que el pensamiento y el arte contemporáneos ya no tengan drama ni conflicto en su seno y se hayan convertido en carcasas vacías, un arte y un pensamiento irrelevantes). Por supuesto, la insistencia papal en estas menciones es por lo común ocultada o eludida por los medios de adoctrinamiento de masas, que de este modo confirman su empeño por ofrecer una imagen fragmentaria y distorsionada de una figura que desean aprovechar con otros fines inconfesables.
Escribía el gran poeta francés Charles Baudelaire (¡poco sospechoso de meapilismo!) en su diario íntimo: «La mejor astucia del demonio consiste en persuadirnos de que no existe». Y tal astucia nunca había cosechado tanto éxito como en nuestra época. No solo entre los escépticos es habitual negar su existencia; incluso entre los creyentes, es frecuente tropezarse con personas a quienes la existencia del demonio se les antoja una fábula irrisoria, propia de gente inculta y sugestionable, e irreconciliable con la existencia (¡buenismo habemus!) de un Dios misericordioso. Ocurre, sin embargo, que las mismas personas que niegan la existencia del demonio, cuando pretenden localizar la última instancia del Mal en las urdimbres secretas que gobiernan el mundo, necesitan recurrir a grotescas teorías conspirativas y complots de ámbito universal, planificados por organizaciones ultrasecretas. Y, como dice Fabrice Hadjadj en su magnífico ensayo, La fe de los demonios, olvidan remontarse hasta un complot todavía más secreto y tentacular: un complot angélico. A la postre, estas teorías conspiranoicas, tan fantasiosas y abstrusas, resultan infinitamente más irracionales que el escueto reconocimiento de la existencia de Satanás. Pero ya calculó Thomas de Quincey que, por cada superstición de las que desvelaban a los antiguos paganos, los hombres racionalistas de nuestro tiempo cultivan veinte, mucho más estrafalarias y dementes.
Los demonios, nos enseña la teología, son ángeles, espíritus puros que no comparten con los humanos las debilidades de la carne; y que, si se sirven de tales debilidades para atraer a los hombres, es precisamente para humillarlos, pues íntimamente se saben inferiores a ellos (puesto que al hombre le basta su libertad para combatirlos). ¿Y qué es lo que Satanás ofrece al hombre para engatusarlo? No le ofrece riquezas o placeres materiales; o, mejor dicho, se los ofrece, pero solo como prólogo o vía de acceso a su ofrecimiento definitivo, que no es de naturaleza material, sino espiritual: «Seréis como dioses». Esta soberbia del hombre que se endiosa y se encarama en el trono divino es la gran tentación diabólica; y para hacerla realidad, el demonio siempre empieza persuadiendo al hombre de que no existe, para después persuadirlo de que tampoco existe Dios y terminar, en fin, persuadiéndolo de que el único Dios existente y digno de adoración es el propio hombre. Entregarse a Satán es creer que podemos acabar con el Mal con nuestras propias fuerzas, creer que podemos extirparlo de nuestras vidas gracias a nuestros buenos sentimientos y a nuestras potentes máquinas, instaurando un paraíso de progreso en la tierra. Así actuó la antigua serpiente, allá en el Edén; y así siguen actuando hoy las ideologías que fanatizan a los hombres.
Concluiremos citando, nuevamente, a Baudelaire, que vio al demonio de cerca y nos lo hizo ver de manera extraordinariamente vívida en su poesía (llena de drama y conflicto, a diferencia del arte contemporáneo): «Es más difícil amar a Dios que creer en Él. Por el contrario, a los hombres de este siglo les resulta más difícil creer en el demonio que amarlo. Casi todos lo aman y casi nadie cree en él».
Artículo publicado en XL Semanal.
Escribía el gran poeta francés Charles Baudelaire (¡poco sospechoso de meapilismo!) en su diario íntimo: «La mejor astucia del demonio consiste en persuadirnos de que no existe». Y tal astucia nunca había cosechado tanto éxito como en nuestra época. No solo entre los escépticos es habitual negar su existencia; incluso entre los creyentes, es frecuente tropezarse con personas a quienes la existencia del demonio se les antoja una fábula irrisoria, propia de gente inculta y sugestionable, e irreconciliable con la existencia (¡buenismo habemus!) de un Dios misericordioso. Ocurre, sin embargo, que las mismas personas que niegan la existencia del demonio, cuando pretenden localizar la última instancia del Mal en las urdimbres secretas que gobiernan el mundo, necesitan recurrir a grotescas teorías conspirativas y complots de ámbito universal, planificados por organizaciones ultrasecretas. Y, como dice Fabrice Hadjadj en su magnífico ensayo, La fe de los demonios, olvidan remontarse hasta un complot todavía más secreto y tentacular: un complot angélico. A la postre, estas teorías conspiranoicas, tan fantasiosas y abstrusas, resultan infinitamente más irracionales que el escueto reconocimiento de la existencia de Satanás. Pero ya calculó Thomas de Quincey que, por cada superstición de las que desvelaban a los antiguos paganos, los hombres racionalistas de nuestro tiempo cultivan veinte, mucho más estrafalarias y dementes.
Los demonios, nos enseña la teología, son ángeles, espíritus puros que no comparten con los humanos las debilidades de la carne; y que, si se sirven de tales debilidades para atraer a los hombres, es precisamente para humillarlos, pues íntimamente se saben inferiores a ellos (puesto que al hombre le basta su libertad para combatirlos). ¿Y qué es lo que Satanás ofrece al hombre para engatusarlo? No le ofrece riquezas o placeres materiales; o, mejor dicho, se los ofrece, pero solo como prólogo o vía de acceso a su ofrecimiento definitivo, que no es de naturaleza material, sino espiritual: «Seréis como dioses». Esta soberbia del hombre que se endiosa y se encarama en el trono divino es la gran tentación diabólica; y para hacerla realidad, el demonio siempre empieza persuadiendo al hombre de que no existe, para después persuadirlo de que tampoco existe Dios y terminar, en fin, persuadiéndolo de que el único Dios existente y digno de adoración es el propio hombre. Entregarse a Satán es creer que podemos acabar con el Mal con nuestras propias fuerzas, creer que podemos extirparlo de nuestras vidas gracias a nuestros buenos sentimientos y a nuestras potentes máquinas, instaurando un paraíso de progreso en la tierra. Así actuó la antigua serpiente, allá en el Edén; y así siguen actuando hoy las ideologías que fanatizan a los hombres.
Concluiremos citando, nuevamente, a Baudelaire, que vio al demonio de cerca y nos lo hizo ver de manera extraordinariamente vívida en su poesía (llena de drama y conflicto, a diferencia del arte contemporáneo): «Es más difícil amar a Dios que creer en Él. Por el contrario, a los hombres de este siglo les resulta más difícil creer en el demonio que amarlo. Casi todos lo aman y casi nadie cree en él».
Artículo publicado en XL Semanal.
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