Democracia y libertad religiosa
La identidad cristiana no es algo que haya de ocultarse o enmascararse. Esto supondría una infidelidad a Dios y un engaño a los demás; además de constituir una traición al mismo sistema democrático, que se vería en peligro.
El atentado contra la capilla católica de la Universidad Autónoma de Madrid, la paliza dada a una monja en Granada “por monja”, y la moción presentada en el Congreso de los Diputados en orden a modificar la Ley de Libertad Religiosa por Esquerra Republicana de Catalunya, con un contenido muy concreto ideológico, además de otros múltiples signos que se observan y menudean últimamente más de lo que debieran en el panorama español, hacen saltar las alarmas que avisan de que algunos parece que están empeñados, entre otras cosas, en poner en peligro la democracia y la paz, y eliminar, por supuesto, la fe y la Iglesia católica de la faz de la sociedad española y suprimir nuestras raíces comunes.
Ante esto que nos sucede es necesario y apremiante ser lúcidos y claros y advertir del precipicio al que nos quieren llevar algunos laicistas de pensamiento único, y una vez más y sin descanso reconocer y afirmar con toda decisión y verdad que la base y fundamento de la democracia es el respeto, defensa y salvaguardia del derecho de libertad religiosa. Una democracia sana y verdadera necesita el respeto de este derecho fundamental en toda su extensión, tanto en el plano individual como en el social. Todo ello presupone una aceptación, no recortada jurídicamente, de la significación pública de la fe. Una de las trampas en que podemos caer y una de las heridas peores para la democracia es pensar que la fe y la moral es para una esfera interior y privada, pero no para la totalidad de la existencia y de los asuntos humanos.
En España no podemos separar el hecho de la implantación de la democracia del contexto cultural en el que se produce: el de una secularización radical y el de una verdadera revolución cultural, no separable de ese huracán de secularización laicista que barrió la España de los sesenta y de los setenta, unido de hecho a la implantación de una indiferencia religiosa y de un agnosticismo como forma de vida. En este marco, a veces se ha falseado la libertad religiosa como si fuese un privilegio y, consiguientemente, la conjunción de ciertos poderes se ha podido ir deslizando peligrosamente hacia una imposición omnímoda a nuestra sociedad de una particular manera de entender al hombre y al mundo.
En la democracia la no confesionalidad del Estado se plantea como una garantía para el legítimo ejercicio de la libertad religiosa y de las libertades de pensamiento y de expresión. La realidad empero, en ocasiones, puede ser muy otra. En no pocas ocasiones ciertos poderes públicos y mediáticos pueden verse tentados por la tentación de erigirse en una instancia ética superior, medida última de los contenidos y formas de ejercicio de la libertad religiosa. Apoyándose en la legítima laicidad del Estado y en su aconfesionalidad, algunos parecen pretender, de manera oculta o manifiesta, sustituir la fe y la vida religiosa-moral de la sociedad, tal como ésta la ha sentido y expresado a lo largo de los siglos y como la siente y expresa todavía hoy, por ideales culturales o ético-políticos propuestos y propagados por instancias públicas o de poder cultural laicistas.
Es más, las manifestaciones antirreligiosas, mejor y más exacto, anticristianas o anticatólicas, con cierta frecuencia, se han multiplicado en ciertos medios o en otros ámbitos; esto ciertamente no es sólo pervivencia de un anticlericalismo trasnochado; refleja, más bien, una mentalidad que se ha instalado en ciertos poderes y que, desde la más estricta intolerancia y actitud antidemocrática, rechazan lo religioso y cristiano en toda su densidad y tratan de imponer un nuevo confesionalismo social secularista y laicista, por supuesto antidemocrático y anticonstitucional.
Verdadera democracia
La verdadera democracia exige que la libertad de todos sea respetada, de modo que las personas y grupos puedan vivir conforme a sus ideas y creencias, y ofrecer a los demás lo mejor de cada uno, sin ejercer violencia sobre nadie. La tolerancia, el respeto y la comprensión, exigibles a todos en una sociedad democrática, no pueden confundirse con la indiferencia o el escepticismo o el relativismo.
La Iglesia y los católicos no pueden ser espectadores pasivos. Están obligados a manifestarse y actuar en la vida pública, en la cultura, en los diferentes campos de la vida y de las relaciones sociales, de acuerdo con sus convicciones, y deben exigir que éstas sean respetadas. La identidad cristiana no es algo que haya de ocultarse o enmascararse. Esto supondría una infidelidad a Dios y un engaño a los demás; además de constituir una traición al mismo sistema democrático, que se vería en peligro. La Iglesia, como su Maestro, Jesús, ha de dar testimonio de la verdad: para eso está, edificada sobre la roca de la verdad, Cristo. Todo lo contrario de algunas formas de pensamiento que se pretende imponer, están edificadas sobre la arena de la mentira, como sucedió con el nazismo o el marxismo-leninismo de regímenes comunistas.
Una sana democracia, al constituir la libertad religiosa uno de los derechos fundamentales de la persona, exige la consideración positiva de esta libertad religiosa como un valor no a restringir sino a promover, sin más límites que la garantía de la convivencia social del orden público y el cuidado de que se respeten, en la perspectiva del bien común todos los derechos fundamentales de la persona. Los poderes públicos, obligados a favorecer el ejercicio de la libertad de los ciudadanos, tienen que favorecer también positivamente el ejercicio de la libertad religiosa, como un elemento importante del bien común y del bien integral de los ciudadanos.
Ante esto que nos sucede es necesario y apremiante ser lúcidos y claros y advertir del precipicio al que nos quieren llevar algunos laicistas de pensamiento único, y una vez más y sin descanso reconocer y afirmar con toda decisión y verdad que la base y fundamento de la democracia es el respeto, defensa y salvaguardia del derecho de libertad religiosa. Una democracia sana y verdadera necesita el respeto de este derecho fundamental en toda su extensión, tanto en el plano individual como en el social. Todo ello presupone una aceptación, no recortada jurídicamente, de la significación pública de la fe. Una de las trampas en que podemos caer y una de las heridas peores para la democracia es pensar que la fe y la moral es para una esfera interior y privada, pero no para la totalidad de la existencia y de los asuntos humanos.
En España no podemos separar el hecho de la implantación de la democracia del contexto cultural en el que se produce: el de una secularización radical y el de una verdadera revolución cultural, no separable de ese huracán de secularización laicista que barrió la España de los sesenta y de los setenta, unido de hecho a la implantación de una indiferencia religiosa y de un agnosticismo como forma de vida. En este marco, a veces se ha falseado la libertad religiosa como si fuese un privilegio y, consiguientemente, la conjunción de ciertos poderes se ha podido ir deslizando peligrosamente hacia una imposición omnímoda a nuestra sociedad de una particular manera de entender al hombre y al mundo.
En la democracia la no confesionalidad del Estado se plantea como una garantía para el legítimo ejercicio de la libertad religiosa y de las libertades de pensamiento y de expresión. La realidad empero, en ocasiones, puede ser muy otra. En no pocas ocasiones ciertos poderes públicos y mediáticos pueden verse tentados por la tentación de erigirse en una instancia ética superior, medida última de los contenidos y formas de ejercicio de la libertad religiosa. Apoyándose en la legítima laicidad del Estado y en su aconfesionalidad, algunos parecen pretender, de manera oculta o manifiesta, sustituir la fe y la vida religiosa-moral de la sociedad, tal como ésta la ha sentido y expresado a lo largo de los siglos y como la siente y expresa todavía hoy, por ideales culturales o ético-políticos propuestos y propagados por instancias públicas o de poder cultural laicistas.
Es más, las manifestaciones antirreligiosas, mejor y más exacto, anticristianas o anticatólicas, con cierta frecuencia, se han multiplicado en ciertos medios o en otros ámbitos; esto ciertamente no es sólo pervivencia de un anticlericalismo trasnochado; refleja, más bien, una mentalidad que se ha instalado en ciertos poderes y que, desde la más estricta intolerancia y actitud antidemocrática, rechazan lo religioso y cristiano en toda su densidad y tratan de imponer un nuevo confesionalismo social secularista y laicista, por supuesto antidemocrático y anticonstitucional.
Verdadera democracia
La verdadera democracia exige que la libertad de todos sea respetada, de modo que las personas y grupos puedan vivir conforme a sus ideas y creencias, y ofrecer a los demás lo mejor de cada uno, sin ejercer violencia sobre nadie. La tolerancia, el respeto y la comprensión, exigibles a todos en una sociedad democrática, no pueden confundirse con la indiferencia o el escepticismo o el relativismo.
La Iglesia y los católicos no pueden ser espectadores pasivos. Están obligados a manifestarse y actuar en la vida pública, en la cultura, en los diferentes campos de la vida y de las relaciones sociales, de acuerdo con sus convicciones, y deben exigir que éstas sean respetadas. La identidad cristiana no es algo que haya de ocultarse o enmascararse. Esto supondría una infidelidad a Dios y un engaño a los demás; además de constituir una traición al mismo sistema democrático, que se vería en peligro. La Iglesia, como su Maestro, Jesús, ha de dar testimonio de la verdad: para eso está, edificada sobre la roca de la verdad, Cristo. Todo lo contrario de algunas formas de pensamiento que se pretende imponer, están edificadas sobre la arena de la mentira, como sucedió con el nazismo o el marxismo-leninismo de regímenes comunistas.
Una sana democracia, al constituir la libertad religiosa uno de los derechos fundamentales de la persona, exige la consideración positiva de esta libertad religiosa como un valor no a restringir sino a promover, sin más límites que la garantía de la convivencia social del orden público y el cuidado de que se respeten, en la perspectiva del bien común todos los derechos fundamentales de la persona. Los poderes públicos, obligados a favorecer el ejercicio de la libertad de los ciudadanos, tienen que favorecer también positivamente el ejercicio de la libertad religiosa, como un elemento importante del bien común y del bien integral de los ciudadanos.
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