De la variedad a la unidad de Sánchez Albornoz
por Manuel Morillo
Hoy repasaba la lectura de "España, un enigma histórico", de Sánchez Albornoz, su magno ensayo, un libro que que hoy se oculta, pero de recomendable lectura para todos los interesados en nuestra Patria,
En él demuestra documentalmente como la idea de España es compartida por los habitantes y dirigentes de todos los reinos medievales, y que éstos, los reinos mediavales, no son el origen de futuras "naciones" sino que son instrumentos, queridos y conscientes, para recuperar la unidad perdida tras la invasión mahometana.
Como creo que es una lectura imprescindible para vacunarse con la Verdad frente al discurso cultural dominante de los partidos nacionalistas y sus cómplices, los partidos de ámbito estatal (que no nacionales) del sistema, el partido progre de izquierdas y el partido progre de derechas, me permito transcribir algunos párrafos.
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"Durante el siglo XII se realizaron dos uniones, fecundas, a la largo, en el hacer de España.
El matrimonio de doña Petronila de Aragón y de Berenguer IV de Barcelona impidió que el reino aragonés se uniera al de León y Castilla y por lo pronto frustró la posible articulación de una monarquía unitaria en la España central.
Pero "Dios escribe derecho por caminos torcidos", como dice el refrán, y al cabo esa frustración y el consecuente nacimiento de la Corona Aragonesa tuvieron en verdad proyecciones históricas importantísimas para la futura unidad hispana: vincularon perdurablemente Cataluña a un pueblo cispirenaico de lengua y de vida diversas de la suya; y esa vinculación hizo nacer y afirmó en ella un espíritu pactista que, asegurado luego, cuando la Señoría conquistó Valencia y Baleares, la unió para siempre al resto de España.
A fines de siglo, para castigar la traición del rey de Navarra, quien en las horas críticas de la cristiandad española que precedieron y siguieron a la derrota de Alarcos (1195) se había aliado con los almohades, el castellano Alfonso VIII entró en son de guerra en tierras vascas.
Estas habían formado parte del reino de Oviedo en el siglo IX mientras Pamplona se aliaba con los musulmanes del valle del Ebro; habían integrado en el X la Castilla condal y sólo tardíamente se habían incorporado a Navarra.
El rey castellano sitiaba Vitoria, cuando los guipuzcoanos pactaron voluntariamente su unión a Castilla. Álava se unió poco después. El señorío de Vizcaya dependía de la corona castellana desde el reinado de Alfonso VI -desde la muerte de Sancho el de Peñalén en 1076- y no se había apartado de ella sino algunos años, por la usurpación de Alfonso el Batallador de Aragón (1109-1134).
Y así, a partir del año 1200, la "Euzcadi" (sic) de hoy vivió la misma historia que el pueblo a cuya formación había contribuido, con su sangre y con su espíritu, en sus ya lejanos albores: La historia de Castilla. Al unirla a su vida, Castilla iniciaba su gran empresa de restaurar la antigua unidad española.
En la primera mitad del siglo XIII todavía hallamos sin embargo como un eco del antiguo secesionismo castellano. Había muerto inesperadamente el niño rey Enrique I. Correspondía el trono de Castilla a su hermana doña Berenguela, que tenía dos hijos de su matrimonio con Alfonso IX de León, anulado por la Iglesia con motivo del parentesco que unía entre sí a los esposos. La nueva reina hizo venir a su primogénito, que estaba con su padre, sin informar a éste del suceso que motivaba su llamada.
El pueblo castellano llevó al trono a don Fernando. Y el autor de la "Crónica latina de los reyes de Castilla" -según Cirot, su editor, obispo de Plasencia o de Osma-, al relatar la astucia de doña Berenguela, se congratula de que, gracias a tal diligencia, los castellanos no hubieran dejado de tener su propio rey.
En ningún otro de los reinos cristianos de España se habría pensado a la sazón de modo diferente. La historia había afirmado la diferenciación estatal de las comunidades políticas nacidas de la local resistencia originaria contra los musulmanes.
Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevivido a todos los fraccionamientos políticos de la Península. Menéndez Pidal ha señalado la ausencia de enconos regionales y la pervivencia de la conciencia unitaria de España en el Cantar de Mío Cid.
El juglar de Medinaceli descubre lo vivaz de tal sentimiento cuando pone en boca de algunos personajes alusiones a España como realidad, presente siempre en la mente de sus hijos: el conde de Barcelona, cautivado por el Cid, exclama: "Non combré vn bocado por quanta ha en toda España" (v. 1021) y el conde don García se dirige así a Alfonso VI, en las cartas de Toledo: "Merced ya rey, el mejor de toda España" (v. 3271).
El cantor del Cid hace pensar a uno y otro conde, en graves instantes de sus vidas, no en sus propias tierras nativas, sino en la superior unidad de Hispania; y va todavía más lejos, cuando presenta a España como ámbito normal de la fama de hechos notables en ella ocurridos: "De questo acorro fablara toda España", dice por ejemplo.
Esa idea unitaria se afirma como resultado de la gran labor historiográfica que se lleva a cabo en León y Castilla, durante el siglo XIII, por iniciativa de sus reyes, tras la unión de los dos reinos en 1230. Lucas de Tuy al escribir su Chronicon Mundi se deja ganar por el espíritu de San Isidoro, saturado de orgullo nacional hispánico; y ese orgullo nacional preside la redacción de su obra: la desunión del pueblo español le lleva a la derrota y su unión al éxito.
Don Rodrigo Ximénez de Rada, un navarro castellanizado -nació en Puente la Reina y fue durante largos años arzobispo de Toledo- dió todavía muestras más precisas de su concepción unitaria de España. Tituló su obra Reram in Hispania gestarum Chronicon y escribió en verdad la historia general de la Península hasta sus mismos días.
La llamada Crónica General responde a su título: Estoria de Espanna. Todo el pasado hispánico, desde los fabulosos tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando III, desfila por sus páginas. En ellas se entrevera la historia del reino de León y Castilla con la de otros estados cristianos españoles y con la de los musulmanes peninsulares. La Crónica General, comenzada por iniciativa y bajo la dirección de Alfonso X y concluida en la carta de su hijo Sancho IV, refleja además, de continuo, una clara idea de la unidad de España.
Y la historiografía no castellana recogió también el mismo pensamiento.
En Portugal se escribió, según Lindley, la segunda gran historia general de España, la llamada Crónica de 1344;
En Aragón, Juan Fernández de Heredia, Gran Maestre de Rodas, redactó, hacia 1385, "La grant e verdadera estoria de Espanya" o "Grant cronica de Espanya";
En Navarra, Fray García Enguí, obispo de Bayona y confesor de Carlos III, compuso una "Chronica de los fechos subcedidos en España";
El catalán Ribera de Perpejá escribió la "Cronica de Espanya";
Y Masso Torrents y Sánchez Alonso han destacado la influencia ejercida, fuera de Castilla el segundo y en Cataluña el primero -traducciones, préstamos, continuaciones-, por la obra "De rebus Hispaniae" del Toledano y por la "Estoria de Espanna" del Rey Sabio.
La tradición histórica, enraizada en la antigüedad, afirmaba en las mentes de los hombres cultos de todos los reinos cristianos de la Península esa concepción unitaria de Hispania, vencedora de su fraccionamiento político ya secular.
Queda dicho antes que los catalanes sintieron con tanta vivacidad como los demás españoles la superior unidad peninsular. Abundan los testimonios de la realidad de tal sentimiento.
En la mente y en el corazón de los dos más grandes reyes de la dinastía catalana, Jaime I y Pedro III, anidaba con fuerza.
Hace poco he recordado que en 1271, a la salida del concilio de Lyon, tras haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para emprender una cruzada, al retirarse de la asamblea Jaime I exclamó: "Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo menos hemos dejado bien puesto el honor de España".
Y queda también dicho que Pedro III juzgó que había salvado el honor de España al acudir, tan heroica como novelescamente, a Burdeos para batirse con Carlos de Anjou, manteniendo su palabra.
Jaime I y Pedro III no pensaron en esos dos momentos de su vida en sus reinos peculiares, no pensaron que con sus actos habían honrado a los pueblos que regían; pensaron que sus hechos honraban a la superior comunidad histórica, vital y afectiva de que formaban parte sus estados.
España constituía para esos dos reyes catalanes de la Corona de Aragón, no sólo una unidad geográfica, sino una entidad humana, cerrada y unitaria, frente al resto de la cristiandad occidental.
No por la honra sino en interés de esa comunidad histórica y vital -"para salvar a España", esas fueron sus palabras- Jaime I intervino en Murcia y sometió a los moros murcianos alzados contra Alfonso el Sabio.
Esa comunidad vital e histórica tenía problemas atañentes a todos sus hijos; por ello otro gran rey catalán, Jaime II, al conocer la muerte de Sancho el Bravo y la subida al trono de Castilla del niño rey Fernando IV, pudo decir que iba a recaer sobre él la carga toda de España.
Y el gran historiador catalán Muntaner reclamaba una política conjunta de los cuatro reyes de España, "que son -escribe- d´una carn e d´una sang".
Muntaner hubiera podido extender esa unidad a los pueblos regidos por esos reyes, porque en verdad todos ellos eran de una carne y de una sangre. Y de un espíritu y de una sensibilidad, habría podido decir también.
España, la España honrada y salvada por Jaime I, estaba fraccionada en reinos diferentes, pero esa pluralidad de estados, ¿implicaba una idéntica diferenciación de las comunidades humanas que vivían dentro de sus fronteras? La respuesta a esta pregunta requiere una investigación que está por realizar; no puedo acometerla aquí, exige un libro.
He hablado al comenzar éste de cómo cabe establecer una jerarquización múltiple entre las agrupaciones que viven estilos de vida diferentes.
Podemos descender desde la diferenciación del ángel, el hombre y la bestia, hasta el enfrentamiento de las contexturas vitales de quienes viven en dos valles cercanos.
Dentro de las agrupaciones orgánicas que parezcan más trabadas y unitarias, Galicia, Asturias, León, las dos Castillas, Vascongadas, Navarra, Aragón, Cataluña, Baleares, Valencia, Murcia, Andalucía, Extremadura, Portugal, ¿cuántas esenciales diferencias pueden destacarse entre sus múltiples zonas dispares?
A la inversa, me parece seguro que quien emprenda la tarea -difícil pero no imposible para un español, fácil para un extranjero, por serlo, libre de los amores y de los enconos regionales hispanos- de establecer un paralelo entre el espíritu, la sensibilidad, la capacidad emotiva, el ímpetu pasional, etc., etc., etc., es decir entre la contextura temperamental de las comunidades históricas que integraban la fraccionada España de los siglos medios, se encontrará sorprendido por el estrechísimo parentesco espiritual y vital de las mismas.
Si no se detiene en sus diferentes superestructuras y sabe penetrar hasta el cogollo de sus almas colectivas, al auscultar con atención la aparente inarmonía de sus voces, llegará a asombrarle la unidad de acordes de la gran sinfonía española medieval.
Muchas veces -no siempre con rigor- se han señalado las diferencias sociales, políticas, culturales... que caracterizaron a los distintos reinos hispano-cristianos; nadie, que yo sepa, ha establecido con claridad y precisión los supuestos antagonismos y los supuestos contrastes temperamentales que se supone distinguieron a los pueblos. La consideración de algunos problemas del pasado de España me ha forzado en ocasiones a realizar por mi cuenta -en forma somera, claro está, dado lo proteico de este libro- el paralelo que sugiero a los estudiosos españoles y no españoles.
Y en tales casos, de continuo, he podido comprobar la analogía, no sólo de las ideas matrices de todos esos grupos históricos -las ideas son siempre patrimonio comunal de las gentes más dispares en una misma época- sino de sus más peculiares reacciones, sentimientos, apetencias, impulsos, ideales, rencores, sañas...
He ido registrando de paso muchas de esas analogías últimamente al presentar a Cataluña en España. El parangón puede llevarse mucho más lejos.
Queda señalado el hispanismo integral del catalán Raimundo Lulio. En las crónicas de Jaime I: y de Muntaner se hallan algunas de las más peculiares características de los escritores españoles de todos los tiempos.
A ambos "el intento de expresar el objeto de su observación o de su pensamiento se les enreda con la expresión del simultáneo oleaje de su experiencia íntima". Muntaner está presente en su obra con todo su ser, como lo están en las suyas entre otros castellanos de su siglo: don Juan Manuel y el canciller Ayala.
Los artistas de Cataluña y de Castilla muestran a veces parejos barroquismo y patetismo y el mismo gusto por el retrato y por la captación de las cosas menudas. Su común yo explosivo los lleva en ocasiones a firmar su obra escultórica (San Cugat del Vallés) o a representarse realizándola ( San Vicente de Avila).
Recordemos, las dos manifestaciones de religiosidad vasallática del tahur catalán y de los andaluces sitiados por el moro; la equiparación del honor de Celestina en Castilla con el del verdugo en Cataluña; el verter de su fuerza intelectiva por el catalán Eximenis, el castellano Sánchez de Arévalo y el portugués Alvaro Pelayo hacia especulaciones filosófico-jurídico-morales no demasiado disímiles; la pareja inclinación hacia las aventuras del comercio exterior, con preferencia a las quietas tareas industriales, de las dos grandes capitales económicas de Castilla y Cataluña: Burgos y Barcelona; la altura análoga alcanzada por el antisemitismo en todos los pueblos hispanos medievales, tal vez con la única excepción de Galicia, por lo insignificante en ella de las masas judías; la coincidencia del grito anárquico de los salmantinos del siglo XII: "Todos somos caudillos de nuestras cabezas", con las anárquicas palabras del aragonés Servet: "a medida que desaparezcan todos los motivos para que haya gobierno se abolirá todo poder y toda autoridad". y el paralelo podría ampliarse muchísimo y a todos los peninsulares.
Los mismos españoles de entonces sintieron a veces que algunos caracteres les eran comunes a todos: el Arcipreste de Hita escribió, por ejemplo:
"Más orgullo é más bryo tienes que toda España (804 b) Con buen serviçio vençen cavalleros d´España (621 c)"
Sí; por bajo de sus múltiples diferencias menores aproximaban a los pueblos cristianos de la España medieval muchos rasgos temperamentales esenciales.
Todos se sentían torturados por la soberbia, la pasión, la audacia, el espíritu aventurero; todos mostraban áspera rudeza, análoga exaltación de un arriscado y anárquico yo y pareja sensibilidad religiosa; todos anteponían el fuero al huevo y sabían enfrentar a la muerte con coraje; todos proyectaban su vitalidad hacia empresas de voluntad más que hacia las tareas del espíritu; todos gustaban más de la moral que de la filosofía y triunfaban en las disciplinas y en las actividades reguladoras de la convivencia colectiva más que en las puras especulaciones científicas y en el estudio del hombre y de la naturaleza; todos sintieron con fuerza el orgullo y la dignidad de la persona humana integral y en todos se generalizó hasta en las masas el sentido caballeresco del honor.. .
Por todo ello me atrevo a pensar que no sólo "siempre" sino en todos los reinos hispanos medievales, "han tenido pica las ocas", como dice el proverbio catalán.
Ha sido la historia, la que con su complicado y maravilloso juego de fuerzas -en ella la herencia temperamental pone en acción la turbina de la vida espiritual y material de los pueblos; turbina que a su vez genera energías cuyo entrecruce y acumulación crea la corriente vital del temperamento nacional y de la contextura orgánica de la comunidad-, ha sido la historia la que ha ido acentuando o atenuando diferencias o contrastes entre las diversas agrupaciones históricas en que Hispania se halló fraccionada durante los siglos medievales.
Para juzgar del íntimo parentesco de esas agrupaciones importa no olvidar el tremendo entrecruce de masas humanas que se produjo en la Península a lo largo de esos siglos.
Primero, de Sur a Norte: con la doble emigración de muchedumbre de refugiados hispanos y godos, durante las primeras décadas del señorío musulmán en Hispania; y, enseguida, con la de numerosos mozárabes y numerosos judíos, cuando les fue difícil la vida en tierras islamitas.
Y después, de Norte a Sur, en el curso de las largas jornadas de la reconquista y repoblación del país, desde Covadonga hasta Granada.
Galicia, por ejemplo, fue en el siglo VIII segunda patria para muchas gentes acogidas al reparo de sus montes; y desde el IX, ubérrima proveedora de repobladores para todas las nuevas tierras de España -para la meseta del Duero, para las ciudades del Tajo y del Guadiana y para Andalucía.
Y Vasconia fue no menos fecunda madre de colonizadores que Galicia. En mi tierra de Avila se entreveran, por ejemplo, con los hispanoromanos y los godos, los montañeses, los castellanos, los gallegos y los navarros.
Y así en todas. Y si los unían las sangres, los unió más tarde la igualdad de vida en las etapas sucesivas de la lucha contra el moro -tras la batalla, la puebla y tras la puebla, la batalla.
El íntimo parentesco temperamental de las comunidades humanas regidas por diferentes organizaciones políticas fue sin embargo débil aglutinante para el hacer de España.
El milenario espíritu secesionista de todos los peninsulares, que su común soberbia exacerbaba; los crecientes orgullos colectivos de los reinos que la historia había ido creando y afirmando, y los puntillosos intereses dinásticos, exaltados por la misma condición de españoles de los príncipes, hicieron incluso imprevisible durante siglos la idea de la articulación unitaria de los diversos pueblos de España.
Había surgido un sistema federal en la llamada Corona Aragonesa, pero nada hacía adivinar que esa organización pudiera extenderse a las otras monarquías españolas.
La más fuerte y rica de todas ellas, Castilla, se había constituido sobre la base de la fusión política en un solo haz de los dos reinos, castellano y leonés, en 1230, y se había afirmado mediante la conquista y la asimilación de las tierras islámicas del sur.
A mediados del siglo XIII la supremacía peninsular del reino de Castilla y León era evidente
Pero los reyes y los grandes magnates castellano-leoneses dilapidaron esa superioridad con sus torpezas y sus ambiciones, mientras los condes-reyes de la Señoría de Aragón creaban su imperio mediterráneo y aprovechaban, con habilidad y sin escrúpulos, las discordias civiles de la potencia hegemónica para debilitarla, interviniendo en ellas.
España tiene una larga cuenta contra Sancho IV el Bravo o, lo que es igual, el Furioso. Su impaciente ambición le llevó a alzarse contra su padre Alfonso X y a revolver el reino. Triunfó, pero no era lo bastante firme de voluntad para ser prudente, ni lo bastante inteligente para ser astuto. Oscilaba entre la debilidad y la cólera. Se entregó a un favorito, con lo que irritó a muchos; y lo mató luego, con lo que se enemistó con sus poderosos familiares. Tan pronto se mostraba arrogante y hasta cruel -ordenó la muerte de cuatrocientos ciudadanos de Talavera- como cedía ante un apremio urgente. Calculó mal las posibilidades de victoria de los reyes de Francia y Aragón; calculó aun peor los daños que aquél, sin fronteras apenas con Castilla, y éste, su vecino peninsular, podían hacer a su reino. Y, olvidando sus deberes de solidaridad con el país hermano, se alió con la monarquía ultrapirenaica, en mementos muy graves para la Corona Aragonesa, y creó un agudo motivo de resentimiento contra él en los condes-reyes. Y más tarde, cuando Jaime II, aparentando olvidarlo, negoció con él, se dejó engañar y entregó al aragonés los Anjou que tenía en su poder y que constituían en sus manos un importante triunfo en el juego político peninsular.
También contra Jaime II de Aragón tiene España una sombría cuenta. Tras haber engañado a Sancho IV, cuando poco después moría éste, antepuso un innoble deseo de vengar pasados agravios a sus deberes de hispánica solidaridad. Y aprovechando la difícil situación del rey niño Fernando IV y de su madre, la prudente doña María de Molina, atizó la discordia civil que destrozó a Castilla; reconoció al pretendiente don Alfonso de la Cerda, lo ayudó y a los magnates castellanos rebeldes e invadió por su cuenta el reino de Murcia. Su deuda con España es doblemente grave porque tenía una alta y clara idea de la comunidad espiritual, vital e histórica que ella constituía. Y porque, aparte de hacer arder a Castilla en una sangrienta llamarada, llegó a poner en peligro la frontera con el moro. En medio de la discordia por él azuzada fue difícil acudir, en defensa del Estrecho, a la sombra de gobierno castellano que, hundido en el pantano de la crisis, se debatía en la impotencia allá lejos, al Norte del Duero. Y todo para obtener, como compensación de tanto mal a España, la zona septentrional del reino de Murcia.
Y es mayor aun el crédito infausto que España puede presentar contra la serie de infantes, ricoshombres o señores castellano-leoneses que, por pura ambición de poder y de riqueza, fueron desleales y traidores -muy pocos podrían rechazar en justicia estos epítetos -no sólo a su rey sino a Castilla y por ende a toda la comunidad histórica española. Al hundir al reino en la guerra civil durante el reinado de Fernando IV y la minoría de Alfonso XI, no sólo interrumpieron la gran empresa nacional de la reconquista -la rebeldía de don Juan Manuel hizo fracasar, por ejemplo, la campaña castellano-aragonesa contra Algeciras y Almería-: quebraron ala por la supremacía de Castilla en la Península y dificultaron la unificación de España.
La aguda sensibilidad política del pueblo castellano, de la que ya me he ocupado, y la presencia de doña María de Molina salvaron la unidad del reino.
Jaime II en las postrimerías de su reinado cambió de política frente a Castilla. Esta fue gobernada durante algunas décadas por un rey enérgico y activo, Alonso XI.
Pedro I en los primeros años de su reinado afirmó la supremacía castellana en la Península en su antihispánica pero victoriosa guerra contra Pedro IV de Aragón. Mas su vesania atizó la siempre latente rebeldía nobiliaria, el aragonés aprovechó astutamente la ocasión para liberarse de la garra del Rey Cruel y otra vez Castilla se hundió en la discordia, que ni siquiera terminó con el fratricidio de Montiel.
Todo este largo rosario de sucesos y el fracaso de Juan I de Castilla en Portugal, mantuvieron el equilibrio de poder entre los tres grandes reinos cristianos de Hispania. Mas al prolongar su apartamiento y al afirmar su enemistad en guerras entre ellos, entonces exteriores, pero que hoy nos parecen fraternas -sólo ciego a los intereses colectivos de todos los hispanos (escupiéndose a sí mismo, podríamos decir) puede ningún peninsular regodearse al recordarlas-, hicieron cada vez más difícil la unidad de España..
El correr del tiempo en hostil lejanía, dentro de marcos constitucionales y económicos dispares, proyectando su pareja vitalidad hacia horizontes históricos diversos y en perpetua creación de intereses políticos y humanos distintos y a veces encontrados -Castilla fue fiel aliada y la Señoría de Aragón permanente enemiga de Francia; y Portugal se unió a Inglaterra, cien años en guerra con los franceses a su vez aliados de los castellanos- produjo un daño inmenso a la futura unión de los reinos españoles.
Porque fue aflojando el parentesco temperamental que a todos vinculaba desde siempre, fue acentuando las diferencias de su contextura vital y fue afirmando la orgullosa concepción de su disimilitud frente a la idea, que parecía marchitarse para siempre, de la superior unidad de España.
Pero el milagro se produjo. La dinastía que regía Aragón se extinguió.
La firme solidaridad federal entre los reinos de la Corona de Aragón tras siglos de vida en común, el interés de la burguesía barcelonesa de no perder sus contactos económicos con el traspaís aragonés y el amor a la libertad que a todos animaba -como señala Vicens Vives, creyeron que unos reyes elegidos habían de ser más respetuosos con la ley, puesto que debían su entronización a un pacto, no a la herencia- llevaron al Compromiso de Caspe -compromiso en el sentido antiguo y moderno del vocablo.
Un príncipe castellano fue elegido rey y una dinastía castellana rigió en adelante a la Señoría Aragonesa.
De Caspe arranca el nuevo tejer del tapiz de España.
De arriba habían venido los impulsos que, durante cientos y cientos de años, habían apartado y diferenciado a las comunidades políticas nacidas de la sincrónica y diversa resistencia originaria contra el moro.
De arriba iban a venir en adelante los impulsos favorables al contacto y entrelace y a la vinculación y unión de esas agrupaciones históricas.
Los Trastamaras de Aragón no traicionaron a su nuevo reino. Le sirvieron con lealtad y con fervor, continuaron su política tradicional en el Mediterráneo: el castellano Alfonso V de Aragón conquistó Nápoles y la castellana doña María -la "buena reina"- gobernó con acierto a la confederación aragonesa.
Pero los condes-reyes de la nueva dinastía no pudieron olvidar su tierra nativa y vivieron políticamente a horcajadas sobre la frontera de los dos Estados. Afectiva e interesadamente fueron a la par aragoneses y castellanos.
Los infantes de Aragón revolvieron a Castilla; pero no como sus abuelos Alfonso III, Jaime II, Pedro IV, desde fuera, atentos a los intereses políticos de su Señoría, es decir de la confederación.
La revolvieron desde dentro, como magnates castellanos; como la habían revuelto los infantes, los ricoshombres y los señores del país, durante siglos.
Esas revueltas no más dignas de simpatía que las otras -los torpes y ora débiles ora crueles reyes hispanos medievales fueron inconscientes y egoístas instrumentos del destino en el eterno caminar de la historia, entonces hacia la creación del estado moderno con la superación del llamado régimen feudal- provocaron sin embargo una intensa y continua corriente de ósmosis y endósmosis, de la Corona de Aragón hacia la de Castilla y de ésta hacia aquélla.
Una corriente de hombres, de ideas, de formas literarias... y un entrecruce de hablas; se tradujeron al catalán obras escritas en castellano, algunos catalanes escribieron indistintamente en las dos lenguas y, aunque por excepción, también se dió a veces el caso contrario: en el poeta Pedro Navarro, por ejemplo.
Esa doble corriente fue fecunda y aun decisiva en el hacer de España.
Al cabo de media siglo de señorío de los Trastamaras en Castilla, en Aragón y en Navarra, el entrecruce de los intereses dinásticos, los contactos políticos, las frecuentaciones cortesanas y nobiliarias, los ininterrumpidos acercamientos humanos fueron creando un clima propicio para la comprensión y la concreción de la superior unidad española.
Hacia 1463 un señor aragonés, cortesano y poeta, al servicio de Catalina de Foix, hija de Juan II y regente de Navarra, reunió en el llamado Cancionero de Herberay una larga serie de poesías en castellano, de autores de la vieja y la nueva generación, nacidos en todas las regiones de España, desde Galicia a Cataluña.
Hugo de Urríes, su probable autor, reprodujo composiciones de los viejos maestros Macías, Juan Rodríguez del Padrón, Santillana y Juan de Mena; de conversos castellanos como el bachiller Alfonso de la Torre, preceptor del príncipe de Viana, el bufón Juan de Valladolid y el poeta que se hizo monje Juan de Macuela; de conversos aragoneses como Pedro de Santa Fe; de grandes señores de Castilla como Alfonso Enríquez, Rodrigo Manrique, Lope de Estúñiga, Juan de Pimentel, García de Padilla, Diego Gómez de Sandoval, Gonzalo de Avila; de poetas de Aragón como Pedro de Vacas, Juan de Dueñas,..., del valenciano Suero de Ribera, del navarro Carlos de Arellano, de los catalanes Pere Torrella, Pedro Navarro, Gregorio... Aubrun, que acaba de estudiar y de editor el cancionero de Herberay, califica de "española" la joven generación poética que en él aparece. "Nous disons -escribe-´espagnole´, car elle est à la confluence unique de deux inspirations diverses, aragonaise et castillane, elles memes issues de sources napolitaine, provençale, francaise et galaico-portugaise .. Cette génération se caractérise d´abord por l´unité de son inspiration, signe avant coureur de l´unité spiritnelle et corporelle de l´Espagne." Y el mismo Aubrun califica el año 1468-fecha del Cancionero- como el de la unidad espiritual de España.
Durante el bache -ya señalado y explicado- que la superior unidad afectiva supraregnícola española sufrió en el siglo XIV, la voz España, perdiendo su sentido histórico unitario, pasó a veces a identificarse con Castilla.
Con tal significado la emplearon algunos poetas aduladores castellanos: el autor del Poema de Alfonso XI llamó a éste con frecuencia rey de España; y otorgaron el mismo título a Enrique III: Pedro Ferruz, Villasandino y Baena -ha reunido sus citas Rosa Lida. E hicieron otro tanto, fuera del ámbito peninsular, algunos autores como Mateo Villani (t 1363) hasta los que llegó quizás el eco de la superior riqueza y potencia castellanas, a través tal vez de la reacción hostil de otros peninsulares ante tal realidad.
Ocurrió entonces como con la idea imperial leonesa, más afirmada en los textos cuanto menor fundamento político podía hallar en el cada día más debilitado reino de León; Castilla comenzó a ser identificada con España cuando su auténtica potencia política había empezado a declinar frente a la potencia de los reinos hermanos.
Con los cambios del siglo XV recobró la voz España su viejo medieval significado. La vuelta a la antigüedad, en el pre-Renacimiento, movió a algunos autores castellanos a emplear a veces el plural las Españas desde hacía siglos olvidado.
Pero reapareció, contra lo que piensa Rosa Lida, sin ninguna significación política, como un eco del renovado gusto por la lectura de los autores clásicos.
Y la misma resurrección que le trajo a la vida literaria durante el siglo XV, restauró a la por la significación unitaria del vocablo España y le dotó de un nuevo contenido sentimental y humano.
El mismo marqués de Santillana, que había usado el plural latinizante las Españas, que nunca confundió España con Castilla y que siempre otorgó a aquélla los límites geográficos de la vieja Hispania, escribió una dolorida lamentación de Spania -la incluyó Hugo de Urríes (?) en su cancionero- y empleó como vocativos equivalentes estas emotivas palabras: "¡O patria mía! ¡España!"
No fueron tan lejos los otros escritores castellanos del Cuatrocientos.
Juan de Mena dedicó el laberinto "Al muy prepotente don Johan el segundo . . al gran Rey d´Espanya, al Cesar nouelo"; y en su lisonja extendió el título a su esposa y la llamó "ynclita reyna de España". Pero no sé si esa adulación implicaba la identificación intencionada de España y Castilla, porque también escribió:
"de España non solo mas de todo el mundo rey se mostraua, segund su manera".
Mena y otros poetas no menus fáciles al ditirambo, si no llegaron a escribir como Santillana: ´´¡Oh patria mía! ¡España!", tuvieron conciencia de la unidad espiritual y humana de España: Mena calificó, por ejemplo, a Juan II, de "lunbre de España" y en un anónimo "Dezir de la Fortuna", incluido en el Cancionero de Hugo de Urríes ( ? ), se llama a don Alvaro de Lana: "El mayor hombre d´Espanya."
El estudio de la historia antigua de España y sobre todo el de la Hispania gótica, ya desgajada del cuerpo del Imperio de Roma y formando una única unidad estatal, llena además de nostalgia a los hombres cultos de la época: a don Alonso de Cartagena y a Mosén Diego de Valera entre otros.
No puedo seguir la pista de cómo sentían a España en Portugal y en Cataluña en vísperas de la unión de Aragón y de Castilla con el matrimonio de los Reyes Católicos. Esa indagación permitiría comprobar si, como ha dicho Ortega y Gasset, sólo cabezas castellanas han concebido la idea de la España integral. No sé; sospecho que Maravall -no he podido leer su anunciado libro- habrá hallado pruebas de que también fuera del reino de Castilla se sentía a España unitariamente. Así la sintieron a lo menos los historiadores catalanes del siglo XV.
El que más hizo por la unión de las dos coronas aragonesa y castellana fue un hombre nacido en Castilla pero que pasó casi toda su vida fuera de allá. Me refiero a Juan II de Aragón. En su excelente libro sobre él, Vicens Vives ha destacado en qué apremiantes circunstancias, con qué constancia, con qué sacrificio, con qué hábil astucia... concibió, planeó y negoció el matrimonio de su hijo Fernando con la infanta castellana. No reparó en insistir, transigir, renunciar cuando fue preciso; ni en adular a unos ni en comprar a otros cuando fue necesario. Y todo en medio de su lucha con los rebeldes y con el mismo Luis XI. Lo había apuntado Jiménez Soler, no podemos hoy dudar de que Juan II fue el gran artífice de la unidad de España.
¿De la unidad de España? Sí. Se ha negado que el matrimonio de Isabel y Fernando hiciera a España y se ha acusado a ambos de no haber concebido la idea de formar una solo nación. Tales negaciones y acusaciones de algunos aragoneses y de algunos catalanes, son tan injustas como las loas de muchos otros españoles a la realidad del nacimiento de España por obra de los Reyes Católicos. Si los hombres no fuéramos los seres más absurdos y contradictorios del universo y si no estuviera ya agotada nuestra capacidad de asombro y de sorpresa, pocas actitudes críticas podrían suscitarnos mayor admiración. Porque se irritan de que Fernando e Isabel dejaran intacto el doble armazón estatal de los reinos que su boda había unido, quienes van más allá del federalismo al uso en nuestros días y quisieran que sólo un leve y tenue hilo vinculara las que llaman nacionalidades hispanas. Y se exaltan jubilosos ante la obra de los Reyes Católicos, que en verdad realizaron una pura y balbuciente unión personal de sus dos monarquías, quienes desearían que España fuese integralmente unitaria y centralista. Ni unos ni otros tienen razón; como no la tienen quienes lloran todavía el supuesto o auténtico despojo de doña Juana la Beltraneja y dedican más páginas a presentar el proceso histórico del mismo que a la misma obra de España bajo el reinado de los Reyes Católicos. Como si los hombres hubiéramos podido llegar desde la edad de las cavernas hasta nuestra era atómica sin que la historia hubiese presenciado millones y millones de injustos quebrantamientos de las más varias normas jurídicas. Para vivir conforme a la más pura, prístina, inmaculada y virginal legalidad tendríamos que seguir viviendo aún conforme a la articulación originaria de la tribu o tal vez en un régimen todavía más remoto y simple. Y como no tienen razón tampoco los gallegos para renegar de los Reyes Católicos, soberanos que combatieron con rigor a los magnates bandoleros; a los feroces caciques que los tiranizaban por entonces, nietos y abuelos, a la por, de quienes los habían oprimido y los siguieron oprimiendo con violencia desde dentro de su solar regnícola.
Para la conjunta estructuración de España como una unidad vital e histórica dieron los Reyes Católicos el primer paso. Un paso no muy largo, porque no pudieron darle mayor, pero que fue sin embargo el decisivo.
El que permitió a España pasar el Rubicón de su fraccionamiento.
No pudieron darle mayor, acabo de escribir. Y así es. Se olvida de ordinario que Isabel y Fernando se enfrentaron con una España inexistente y múltiple, desintegrada en reinos diversos, celosos, vigilantes y hostiles, separados por muchos siglos de vida independiente, con organizaciones sociales y políticas dispares, con alianzas internacionales encontradas, con ideales diferentes y con economías inarmónicas.
Al advenimiento de los Reyes Católicos las comunidades regionales de España se diferenciaban menos entre sí que las del país más unitario y centralista de Europa, Francia. Las apartaban menores diferencias étnicas y culturales que a marselleses de bretones, a borgoñones de aquitanos o a provenzales de normandos. Antes de nuestra era, porque España era el fondo del saco del mundo, y con ocasión de la reconquista, por la obligada repoblación de las tierras ganadas al Islam, se habían producido en la Península más intensas y prolongadas migraciones y contactos humanos que en ningún otro pueblo de Occidente. He señalado muchas voces la importancia histórica de ese doble proceso. Con excepción de las gentes del norte cántabro y pirenaico, ninguno de los otros grupos populares de Hispania habitaba sino desde hacía unos pocos siglos -los andaluces y los valencianos desde hacía poco más de dos- en el solar histórico que ocupaban al advenimiento de los Reyes Católicos. Y, como hace poco he registrado, tanto en las tierras norteñas como en las de nueva y novísima colonización se habían reunido pobladores de estirpe muy heterogénea. No es difícil calcular los resultados de ese colosal trasiego humano y de esa heterogeneidad, en orden a la aproximación sanguínea y espiritual de todas.
Los vinculaba prietamente la comunal tarea única que, con intensidad dispar pero sin excepción alguna, habían realizado durante siglos: la guerra contra el moro y la repoblación del país ganado al enemigo. Y los unían las proyecciones de esa tarea común sobre su manera de estar en la vida.
Pero por estrecha que fuera esa vinculación, era enorme el peso muerto con que la historia apartada de los diversos reinos hispanos lastraba el intento de unificar España. No obstante las grandes diferencias culturales, étnicas, temperamentales, de misión histórica, de contextura vital, etc. que habían distinguido a los diversos pueblos y regiones de la Francia medieval, siempre había habido un rex francorum, que había tenido un papel unificador y catalizador en la articulación feudal de la nación. Ese rey pudo hacer Francia transformando en efectiva su autoridad nominal sobre algunas zonas del país que habían estado regidas por sus grandes vasallos. Fue una tarea difícil, pero consistió en añadir a un poder central, nunca caduco teoréticamente, provincias que habían gozado hasta allí de una mayor o menor autonomía vasallática. La igualdad jurídica de los reinos hispanos y la vida inconexa de las colectividades que habitaban dentro de sus fronteras hizo extremadamente ardua la unificación de España. Si las minorías cultas comprendían la superior solidaridad española -recordemos las palabras del marqués de Santillana-, la gran mayoría de cada uno de los pueblos sentía con fuerza la tradición de extranjería que los había separado durante siglos.
Ni siquiera se liberaron de esa tradición los castellanos En los comienzos del reinado cuidaron, tal vez con excesivo celo, de salvaguardar los derechos de soberanía de la reina propietaria con limitación precisa de los del rey consorte, lo que implicó, lógicamente, la afirmación de la vida política separada de las dos monarquías a lo largo del reinado de los dos soberanos. Y no llevaron luego a bien la disposición de los Reyes Católicos en las Cortes de Toledo de 1480 autorizando la salida a Aragón de carnes, cueros y otras varias mercaderías cuya saca fuera del reino estaba prohibida de antiguo. En las Cortes de Burgos de 1512 pidieron a don Fernando que revocase la autorización de exportarlas para evitar su carestía. El rey les respondió: "Que por las Cortes de Toledo se hizo esta ley aviendo consideracion de la hunion y hermandad que estos rreynos tienen con Aragon, y que reuocarse no se podria hazer sin cavsar algun escandalo."
Los Reyes Católicos no pudieron enfrentar esa fortísima corriente de opinión de la que ellos mismos, naturalmente, eran prisioneros. Se dieron cuenta de que era tan imposible articular sus reinos en una unidad estatal, siquiera fuera en la más liviana forma federativa, como imprescindible aproximar a sus súbditos y crear en ellos intereses e ideales comunes.
Es sabido que la sentencia arbitral del cardenal Mendoza y del arzobispo Carrillo de Albornoz, dictada el 4 de enero de 1475, y el poder dado por la reina Isabel al rey don Fernando, fechado en 28 de abril del mismo año, establecieron la diarquía como forma de gobierno y esa fue después la forma de regimiento de las dos coronas reunidas. Pero no crearon instituciones estatales comunes. Los naturales de cada reino conservaron su propia y dispar ciudadanía y se rigieron por sus leyes peculiares. Ninguno podía desempeñar cargos públicos fuera de su país. Barreras aduaneras siguieron separándolos. Las ganancias territoriales por los Reyes Católicos logradas no constituyeron un patrimonio político común; unas se incorporaron a Castilla: Canarias, Granada y las Indias; otras se unieron a Aragón: Nápoles y las plazas de Africa. Y ni siquiera Navarra al ser conquistada formó una entidad gubernamental aparte; fue enseguida vinculada a la corona castellana. Jurídicamente, aunque juntas bajo un mismo señorío, los reinos heredados o ganados por Fernando e Isabel no constituyeron por tanto una auténtica unidad estatal.
La mera unión personal de las dos monarquías era hoja propicia a ser aventada por el viento más leve. Los Reyes Católicos confiaban en el mañana. Lo tenue del vínculo establecido entre sus reinos favorecía además la unidad peninsular a que aspiraban. Su política matrimonial portuguesa podía conducir al enlace de los tres reinos hispánicos y el respeto a la personalidad de los ya unidos podía facilitar el nuevo ayuntamiento. Durante algunos meses un niño, el príncipe don Miguel, llegó a ser príncipe heredero de las tres coronas de Portugal, Castilla y Aragón.
Pero Isabel y Fernando no dejaron librada al azar la consolidación de su obra. "Pares, por la gracia de Dios, los nuestros reinos de Castilla e de Leon e de Aragon son unidos, e tenemos esperanza que, por su piedad, de aquí adelante estarán en unión... asi es razón que todos los naturales dellos se traten e comuniquen en sus tratos e facimientos", decían en la ley III del Ordenamiento de las Cortes de Toledo de 1480. Así iniciaron la empresa de trabar a sus pueblos. Mas, ¿cómo conseguir su efectiva solidaridad?
La libertad de tráfico decretada entre Castilla y Aragón sólo a lo largo podía provocarla. Tampoco podía acelerarla la renovación de la vida cultural del país por ellos emprendida, aunque al interesar por las mismas tareas del espíritu a las minorías intelectuales de sus dos monarquías no dejaran de contribuir al acercamiento de sus súbditos.
Los Reyes Católicos buscaron por ello otros fundentes más rápidos. Los hallaron en la exaltación del prestigio de la realeza en toda España, mediante una política de restauración de la paz pública y de la justicia comunal, de sometimiento de los altaneros magnates a la ley, de saneamiento del erario y de mejora del nivel de vida colectivo; y mediante la inteligente explotación de los comunes rasgos temperamentales de sus súbditos: del dinamismo guerrero que a todos sacudía y de la singular exaltación religiosa que a todos torturaba.
Las medidas de buen gobierno, al acrecentar el crédito personal de la monarquía en el país, ataban a todos los reinos por la general simpatía hacia el nuevo orden de cosas que su unión había procurado.
La satisfacción de las inclinaciones temperamentales de todos contribuía a afirmar en ellos sentimientos e ideales colectivos. Por ello, a un tiempo emprendieron la pacificación y saneamiento interior del país y dos políticas enlazadas y complementarias: La conquista del reino de Granada y la drástica persecución de la "hierética pravedad" de los conversos judaizantes.
Ambas políticas eran populares en toda la Península. Pensadores y poetas castellanos venían clamando durante todo un siglo por la conclusión de la reconquista, tal aventura no dejaba indiferentes a los súbditos de la Corona de Aragón y la lucha con los moros era además un buen palenque para que castellanos y aragoneses se acercaran en una empresa común.
El antisemitismo de las masas, mezcla de antipatía religiosa al pueblo deicida y de odio a los hebreos, sus explotadores seculares, triunfaba en toda la Península; en los mismos años tuvieron los reyes que enfrentar la decidida actitud antijudaica de la clerecía y del pueblo en Zaragoza y en Zamora.
E Isabel y Fernando abandonaron la tradicional tolerancia de las dos realezas de Aragón y de Castilla y la tradicional protección de ambos a sus súbditos judíos, tanto a los que se habían convertido al cristianismo como a los que seguían fieles a su fe; establecieron la Inquisición, para castigar la falsía herética de los primeros; acabaron decretando la expulsión de los segundos y procuraron así un cauce común a los comunes sentimientos del vulgo intolerante de su doble monarquía.
Y continuaron echando leña al fuego de los entusiasmos colectivos de sus súbditos mediante una política de expansión en el Mediterráneo y de prestigio en Europa toda, siguiendo las directrices de la tradición catalano-aragonesa y abriendo a la par nuevas válvulas de escape al activismo hispano.
Sánchez Albornoz.