Viernes, 27 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Cuando dejó de componer se entregó «a la contemplación divina, como cumple a un sacerdote»

El maestro Tomás Luis de Victoria: cuando se canta a Dios con regocijo y con la propia vida

Coro Tomás Luis de Victoria.
Tomás Luis de Victoria vivió como cantó, en alegría y gloria a Dios, dejando obras extraordinarias de polifoní que siguen asombrado hoy. Foto: Coro Tomás Luis de Victoria de la Universidad Pontificia de Salamanca. Twitter: @CoroUPSA

“Cada uno pregunta cómo ha de cantar a Dios. Cantadle, pero no mal. No quiere que le molestes sus oídos. Canta bien, ¡oh hermano! Si tiemblas al cantar sin conocimiento alguno musical a un buen oyente músico, por no desagradar al artista, cuando se te dice canta para agradarle, puesto que lo que el inexperto no conoce en ti, lo censura el artífice, ¿quién se ofrecerá a cantar bien a Dios, que como excelente músico oye, juzga el cantor y examina todas las salmodias? ¿Cuándo puedes brindar tan depurada maestría en el canto que no desagrades en nada a oídos tan perfectos? He aquí que te da como el módulo para cantar: no busques palabras como si pudieras explicar de qué modo se deleita Dios. Canta con regocijo, pues cantar bien a Dios es cantar con regocijo”.

Estas palabras fueron escritas por San Agustín, quizá el primer padre de la Iglesia, junto con su guía espiritual, San Ambrosio, en entender el sentido último de la música religiosa. El mismo santo también afirmaba: "No cante tu voz únicamente las alabanzas de Dios, sino que tus obras concuerden con ella. Cuando cantas con la boca, callas algún tiempo; canta con la vida de modo que no calles nunca". 

El buen sacerdote canta entonces con su vida y, si por añadidura es un buen músico, alabará al Creador con la plenitud de sus fuerzas interiores y sabrá comunicar su regocijo, regocijando a su vez a la feligresía y, por qué no decirlo, al mundo entero, como quería Beethoven, si éste está dispuesto a abrir sus oídos y su corazón: “El regocijo es una voz del alma engolfada en la alegría, la cual, en cuanto puede, da a conocer el afecto”. 

Recogimiento y música se necesitan mutuamente

Tomás Luis de Victoria (1548-1611) es una de las más cimeras figuras de la música de su tiempo. Pasó veinte años en Italia, donde conoció a Palestrina (1525-1594), el compositor nuclear de la música católica en el Vaticano, quien se convirtió en su mentor y maestro. Cantor en la capilla del Colegio Germánico de Roma, fundado por San Ignacio de Loyola, donde cumplió además labores docentes, fue nombrado luego maestro di cappella del mismo.

Tomás Luis de Victoria.

Tomás Luis de Victoria. Tomado de la Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Conoció la mística del Siglo de Oro en sus dos vertientes fundamentales, la jesuita y la carmelita reformada; habiendo nacido en Ávila, su mente estaba ya familiarizada con el proyecto renovador de Santa Teresa. Fue miembro del coro de la catedral de su ciudad natal desde una edad muy temprana, los ocho años. Durante su estancia en Roma no cesó nunca de enviar todo lo que componía a dicha catedral y estaba perfectamente enterado de todo lo que sucedía en Ávila y España en términos religiosos.

Victoria, quien había regresado a España tiempo atrás, entró al servicio de la emperatriz viuda María de Austria, hija de Carlos V y hermana de Felipe II, quien, después de la muerte de su esposo Maximiliano, decidió apartarse del relumbre mundano, siguiendo el ejemplo de su padre, para ingresar al convento de las Carmelitas Descalzas Reales de Madrid, donde el sacerdote músico ejerció las funciones de capellán y, a la vez, maestro de capilla. Coincidió el propósito de la emperatriz con su decisión de retirarse también él, completamente, de las galas mundanas arrobándose en la oración, la meditación y la contemplación.

Le escribió así al rey Felipe II en la dedicatoria de su Libro de Misas, de las cuales compuso también veinte: “Un impulso natural me había llevado al cultivo de la música y solo de la religiosa. Desde el día en que llegué de España a la ciudad de Roma, a más de otros nobilísimos esfuerzos y desvelos, me consagré al estudio de la Música. Y ya desde el principio me propuse no tan solo contentarme con su conocimiento para detenerme en proporcionar un deleite a los oídos y al espíritu, sino, mirando más allá, ser útil, en lo posible, al presente y al porvenir. Y habiéndome ejercitado en gran manera en este estudio de la Música, hacia la que me siento arrastrado como por un secreto instinto e impulso, a fin de que los frutos de mi ingenio tuviesen mayor difusión, acometí la empresa de poner en música la parte principalmente, que se celebra con más frecuencia en el culto de la Iglesia católica”.

Pero la Musa que lo animaba se negó a descansar. Al principio a escondidas, como avergonzándose, escribió algunas notas. Más tarde, no pudo evitar ser absorbido de nuevo por su segunda vocación, a la par de la sacerdotal, sobre todo debido al fallecimiento de su protectora, la emperatriz. Fue así como le correspondió componer el Officium Defunctorum  o Requiem, dedicado a la memoria de su protectora.

El resultado es el de una obra magna, un canto de dolor supremo, pero a la vez de esperanza ilimitada, una confesión de fe absolutamente católica y, realizando del todo el sentir agustiniano, magistral en su alternancia de polifonía y canto llano o gregoriano, práctica común en su época y en la música litúrgica hasta un buen tiempo después.

Victoria, la figura más prominente de la polifonía renacentista madura, al lado de Palestrina y Orlando di Lasso (1532-1594), toma aquí el gregoriano preexistente como el hermano mayor de su arte y el oyente termina por no saber, a ciencia cierta, qué es más espiritual, si la una o el otro.

El kerigma en los motetes y las misas

Dejó Victoria toda una colección de Motetes, los primeros de los cuales fueron publicados en 1569 y dedicados a quien era, a la sazón, el arzobispo de Augsburgo, un alemán amante de la música, al igual que la corte de Múnich donde Lasso, terminando su periplo europeo, pasó una buena parte de su vida, haciendo las delicias de ésta y de la posteridad con una música que integró definitivamente la música religiosa con lo mejor de la profana.

Se trata de obras luminosas, exaltantes y radiantes, verdaderos tesoros de la mística musical. En la articulación del gregoriano con su personal firma compositiva, vuelve a lucirse Victoria, por ejemplo, con su Pangue lingua gloriosi.

Los versos del Tantum ergo de Santo Tomás de Aquino se enlazan con alabanzas polifónicas del más puro regocijo, las de un alma transportada al corazón mismo de la divinidad eucarística.

Los motetes de Victoria, como los de Lasso y Palestrina, abarcan un campo muy amplio de la totalidad de la liturgia y los textos sagrados en que ésta se basa a menudo. Quien los escucha se encuentra con la exteriorización de una vida interior para la cual la celebración litúrgica no puede existir sin el canto.

Nuevamente, vuelve a entrar en juego la visión agustiniana. Como lo plantea Maximiliano Prada Dussán en su obra Números y Signos. Filosofía de la música en Agustín de Hipona, expresiones agustinianas como “palabra pensada, hablar dentro de sí”, “pensar en el corazón”, “palabras del corazón” y “canto del alma creyente y practicante”, resultan ser sinónimos.

El Motete, con título litúrgico, frase de la Sagrada Escritura o himno de la Iglesia, puede ser el soporte y marco de las Misas. Suele establecer en la polifonía de la Contrarreforma, a partir del llamado cantus firmus, el fundamento melódico, el punto de partida y el clima emocional de éstas, cediéndoles el mismo título e idénticos propósitos musicales. Tanto los Motetes como las Misas son composiciones autónomas, pueden ser interpretados independientemente los unos de las otras, pero la audición de un Motete con un título determinado seguida de una Misa de idéntica denominación, evidencia la riqueza composicional en el tratamiento de las distintas voces.

Fueron varios los músicos de entonces que se inspiraron en canciones populares para sus Motetes y Misas, íntimamente relacionados. Tal vez quien lo hizo con mayor fortuna fue Lasso. Victoria solo se apoyaba en su altísima comprensión de los himnos litúrgicos y el gregoriano, nunca en lo profano. En las técnicas básicas de Motetes y Misas, la cátedra composicional se la dictó a Victoria el ilustre maestro de San Pedro, Palestrina, tan religioso y devoto como él.

Las Misas de Tomás Luis de Victoria no son tan numerosas como las de Palestrina, pero quizá más variadas y cinceladas, parecen coros de ángeles como los de San Lucas de la Natividad o los del Apocalipsis. Las anima un espíritu de kerigma, de revelación y misticismo escatológico: el destino final del hombre es siempre la divisa a plasmar en formas artísticas. El músico anuncia gozosamente los misterios de la encarnación y la redención, con la vista y el oído fijos en el plano sobrenatural.

Buenos ejemplos de ello son el Gloria y el Credo de la Missa Dum Complerentur o el exultante fervor mariano de la Misa Ave Regina, en la que los pasajes sin palabras, interpretados solamente por el órgano, invitan a la contemplación y admiración supremas del misterio celebrado, aunque siempre la voz es la reina de la composición, como en toda la polifonía de la época. Al fin y al cabo, se trata de un músico totalmente consciente, como tantos otros, de que las palabras son incorpóreas e inmateriales y a través de ellas habla el espíritu.

Según San Agustín, refiriéndose al Aleluya que entonamos los católicos en el período pascual como expresión de gozo, ante la que cualquier definición se queda corta, “al regocijarse el hombre con este gozo, al no poder explicar ni dar a entender el afecto con palabras, emite cierto sonido sin palabras. De este modo, manifiesta por el mismo sonido que se alegra; pero como se halla repleto por el demasiado gozo, no puede explicar con palabras el regocijo”.

En la obra de Victoria abundan estos casos. Baste señalar aquí el Aleluya extático y celestial con el que finaliza el motete Ascendens Christus in altum, prodigio vocal que transporta a las cumbres del paraíso.

Muy adelantados a su tiempo, Lasso y Victoria no se contentan con lo que puede ser, a primera vista, la homogeneidad polifónica; en la música de ambos la expresión cobra frecuentemente relevancia de acuerdo con el sentido del texto, sus acentos y significaciones; las inflexiones de las voces pueden seguir, paso a paso, el carácter de las palabras, anticipándose de esta manera un tanto a las intenciones posteriores de Claudio Monteverdi (1567-1543), quien insistía en que “las palabras son dueñas de la armonía, no esclavas”. Ello queda de manifiesto sobremanera en las composiciones del abulense para los días santos, los Tenebrae Responsories, entre otros.

Un rey y un compositor profundamente católicos

No sobra finalizar este texto con otros fragmentos de la citada dedicatoria de Victoria a Felipe II: “¿Para qué debe servir mejor la Música que para las divinas alabanzas del Dios inmortal, de quien procede el número y la medida?, cuyas obras todas están tan admirable y tan suavemente dispuestas, que llevan delante de sí y muestran cierta increíble armonía y canto. Por lo cual, en muy grave error se ha de entender que cayeron, y por tanto deben ser sin compasión castigados, los que pervirtieron un arte creado como el más honesto para alivio de los cuidados y para recreo del alma con un deleite casi necesario, consagrándole para cantar torpes amores y otras cosas indignas.

»A fin de no abusar, pues, de beneficios de Dios, Optimo Máximo, de quien procede todo bien, a las cosas sagradas y eclesiásticas consagré todo el empeño y ayuda de mi ingenio. Dejo al juicio de otros cuanto haya sobresalido en ello. Por parecer testimonio de inteligentes y peritos ciertamente, lo he conseguido de manera que no tengo por qué arrepentirme de mis esfuerzos y trabajos.

»Y habiendo mucho antes de ahora compuesto y hecho imprimir, obras que advertí fueron recibidas, con aplauso, quise ya, fatigado, para poner término a mis trabajos de compositor y cumplida ya al fin mi misión, gozar de honesto descanso entregando el espíritu a la contemplación divina -como cumple a un sacerdote- quise, repito, añadir este último fruto de mi ingenio que graves razones, no solo al darle a luz, sino también al concebirle en mi espíritu y pensamiento, me movían a ofrecerle muy principalmente a Vuestra Majestad”.

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