El teólogo y el periodista se unen contra la indisciplina litúrgica
«Con los sacramentos no se juega»: respaldo de Vittorio Messori a la seria advertencia de Nicola Bux
Con los sacramentos no se juega, es decir: Con i sacramenti non si scherza. Así ha titulado su último libro, publicado por Cantagalli, el sacerdote de 69 años Nicola Bux, profesor en la Facultad de Teología de Bari (Puglia/Apulia, Italia), ordenado en 1975 y que es o ha sido consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de las Causas de los Santos y del Oficio para las Celebraciones Pontificias.
El libro, como en su obra anterior, Cómo ir a misa y no perder la fe (pincha aquí para leer algunas de las ideas del libro), lleva prólogo de Vittorio Messori, el hombre que entrevistó a dos Papas (Informe sobre la fe, con el entonces cardenal Joseph Ratzinger y Cruzando el umbral de la esperanza, con Juan Pablo II) y autor de títulos como Hipótesis sobre María, Por qué creo o Bernadette no nos engañó.
Nicola Bux, en el centro de la imagen, en el acto de presentación de su nuevo libro.
En un reciente artículo en La Nuova Bussola Quotidiana, Messori reflejaba así la importancia de esta última aportación de Bux a la renovación litúrgica de la Iglesia:
Enseñar y gobernar santificando
Escribe don Nicola Bux, afrontando la disertación sobre el sacramento del orden: "Los caracteres distintivos del sacerdocio están en el otorgamiento y en el ejercicio de los tres munera, es decir, tareas u oficios: enseñar, santificar y gobernar".
En lo que respecta el "gobernar", no sé si don Nicola tiene modo o motivo para hacerlo. Sobre el "santificar" no tengo dudas: sé lo incansable que es él en mantenerse fiel a su llamada de mediador entre lo sacro y lo profano, entre Dios y el hombre, administrador convencido y competente de los sacramentos. En lo que respecta a "enseñar": pues bien, precisamente este nuevo libro suyo confirma de nuevo cómo se toma en serio el munus que se le confió en la consagración sacerdotal. Además de haber escrito muchos otros libros, éste es el tercero que dedica a la liturgia en la Iglesia de siempre y, sobre todo, de hoy.
Su gran competencia, como conocido y estimado catedrático experto en el tema, está puesta al servicio de la enseñanza a través de estas obras; por lo tanto, no para grupos seleccionados de estudiantes sino para todo católico, ya sea practicante habitual u ocasional. O, como sucede cada vez más, sencillamente para una mujer o un hombre que están buscando.
Corrompida por la sociedad
Infiltrada por la corriente que prevalece hoy en Occidente y que tiende a crear una especie de sociedad líquida, donde todo parece licuarse, también la Iglesia parece que quiere disolver sus netos contornos de la fe en una especie de sopa indefinida y mezclada por el "en mi opinión" de determinados sacerdotes.
Que no son obstaculizados, sino más bien instigados por teólogos que conocemos. Pues bien, los sacramentos son expresión de la fe, son su fruto, el don más elevado y valioso. Por lo que he aquí a nuestro liturgista dedicarse a este tema, con su habitual pasión, siguiendo el útil esquema ya utilizado en los libros anteriores, a saber: ante todo aclarar, para cada uno de los siete "signos eficaces" el objeto, el significado, la historia.
Después -necesario y hoy, más que nunca, actual- se advierte sobre las deformaciones, los equívocos, los añadidos y las eliminaciones que actualmente amenazan a ese sacramento en particular. Por consiguiente, una catequesis con un estilo que sabe ser al mismo tiempo docto y divulgativo, seguido por una especie de "manual de instrucciones". La eficacia está confirmada también por el gran éxito que han tenido sus libros no sólo en Italia, sino también en los países a cuya lengua ha sido traducido.
Don Bux sabe ser severo con esos hermanos suyos y contra ese prurito creador que les induce a corroer una disciplina litúrgica que no es inútil formalismo, sino la propia sustancia del sacramento. Pero sus advertencias no tienen el tono despreciativo o imperioso del inquisidor o, peor, del ideólogo con sus barrotes y sus jaulas. En él, la llamada al orden está expresada, en el fondo, con la comprensión de quien sabe bien cuál es la cultura deformada y deformante en la que también están inmersos los hombres de Iglesia.
La formación de los seminaristas
Y, sobre todo, sabe bien cuán incompleta, y a veces sospechosa, es la formación (si aún se puede llamar así) que se imparte, demasiado a menudo, al esmirriado grupo de seminaristas supervivientes. Da la sensación de que el profesor siente una especie de pietas hacia los pobres sacerdotes, a pesar del reproche que les dirige. A estos les presenta, como hermano especialista pero no por esto encerrado en la torre de marfil académica, no sólo una lista de errores y equivocaciones, sino también la dirección hacia la que deben moverse para intentar arreglarlo.
En la base de todo lo que sucede en la Catholica desde hace decenios está lo que el autor denunciaba también en sus libros anteriores: ese "giro antropocéntrico que ha traído a la Iglesia mucha presencia del hombre, pero poca presencia de Dios". La sociología en lugar de la teología, el Mundo que oscurece el Cielo, lo horizontal sin lo vertical, lo profano que expulsa a lo sagrado. La síntesis católica –esa especie de ley del et-et, de unión de los opuestos que sostiene todo el edificio de la fe– ha sido demasiado a menudo abandonada por una unilateralidad inadmisible.
Enlace hombre-Dios
Y en lo que respecta a los sacramentos, como laico siento la tentación de lanzar una especie de advertencia a los sacerdotes. Atentos, tendría ganas de decir, ¡no sabemos qué hacer con tantos (demasiados ya) sociólogos, sindicalistas, politólogos, psicólogos, ecólogos, sexólogos y, en general, sabihondos! Atentos, porque no se necesitan sacerdotes, frailes, monjes que ejerzan los oficios que decía, realizados a menudo por improbables sabelotodos. No hay que olvidarse que la función que sólo el consagrado puede ejercer, esa en la que no tiene y no puede tener "competencia", es la función de enlace, de vínculo, entre el hombre y Dios en la administración de los sacramentos. Es el "santificar" el munus que -por dejarlo en lo esencial- justifica su existencia y su presencia.
Si está bien guiado, el compromiso clerical en lo social, en la cultura, en cada campo de la actividad, de la cultura, del trabajo humano es óptimo. Óptimo pero no indispensable: también nosotros, los laicos, sabemos ejercer esos compromisos y lo hacemos, a menudo, bastante mejor. Como profesionales y no aficionados.
Pero sólo un hombre al que se le han impuesto las manos pronunciando sobre su cabeza las altas y terribles palabras tu es sacerdos in aeternum, sólo un hombre así puede asegurar el perdón de ese Cristo del que es el enlace, y puede transformar, en la fe, el vino y el pan en la sangre y en la carne del Redentor. Sólo él. Nadie más en el mundo.
Las multitudes se amontonan, siguiendo un instinto profundo, alrededor del altar y en el confesionario de Padre Pío, empujan para estar lo más cerca posible de su eucaristía y para poder tener el privilegio de confiarle a él los pecados que Jesús juzgará. Pero no se conocen multitudes, a no ser las de los estudiantes inscritos en ese curso, alrededor de la cátedra del clérigo teólogo que explica que es pueril creer en la realidad también "material" de la eucaristía, y que es una representación teatral, indigna del cristiano adulto, pensar que el perdón de los pecados pase a través de un instrumento, de un hombre como nosotros. Sí, pero al mismo tiempo, invisiblemente distinto. Distinto porque está consagrado.
¿Una muerte feliz?
Post Scriptum. Precisamente el día después de haber concluido estas líneas, he recibido el último libro de Hans Küng: Una muerte feliz. El teólogo suizo (que se ofende si alguien no lo define "cristiano", y mejor "católico") es uno de los promotores y activistas de Exit, la organización más conocida y activa en Europa en defensa de la "muerte asistida", es decir, de la ayuda activa a la eutanasia. Con macabra hipocresía, quien pide acabar con su vida es tratado como si estuviera en un hotel confortable y, en el momento que él desee, se sienta en el sillón de un salón silencioso y desierto.
Una enfermera pone encima de la mesita un vaso con una bebida de sabor agradable pero terriblemente tóxica y se va, cerrando la puerta. Puerta que se abrirá algo más tarde para constatar la muerte y llevarse el cadáver. Hipocresía macabra, decía: Exit se limita a poner a disposición un lugar tranquilo y a poner encima del mueble un veneno mortal. ¿Qué puede ocasionarnos que ese señor, o esa señora, decidan beber la mezcla? Son libres, ¡caramba!, nadie los está obligando.
El "católico" Küng es sacerdote y no ha pedido nunca abandonar el sacerdocio, si bien nunca nadie lo ha visto con un clergyman o, peor, con paramentos eclesiásticos; él mismo se asombraría mucho si alguien lo llamara "don Hans".
En el capítulo introductivo de este panfleto con el que pretende demostrarnos que suicidio y eutanasia son "bíblicos", es más, "evangélicos", ataca, como siempre, a esa Catholica que lo ha ordenado, que le ha dado el poder de administrar los sacramentos. Escribe, diciendo que desea el verdadero bien del hombre, algo que no hacen los inhumanos monseñores romanos: "Desearía una Iglesia que ayudara al hombre a morir en lugar de limitarse a darle la extrema unción. Se trata de ayudar a morir bien a una persona que quiere decir adiós a la vida".
Una visión distorsionada sobre la Iglesia
Compromiso social hasta el extremo, por tanto: una estructura creada y gestionada por la Iglesia que acoja a los aspirantes suicidas y los ayude a alcanzar su fin, rápidamente y sin dolor. ¡Esta es la caridad, este es el deber de la comunidad! ¿Es acaso caritativo limitarse a ese sacramento, a esa extrema unción (o unción de los enfermos, como se llama ahora) que se limita a acompañar a la muerte farfullando antiguas palabras y realizando anacrónicas unciones, pero sin ocuparse de los sufrimientos físicos del agonizante? Pilar ilustre como es de Exit, él, Küng, ¿no ha dado y no da buen ejemplo de esa agencia "social" que acoge, con premura cristiana, a quien de otra manera estaría obligado a tirarse al río o desde la ventana o a dejarse triturar por un tren?
Con amargura constato aquí la desagradable confirmación a esa pregunta que me planteaba más arriba: desmemoriados como están de su papel de valor insondable, de un papel que nadie más en el mundo puede ejercer, ¿qué hacemos con sacerdotes así? ¿Quién, en su lecho de muerte, querría un profesor de teología de la prestigiosa universidad de Tübingen y no lo cambiaría de buena gana por el más oscuro y tal vez inculto de los sacerdotes, pero consciente del valor misericordioso y eficaz -en el sentido verdadero- del sacramento?
Traducción de Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.
El libro, como en su obra anterior, Cómo ir a misa y no perder la fe (pincha aquí para leer algunas de las ideas del libro), lleva prólogo de Vittorio Messori, el hombre que entrevistó a dos Papas (Informe sobre la fe, con el entonces cardenal Joseph Ratzinger y Cruzando el umbral de la esperanza, con Juan Pablo II) y autor de títulos como Hipótesis sobre María, Por qué creo o Bernadette no nos engañó.
Nicola Bux, en el centro de la imagen, en el acto de presentación de su nuevo libro.
En un reciente artículo en La Nuova Bussola Quotidiana, Messori reflejaba así la importancia de esta última aportación de Bux a la renovación litúrgica de la Iglesia:
Enseñar y gobernar santificando
Escribe don Nicola Bux, afrontando la disertación sobre el sacramento del orden: "Los caracteres distintivos del sacerdocio están en el otorgamiento y en el ejercicio de los tres munera, es decir, tareas u oficios: enseñar, santificar y gobernar".
En lo que respecta el "gobernar", no sé si don Nicola tiene modo o motivo para hacerlo. Sobre el "santificar" no tengo dudas: sé lo incansable que es él en mantenerse fiel a su llamada de mediador entre lo sacro y lo profano, entre Dios y el hombre, administrador convencido y competente de los sacramentos. En lo que respecta a "enseñar": pues bien, precisamente este nuevo libro suyo confirma de nuevo cómo se toma en serio el munus que se le confió en la consagración sacerdotal. Además de haber escrito muchos otros libros, éste es el tercero que dedica a la liturgia en la Iglesia de siempre y, sobre todo, de hoy.
Su gran competencia, como conocido y estimado catedrático experto en el tema, está puesta al servicio de la enseñanza a través de estas obras; por lo tanto, no para grupos seleccionados de estudiantes sino para todo católico, ya sea practicante habitual u ocasional. O, como sucede cada vez más, sencillamente para una mujer o un hombre que están buscando.
Corrompida por la sociedad
Infiltrada por la corriente que prevalece hoy en Occidente y que tiende a crear una especie de sociedad líquida, donde todo parece licuarse, también la Iglesia parece que quiere disolver sus netos contornos de la fe en una especie de sopa indefinida y mezclada por el "en mi opinión" de determinados sacerdotes.
Que no son obstaculizados, sino más bien instigados por teólogos que conocemos. Pues bien, los sacramentos son expresión de la fe, son su fruto, el don más elevado y valioso. Por lo que he aquí a nuestro liturgista dedicarse a este tema, con su habitual pasión, siguiendo el útil esquema ya utilizado en los libros anteriores, a saber: ante todo aclarar, para cada uno de los siete "signos eficaces" el objeto, el significado, la historia.
Después -necesario y hoy, más que nunca, actual- se advierte sobre las deformaciones, los equívocos, los añadidos y las eliminaciones que actualmente amenazan a ese sacramento en particular. Por consiguiente, una catequesis con un estilo que sabe ser al mismo tiempo docto y divulgativo, seguido por una especie de "manual de instrucciones". La eficacia está confirmada también por el gran éxito que han tenido sus libros no sólo en Italia, sino también en los países a cuya lengua ha sido traducido.
Don Bux sabe ser severo con esos hermanos suyos y contra ese prurito creador que les induce a corroer una disciplina litúrgica que no es inútil formalismo, sino la propia sustancia del sacramento. Pero sus advertencias no tienen el tono despreciativo o imperioso del inquisidor o, peor, del ideólogo con sus barrotes y sus jaulas. En él, la llamada al orden está expresada, en el fondo, con la comprensión de quien sabe bien cuál es la cultura deformada y deformante en la que también están inmersos los hombres de Iglesia.
La formación de los seminaristas
Y, sobre todo, sabe bien cuán incompleta, y a veces sospechosa, es la formación (si aún se puede llamar así) que se imparte, demasiado a menudo, al esmirriado grupo de seminaristas supervivientes. Da la sensación de que el profesor siente una especie de pietas hacia los pobres sacerdotes, a pesar del reproche que les dirige. A estos les presenta, como hermano especialista pero no por esto encerrado en la torre de marfil académica, no sólo una lista de errores y equivocaciones, sino también la dirección hacia la que deben moverse para intentar arreglarlo.
En la base de todo lo que sucede en la Catholica desde hace decenios está lo que el autor denunciaba también en sus libros anteriores: ese "giro antropocéntrico que ha traído a la Iglesia mucha presencia del hombre, pero poca presencia de Dios". La sociología en lugar de la teología, el Mundo que oscurece el Cielo, lo horizontal sin lo vertical, lo profano que expulsa a lo sagrado. La síntesis católica –esa especie de ley del et-et, de unión de los opuestos que sostiene todo el edificio de la fe– ha sido demasiado a menudo abandonada por una unilateralidad inadmisible.
Enlace hombre-Dios
Y en lo que respecta a los sacramentos, como laico siento la tentación de lanzar una especie de advertencia a los sacerdotes. Atentos, tendría ganas de decir, ¡no sabemos qué hacer con tantos (demasiados ya) sociólogos, sindicalistas, politólogos, psicólogos, ecólogos, sexólogos y, en general, sabihondos! Atentos, porque no se necesitan sacerdotes, frailes, monjes que ejerzan los oficios que decía, realizados a menudo por improbables sabelotodos. No hay que olvidarse que la función que sólo el consagrado puede ejercer, esa en la que no tiene y no puede tener "competencia", es la función de enlace, de vínculo, entre el hombre y Dios en la administración de los sacramentos. Es el "santificar" el munus que -por dejarlo en lo esencial- justifica su existencia y su presencia.
Si está bien guiado, el compromiso clerical en lo social, en la cultura, en cada campo de la actividad, de la cultura, del trabajo humano es óptimo. Óptimo pero no indispensable: también nosotros, los laicos, sabemos ejercer esos compromisos y lo hacemos, a menudo, bastante mejor. Como profesionales y no aficionados.
Pero sólo un hombre al que se le han impuesto las manos pronunciando sobre su cabeza las altas y terribles palabras tu es sacerdos in aeternum, sólo un hombre así puede asegurar el perdón de ese Cristo del que es el enlace, y puede transformar, en la fe, el vino y el pan en la sangre y en la carne del Redentor. Sólo él. Nadie más en el mundo.
Las multitudes se amontonan, siguiendo un instinto profundo, alrededor del altar y en el confesionario de Padre Pío, empujan para estar lo más cerca posible de su eucaristía y para poder tener el privilegio de confiarle a él los pecados que Jesús juzgará. Pero no se conocen multitudes, a no ser las de los estudiantes inscritos en ese curso, alrededor de la cátedra del clérigo teólogo que explica que es pueril creer en la realidad también "material" de la eucaristía, y que es una representación teatral, indigna del cristiano adulto, pensar que el perdón de los pecados pase a través de un instrumento, de un hombre como nosotros. Sí, pero al mismo tiempo, invisiblemente distinto. Distinto porque está consagrado.
¿Una muerte feliz?
Post Scriptum. Precisamente el día después de haber concluido estas líneas, he recibido el último libro de Hans Küng: Una muerte feliz. El teólogo suizo (que se ofende si alguien no lo define "cristiano", y mejor "católico") es uno de los promotores y activistas de Exit, la organización más conocida y activa en Europa en defensa de la "muerte asistida", es decir, de la ayuda activa a la eutanasia. Con macabra hipocresía, quien pide acabar con su vida es tratado como si estuviera en un hotel confortable y, en el momento que él desee, se sienta en el sillón de un salón silencioso y desierto.
Una enfermera pone encima de la mesita un vaso con una bebida de sabor agradable pero terriblemente tóxica y se va, cerrando la puerta. Puerta que se abrirá algo más tarde para constatar la muerte y llevarse el cadáver. Hipocresía macabra, decía: Exit se limita a poner a disposición un lugar tranquilo y a poner encima del mueble un veneno mortal. ¿Qué puede ocasionarnos que ese señor, o esa señora, decidan beber la mezcla? Son libres, ¡caramba!, nadie los está obligando.
El "católico" Küng es sacerdote y no ha pedido nunca abandonar el sacerdocio, si bien nunca nadie lo ha visto con un clergyman o, peor, con paramentos eclesiásticos; él mismo se asombraría mucho si alguien lo llamara "don Hans".
En el capítulo introductivo de este panfleto con el que pretende demostrarnos que suicidio y eutanasia son "bíblicos", es más, "evangélicos", ataca, como siempre, a esa Catholica que lo ha ordenado, que le ha dado el poder de administrar los sacramentos. Escribe, diciendo que desea el verdadero bien del hombre, algo que no hacen los inhumanos monseñores romanos: "Desearía una Iglesia que ayudara al hombre a morir en lugar de limitarse a darle la extrema unción. Se trata de ayudar a morir bien a una persona que quiere decir adiós a la vida".
Una visión distorsionada sobre la Iglesia
Compromiso social hasta el extremo, por tanto: una estructura creada y gestionada por la Iglesia que acoja a los aspirantes suicidas y los ayude a alcanzar su fin, rápidamente y sin dolor. ¡Esta es la caridad, este es el deber de la comunidad! ¿Es acaso caritativo limitarse a ese sacramento, a esa extrema unción (o unción de los enfermos, como se llama ahora) que se limita a acompañar a la muerte farfullando antiguas palabras y realizando anacrónicas unciones, pero sin ocuparse de los sufrimientos físicos del agonizante? Pilar ilustre como es de Exit, él, Küng, ¿no ha dado y no da buen ejemplo de esa agencia "social" que acoge, con premura cristiana, a quien de otra manera estaría obligado a tirarse al río o desde la ventana o a dejarse triturar por un tren?
Con amargura constato aquí la desagradable confirmación a esa pregunta que me planteaba más arriba: desmemoriados como están de su papel de valor insondable, de un papel que nadie más en el mundo puede ejercer, ¿qué hacemos con sacerdotes así? ¿Quién, en su lecho de muerte, querría un profesor de teología de la prestigiosa universidad de Tübingen y no lo cambiaría de buena gana por el más oscuro y tal vez inculto de los sacerdotes, pero consciente del valor misericordioso y eficaz -en el sentido verdadero- del sacramento?
Traducción de Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.
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