Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Los Reyes Magos… ¿qué sabemos de ellos?

Los Reyes Magos… ¿qué sabemos de ellos?
Reyes Magos en el Mapa de Juan de la Cosa, primer mapa en el que se representa América. Museo Naval de Madrid.

por En cuerpo y alma

 

            Entre los más entrañables personajes de cuantos pululan por el Nuevo Testamento se hallan, sin lugar a dudas, los que todos conocemos hoy día como los tres Reyes Magos, a saber, Melchor, Gaspar y Baltasar, los encargados de convertir en realidad muchos de los más insólitos sueños de nuestros pequeños. La pregunta es, ¿cuáles son las fuentes en las que bebe el conocimiento que hoy día tenemos de tan enigmáticos monarcas?

            Pues bien, lo primero que se ha de decir sobre nuestros personajes es que de los cuatro textos evangélicos, uno de ellos, y sólo uno, ojo, recala en su figura: se trata del de Mateo. La reseña que Mateo nos ofrece de los personajes en cuestión es, por lo demás, sumamente escueta:

            “Unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén”. (Mt. 2, 1).

            Lo que sigue es un relato de apenas dos párrafos, poco más de doscientas palabras, en los que se narran las circunstancias que envolvieron su visita a la capital de Judea, -su entrevista con Herodes, su presentación ante Jesús, la matanza de inocentes que siguió a dicha visita, su regreso a casa eludiendo al rey judío por expresa indicación de un ángel-, pero nada más que pueda aportar pista alguna en lo relativo a sus personas. ¿Quién dijo pues que eran tres, quien dijo que eran reyes, quien nos informó de sus nombres, quien de que uno de ellos era negro, y de tantas y tantas cosas como forman parte hoy día del imaginario cristiano en lo que a los reales personajes concierne?

            Desde luego, eran magos (del persa “magù”, y de éste el griego “magos”), porque de eso -y sólo de eso- sí nos informa taxativamente Mateo, unos magos del tipo de los que menciona el historiador griego Herodoto (n.484-m.425 a.C.), a saber, sacerdotes de las religiones pertenecientes a la familia del mazdeísmo y zoroastrismo practicados en Persia desde el s.V a.C. y todavía en los tiempos en los que nace Jesús.

            Para incorporar a esta condición sacerdotal originaria la de una estirpe real que los convierta en magos-reyes, no nos basta pues el texto de Mateo, y no tenemos otro remedio que sumergirnos en las procelosas aguas del Antiguo Testamento, más concretamente en el colosal cuerpo profético construido por Isaías, esencial para entender los aditamentos de los que vendría revestida la figura del mesías que esperaban los judíos. Pues bien, en el antiquísimo Libro de Isaías leemos:

            “Reyes serán sus tutores [los del mesías, debemos entender] y sus princesas nodrizas tuyas. Rostro en tierra se postrarán ante ti, y el polvo de tus pies lamerán” (Is. 49, 23).

            Texto que los exégetas cristianos tienen poca dificultad en hacer corresponder con nuestros magos, añadiendo a la sacerdotal una condición regia cuya creencia consta en la comunidad cristiana desde tiempos muy remotos, como atestigua el temprano autor Tertuliano (n.h.155-m.h.222), quien en su obra “Contra Marción” (3, 13), denomina “reyes” (“fere reges”, de estirpe real) a los personajes en cuestión.

 Basílica de San Apolinar. Rávena.

 

            Más significativo se antoja aún otro texto isaíico llamativo por las semejanzas que refleja con las circunstancias en las que se produce el nacimiento de Jesús que nos relatan los Evangelios:

            “Tú entonces al verlo, te pondrás radiante, se estremecerá y se ensanchará tu corazón, porque vendrán a ti los tesoros del mar, las riquezas de las naciones vendrán a ti. Un sin fin de camellos te cubrirá, jóvenes dromedarios de Madián y Efá”. (Is. 60, 5-6)

            Pasaje que si, por un lado aporta, una nueva figura inexistente en el relato de Mateo a la iconografía de los magos convertidos ya en reyes, la de los camellos y dromedarios que sirven a sus desplazamientos, refleja, por otro, una nueva coincidencia con el pasaje evangélico cuando nos explica en qué consisten los presentes que aquellos magos dejan a los pies del infante Jesús:

            “Todos ellos de Saba vienen portadores de oro e incienso y pregonando alabanzas a Yahveh” (Is. 60, 6).

            Tan similar a lo que nos relata Mateo:

            “Abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra” (Mt. 2, 11).

            Por más que tienda a pensarse lo contrario, ni del texto de Mateo, ni tampoco en este caso de los relatos isaíicos, cabe obtener conclusión alguna en lo relativo al número de personas que componen el real cortejo que acude a adorar al niño Dios nacido en Belén... ¿O sí? ¿Acaso no nos dice Mateo que aquellos reales personajes portan tres presentes diferentes, a saber, oro, incienso y mirra?

            Pues bien, nada más fácil que, a partir del dato en cuestión, establecer que a cada regalo corresponde un oferente, y que así como tres son los presentes, tres son también sus portadores. Y aunque no siempre estuvo claro que los magos de los que habla Mateo fueran tres -una pintura en el cementerio de San Pedro y San Marcelino en Roma nos muestra a dos; otra en el cementerio de Domitila, igualmente en Roma, a cuatro; un jarrón en el Museo Kircher (Florencia), hasta ocho- lo cierto es que el número trino cuadra bien con otros relatos veterotestamentarios.

            El primero, uno procedente del Génesis (cf. Gn. 9, 18 y ss.) irrelevante a los efectos en principio, pero no tanto, como veremos: aquél que se refiere a otro trío famoso de los textos sagrados, el que forman los hijos de Noé, a saber, Sem, Cam y Jafet. Pues bien, ocurre que según la Biblia, estos tres hijos de Noé, al repoblar una tierra totalmente deshabitada por causa del diluvio, se convierten en los patriarcas de todos los pueblos del mundo: Sem de los pueblos semitas (judíos y árabes); Cam de los camitas (negros africanos en dos palabras); y Jafet, de los jafetitas (blancos europeos). Así las cosas, ¿qué mejor que asociar un rey mago a cada uno de los hijos de Noé, un rey mago de cada raza en suma, atestiguando con su presencia en el portal el reconocimiento de todas las naciones del orbe hacia el rey nacido en Belén?

            Con estos argumentos y otros parecidos, parece que es Orígenes (n.185-m.254) el primero en afirmar el tres como el número de magos que visitan a Jesús. Como quiera que sea, la tradición aparece muy consolidada en tiempos de San Máximo de Turín (s. V) y de San Léon I Papa (n.h. 390-m.461), personajes importantes en lo relativo a la tradición de los Reyes Magos.

            En cuanto a los dones “oro, incienso y mirra”, la hermenéutica cristiana ha desarrollado la teoría de su identificación con la triple condición que se da en Jesús: oro para el rey, incienso para el Dios, y mirra para el hombre, idea tras la cual se nos aparece un padre tan temprano como San Ireneo (n.130-m.208), quien en su obra “Adversus haereses” deja escrito:

            “Por medio de sus dones mostraban [los magos de Oriente] quien era aquél a quien se debía adorar: le ofrecieron mirra porque tenía que morir por el género humano; oro porque es rey y su reino no tendría fin; incienso porque es Dios” (3, 9).

            Determinado que son tres, ¿cómo conocemos sus nombres? Pues bien, aunque son muchas las ternas que se han propuesto a lo largo de la historia, -verbi gratia la del “Libro de la Caverna de los Tesoros”, escrito sirio del s. V circa que nos habla de Makhodzi, Jazdegerd y Peroz- una prevalece sobre todas las demás. La encontramos por primera vez en el Evangelio armenio de la infancia al que ya hemos tenido ocasión de referirnos más arriba:

            “Melkon el primero, que reinaba sobre los persas; después Baltasar, que reinaba sobre los indios, y el tercero Gaspar, que tenía en posesión el país de los árabes” (EvArm. 5, 10).

            La descripción la completa la obra “Excerptiones patrum, collectanea et flores”, apócrifamente atribuida a Beda el Venerable (n.672-m.735), -razón por la que se la conoce también como el Pseudo-Beda-, de datación incierta entre los siglos VIII y XII. Pues bien, refiriéndose al aspecto físico de nuestros magos, atribuye la citada obra aspecto anciano y barba larga a Melchor (el semita); aspecto juvenil e imberbe y tez clara a Gaspar (el europeo); y aspecto maduro, y lo que es más importante, tez oscura, a Baltasar (el africano).

Dos reyes. Cementerio San Pedro y San Marcelino. Roma. 

Cuatro Reyes. Cementerio de San Pedro y San Marcelino. Roma

  

            La iconografía tarda no obstante largo tiempo en hacerse eco de los nuevos “descubrimientos” y así, no conocemos representaciones pictóricas o escultóricas de un Baltasar negro hasta mucho más adelante, en pleno s. XIV. Y no unánimes en cualquier caso. A modo de ejemplo, y sin ánimo de ser exhaustivos, mientras en 1380 Altuchiero Da Zevio retrata ya a uno de los magos “tostado” más que negro, y en 1437 Hans Multscher lo representa manifiestamente negro, las representaciones de Fra Angelico de 1433 y 1445 todavía nos presentan a todos los componentes del real cortejo como blancos, y en 1500 aún los representa de tan pálida color uno de los grandes retratistas del mágico trío, Sandro Boticelli. Por no aparecer de color negro, Baltasar ni siquiera lo hace en las representaciones que le conciernen en la catedral de Colonia, tan vinculada como veremos a la tradición de los magos de Oriente. No menos curioso se presenta el fenómeno del “retintamiento” de las figuras baltasarianas una vez que el recuestionamiento racial del tercero de los mágicos monarcas se impone a partir del s. XVI, de lo cual sería excelso ejemplo la representación de los Reyes sita en el claustro de la Catedral de Pamplona.

Tres reyes blancos. Fra Angelico (1424)

            El periplo de los Reyes Magos no termina en el Evangelio de San Mateo. Y es que entre las más celebradas reliquias de la cristiandad se hallan, precisamente, las de los mágicos personajes, las cuales se veneran en la catedral de Colonia, en Alemania. Dichas reliquias habrían sido descubiertas en Persia, de donde habrían sido llevadas a Constantinopla por Santa Elena, la madre del Emperador Constantino, en 326; transportadas luego a Milán por un legendario Obispo Eustorgio en el siglo V; y desde allí, en 1164, en tiempos del Emperador Federico I Barbarroja, y con ocasión de una sublevación en Milán, a Colonia, donde en su honor, se habría construído la magnífica catedral gótica que conocemos y en la que reposan hasta el día de hoy.

 

            ©Luis Antequera

            Si desea ponerse en contacto con el autor, puede hacerlo en luiss.antequera@gmail.com

 

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