Mañana se estrena la película NACIMIENTO sobre san Andrés Kim, primer sacerdote coreano
Los hermanos coreanos. En el convento de los bonzos
Capítulo séptimo de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.
Al día siguiente llegó a la puerta del convento de los bonzos de la capital una gran litera llevada por cuatro criados ricamente vestidos.
-Es el mandarín del supremo tribunal -decían los que pasaban, y se detenían saludando respetuosamente.
En efecto, descendió de la litera el gran Lamen, hombre extraordinariamente grueso, cuyas mejillas enrojecidas indicaban su excesiva afición al aguardiente. Inclinando orgullosamente la cabeza respondió al saludo de las personas que estaban en la calle profundamente inclinadas. Después mandó a su hijo bizco, que descendió al mismo tiempo que él, que fuera a anunciar su llegada a Lao-lu, el jefe de los bonzos.
Con el apoyo de un criado subió tosiendo las gradas de la pagoda y desapareció en el portal, que estaba adornado con pinturas representando espantosos dragones. Figuras de mil especies de dioses y semidioses, de demonios, monstruos guerreros y reyes, de bailarines y bonzos, de animales y pájaros, miraban desde los muros al que pasaba por la galería, el cual se inclinaba a derecha e izquierda en presencia de estas divinidades, y se encomendaba a su protección. Ante la gigantesca figura de Buda, que en actitud de estar descansando en la parte posterior de la pagoda, se detuvo el mandarín y dio al bonzo que estaba de servicio, una copa dorada llena de incienso. El bonzo roció este incienso en un brasero que día y noche ardía delante del ídolo, y las nubes aromáticas subieron hasta los dorados artesonados de la estancia.
-¡Plegue al divino Buda acceder a los deseos de vuestra grandeza! -dijo el bonzo.
-En provecho suyo será -murmuró el mandarín, dirigiéndose hacia la puerta lateral que daba acceso al convento de los bonzos.
Allí le esperaba su hijo, que no se había detenido en el camino, con algunos bonzos, y dijo que Lao-lu no tardaría en llegar. El mandarín fue conducido al jardín e invitado a tomar asiento en un cenador cubierto de camelias, a la orilla de un estanque en el cual había monstruosas figuras de piedra que lanzaban agua en todas direcciones.
-Estos bonzos que quieren pasar por públicos penitentes, saben arreglar bien las cosas -murmuró La-men, acomodándose en la poltrona-. Tráeme el saki, niño; pues veo que los siervos de Buda probarán con gusto esta embriagadora bebida de los dioses.
Y diciendo estas palabras, aplicaba a sus sedientos labios la vasija del aguardiente y se recreaba bebiendo grandes tragos.
Los bonzos, por su parte, se apresuraron a traer una gran vasija del mismo líquido, amén de algunos cangrejos de mar y huevos duros de paloma. Es verdad que la ley de Buda prohíbe matar animales y servirse de ellos como de manjar; pero los bonzos de Corea tomaban de esta ley sólo lo que les era cómodo, y por otra parte sabían cuán aficionado a comer y beber era su huésped. La-men, después de haber comido con buena gana, parecía hallarse de mejor humor; y cuando algunos minutos después llegó Lao-lu al pabellón del jardín, le saludó amistosamente, y le dijo riéndose:
-No es malo vuestro saki, y los cangrejos son muy buenos. ¿Qué dirá Buda al ver que echáis agua caliente a estos animalitos, en los cuales según su doctrina viven las almas de los hombres difuntos?
-Según la explicación del sabio y santo Ya-tse, que hace cien años vivió en este convento, y cuyo cuerpo descansa debajo de la gran Dagoba -aquí señala Lao-lu un gran mausoleo en forma de campana que había al final del jardín-, las almas de los budistas van a pasar a los cuerpos de los animales más nobles y perfectos, cuando no entran inmediatamente en el celestial Nirvana (que consiste en disolverse en la divinidad y confundirse con ella), o cuando no son lanzadas al infierno en castigo de horribles crímenes; así las almas de los reyes van a los leones, las de los mandarines a los osos o a los tigres, las de los hombres piadosos a las vacas o a los camellos. Pero en estos animales inferiores, como son los gusanos, los cangrejos y otros semejantes, sólo moran las almas mejores que no han creído en Buda, por lo cual es permitido matar y comer estos animales imperfectos, pues de este modo van a pasar tales almas a animales más perfectos y pueden llegar al cabo de millares de años a animar el cuerpo de un budista o quizá de un bonzo. Por lo cual…
-Por lo cual obráis piadosamente cuando asáis esos animalitos y se los ofrecéis como manjar a un honrado budista, y yo obro no menos piadosamente comiendo de ellos con gran apetito, por lo que doy gracias a los dioses… No deja de ser ingeniosa esta explicación -añadió en tono de broma-. De este modo, si no entras en el Nirvana, que lo dudo, por lo menos irás a pasar al cuerpo de algún camello.
-Y tú, poderoso mandarín, al de un oso.
-Y si tú, cuando seas camello, pasas cargado por el bosque donde yo esté, caeré sobre ti y te comeré, y no quedará de ti ni siquiera un pelo. Verdaderamente es necia esta doctrina de la transmigración de las almas. ¿Quién será el que la crea? -añadió el mandarín-.
-Es, sin embargo, la doctrina del divino Buda, y en Corea la religión del Estado -observó el gran bonzo arrugando el entrecejo-; y parecería mal en excelso mandarín del supremo tribunal proferir semejantes frases, aun en broma.
-No pienso en tal cosa -repuso La-men-. Antes, por el contrario, escucha cuál es el objeto de mi visita, y vera tu piedad mi celo por la prosperidad de nuestra religión.
Le explicó el mandarín cómo había sabido por su hijo que en la casa de campo de Kim se enseñaba una nueva religión; y que le constaba que antes de haber sido enviada a China la embajada, eran instruidos en aquella casa jóvenes de la nobleza en las doctrinas de cierto libro extranjero, y que lo mismo hacía el maestro de escuela King.
-Ya conozco ese libro -dijo Lao-lu, cuyos ojos chispearon de cólera-, y tengo una copia de él, pues desde la fiesta del Hoan-kap del gran mandarín, se difunde desde la casa de Kim, especialmente por la hermana de éste. Lo han compuesto los demonios de Occidente, y no contiene cosa alguna acerca de los tres grados del éxtasis, ni de las cuatro supremas verdades, ni de los cinco caminos de vida, ni de las seis formas de la verdad sublime, ni de las siete substancias santas, ni de las ocho formas del pensamiento libre, ni, en suma, nada de la divina doctrina de Buda. El viejo loco Tschai-pe ha introducido por medios vedados este diabólico libro, y ya le hubiera yo acusado a él y al terco Kim (a quienes Buda lleve a los profundos infiernos por sus crímenes) ante la suprema autoridad, si nuestro común enemigo, el gran mandarín, no extendiera su mano protectora sobre esos malvados. Plegue al príncipe de los infiernos darle un tormento especial por su culpa.
-Lo mismo le deseo yo después de su muerte -dijo La-men-. Pero además quiero que en el tiempo de su vida reciba el castigo de su orgullo. Pues ¿no se ha atrevido ahora a escribirme diciéndome que el goce del saki, al cual soy muy aficionado, no conviene a la dignidad de un juez? ¿Y he de ceder yo aun en esto a su deseo?
-Pero ¿qué remedio queda, si es omnipotente con nuestro rey?
-Conviene advertir de la mejor manera al rey sobre ciertas cosas, y precisamente con este fin he venido a tomar consejo de tu prudencia -replicó La-men.
Luego refirió al bonzo, que le escuchaba con mucha atención, después de tomar un buen trago de saki, la historia de la caja, de la cual su hijo había sacado un rosario. Llamaron al joven La-men, que estaba paseándose por el jardín con los bonzos, para que refiriera lo sucedido. Mostró el rosario al jefe de los bonzos. Este levantó espantado las manos al cielo, sobre todo cuando vio la cruz que del rosario pendía. Decía que por nada del mundo habría él tocado este amuleto, y que el joven debía envolverse las manos en papel santo hecho de trigo y lavárselas nueve veces en el santo estanque del templo, y que sólo cuando estuviese libre de aquella impureza, podía sentarse al banquete que entretanto estaban preparando para la visita.
-¿Y cree tu piedad que el espantoso abuso de la embajada y la profanación del sello del rey podrá mover a éste a castigar como conviene a los culpables?
-Sí, lo creo, sobre todo si se dice que Kim y su hijo, de acuerdo con el gran mandarín, han ocultado una caja llena de objetos preciosos que el emperador le había regalado –dijo Lao-lu-.Y ahora se me ocurre esto otro: ¿qué sucedería si nuestro joyero hiciera un amuleto engarzado en oro y perlas finas semejanteal que tu hijo ha sacado de la caja? ¿No podríamos presentar al rey la joya como muestra de las preciosidades que sin duda contenía la caja?
-No está mal pensado, pero sería preciso que mi hijo jurara que había sacado de la caja el hilo de perlas y oro. Esto es demasiado, pero…
-Pero es el camino más seguro de perder al mandarín y a toda su aborrecida cohorte y de ponerte a ti en su lugar. Ahora vamos a comer, que el gong ha dado la hora.
Lao-lu condujo al mandarín, después de haber obtenido su consentimiento para llevar a cabo su infame proyecto, a la mesa, que había sido dispuesta en una sala cuya temperatura era muy agradable. Bebieron varios vasos de saki brindando por el feliz éxito del plan de venganza, y no fue mala cosa que los bonzos hicieran llevar la litera a una calle solitaria, a la cual daba la puerta accesoria de la pagoda, pues el supremo juez de Corea hubiera representado en otro caso a los ciudadanos de la capital un papel singular, saliendo del convento de los bonzos enteramente ebrio.