Sábado, 27 de abril de 2024

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¿Santos de la virtud? No, gracias

por Una iglesia provocativa

Al comenzar esta Cuaresma, una gran amiga mía me confesaba su incapacidad de entender eso del ayuno. Me decía que para ella, eso de comer o dejar de hacerlo no es penitencia alguna, pues no es infrecuente que de vez en cuando se le olvide hasta hacerlo por puro ajetreo.

Mi primera reacción, de fariseo pedigrí, fue lanzarle una perorata sobre lo mal que ayunamos en la Iglesia. Y es que, reconozcámoslo, nuestros ayunos dan risa cuando no dan pena. Pensar que en una sociedad de excesos y tan consentida como la nuestra, el mensaje para un día de ayuno y abstinencia sea que comamos poquito y nos quitemos el azúcar del café, raya la parodia cuando no la tragedia. Y eso por no hablar de la injusticia social. Siempre recuerdo la estadística que una vez escuché que decía que con sólo dedicar lo que se gasta en occidente en helados, acabaríamos con el hambre en el mundo. 

Es verdad que en nuestra sociedad también existe lo contrario y, en la actualidad, eso de estar en forma y el culto al cuerpo se ha vuelto un ídolo muy potente. Como decía Chus Villarroel, hoy en día, cualquier deportista o cualquier anoréxica, hacen más ascesis que el más pintado de los penitentes. Y eso también nos pone en evidencia a los cristianos con nuestros infantiles y raquíticos ayunos.

Pero ya sea por exceso o por defecto de ayuno, cuando uno empieza a deslizarse por la crítica, acaba siendo merecedor del reproche de San Pablo en Romanos 14,1-4:

«Sed comprensivos con el que no tiene segura su fe, y dejad las discusiones que terminan en división. Hay quien cree que puede comer de todo, mientras que otros, menos seguros, comen solo verduras.El que come de todo no debe despreciar al que se abstiene; y el que no come de todo, que no critique al que come, pues Dios lo ha tomado tal como es. ¿Y quién eres tú para criticar al servidor de otro?».

Está claro que la Cuaresma no puede tratarse del tan farisaico tema de quién es el que más ayuna, y que debemos alcanzar una comprensión mejor de este tiempo de gracia. Repasando viejos lugares, lecturas que me han acompañado y charlas de retiros que en su día me alimentaron, el Señor me está regalando una Cuaresma muy luminosa, muy sanadora.

De joven, me explicaban la Cuaresma como un tiempo para hacer reforma, con la imagen de un barco al que se le pegan cosas al casco, de las cuales toca hacer limpieza. Afectos desordenados, apegos prescindibles, pecados y demás morralla, se volvían el centro de atención de un empeño por alcanzar la santidad mediante una virtud que siempre resultaba esquiva.

Eran predicaciones que siguen resonando en nuestras parroquias, en las que el metalenguaje de los signos no verbales del predicador tiene sabor de bronca, y cuyas palabras no aciertan a distinguirse apenas del informe de cuenta de resultados de una empresa en la que estamos valorando nuestra suma de haberes y deberes, para saber si al final estamos deficitarios o estamos generando ganancia. Es el famoso “debemos” y “tenemos que”, centrado exclusivamente en la respuesta que damos a Cristo que siempre acaba en el huerto de la virtud ganada con los puños.  

Una ensalada muy interesante, de lo más pelagiana, que aderezada con un poco de gracia y la humildad de pedir a Dios que sea quien nos dé la virtud, da por resultado un cocktail de semi-pelagianismo que sigue poniendo el acento en lo que yo hago o dejo de hacer.

Es la predicación de la virtud, prima hermana de la predicación de los Mandamientos que, sin quererlo, acaba condenándonos a la frustración de Romanos 7 consistente en ver el bien que queremos y hacer el mal que no queremos.

Pero hay un camino más alto, que nos dibuja Santo Tomás de Aquino cuando, superando la virtud humana y la virtud infusa, nos habla del don. Vivir en la economía del don es la gratuidad por la que, con tanta insistencia, abogaron los Chus Villarroel y demás predicadores controvertidos en un mundo religioso en el que el mínimo atisbo de gratuidad se percibe como amenaza.

Recuerdo cuando, siendo apenas un neófito de la gratuidad, con toda la inocencia le insistí a una chica sobre el tema de que estamos salvados gratuitamente y se ponía cada vez más roja hasta que estalló. Descolocada, me decía «llevo tres años en un grupo cristiano, y durante los dos primeros estaba frustrada porque no conseguía dar la talla, y ahora que por fin la doy, me vienes a decir que era gratis...» y por eso no lo podía aceptar.

Vivir desde el don es entrar en la dimensión del Espíritu (Romanos 8), donde el pecado aunque escueza, ya no obra su poder sobre nosotros, y como hijos de la mujer libre (Gal 4,31) nos sabemos queridos, amados y redimidos.

¿Cómo se puede vivir una Cuaresma desde el don del Espíritu? 

Pues simplemente, abriendo las manos y recibiendo la sanación que tanto anhelamos. La Cuaresma es, ante todo, un tiempo de sanación profundo. Es un volver a caer en la cuenta de que estábamos perdidos y Él nos rescató. Es un dejarnos acariciar una vez más por la brisa suave de la gracia que se cuela por los recovecos del alma. Es ponerse a tomar ese sol que sale sobre justos e injustos, sabiendo que el Señor del Universo quiere darte su calor.

A Dios no lo podemos conquistar; tampoco creo que sea nuestro lugar y nuestro empeño consolarlo, ni que debamos actuar como si nuestras oraciones, penitencias y ayunos le aportaran algo.

A nosotros mismos, tampoco nos podemos cambiar. Cuanto antes nos convenzamos de que somos materia de redención, más pronto estaremos listos para dejarnos rescatar. La virtud, tal cual nos la han pintado, tiene muy poquito que aportar en un proceso sanador que fundamentalmente le pertenece al Espíritu Santo y al que estamos llamados a colaborar con la simpleza de un sí.

La santidad, tal cual nos la han explicado, es algo mucho más profundo que una costumbre que domeñar, un hábito que practicar o una virtud que sublimar.

La santidad es descalzarse y entrar en un terreno sagrado con los pies desnudos y las manos vacías, pisando la tierra de nuestra humanidad con los ojos alzados en veneración del poder y la manifestación de Dios. 

Claro que la santidad es deseable, pero no es una cumbre que coronar ni una meta que alcanzar. La santidad de Dios es algo que nos tiene que embargar, que viene para acogernos en ella, que nos quiere enamorar.

Y nuestra santidad se mide por lo mucho que nos es perdonado, por lo mucho que somos salvados, por la infinita misericordia de un Dios que viene a hacer morada en nosotros. 

No es más santo quien más ayuna, ni hay nada que envidiar en perfeccionamientos humanos que apenas llegan a levantarnos una micro milésima del lugar de imperfección en el que nos encontramos.

No es más santo quien más virtud acumula, ni quien más se empeña, ni quien más se perfecciona.

La santidad es una carretera de dos vías en la que es Dios mismo quien nos quiere perfeccionar mediante un amor que salva, que redime y que sana. Y en la medida en la que queramos recorrer ese camino con las manos vacías, podrá el Señor llenarlas a espuertas, venciendo una vez más todo llanto, toda impureza, toda rebelión en la que estábamos sumidos. 

Y eso es la Cuaresma, un tiempo en el que gozarnos de la santidad de Dios y arrodillarnos conmovidos ante su presencia que viene una vez más a morir por nosotros y redimirnos como celebraremos en Semana Santa.

Por eso, podemos mirarlo a Él y con San Pablo decir: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo, con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Efesios 1, 1-3) en vez de fijarnos en lo que tenemos que aportar.

Fuimos elegidos para ser santos e irreprochables ante Él por el amor… no lo estropeemos por favor con la torpeza de pretender que nuestra virtud proyectada, nuestra autoimagen de santidad, o nuestra piedad impostada, pueden ganarnos un minuto de gloria. 

Desde luego, yo lo tengo claro, me quedo mil veces con una Cuaresma de sanación, antes que con una Cuaresma de perfección

¿Santos de la virtud? 

No gracias, prefiero el paraíso…

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