Hoy se ha estrenado la película NACIMIENTO sobre san Andrés Kim, primer sacerdote coreano
Los hermanos coreanos. La primera comunidad de cristianos (1)
Primera parte del capítulo octavo La primera comunidad de cristianos de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.
En la casa de campo de Kim se disfrutaba a la sazón de un hermoso tiempo. Pedro, el recién convertido, no se cansaba de hablar a todos sus amigos y conocidos que iban a visitarlo, de Pekín y especialmente del venerable obispo Govea, de sus misioneros, de la iglesia cristiana construida por el emperador Kang-hi y de las sublimes ceremonias del culto, que él había presenciado. Su padre residía normalmente en la ciudad, donde su amigo, el gran mandarín, le tenía ocupado en multitud de negocios. Así toco a Pedro recibir todas las visitas, y aprovechó estas ocasiones que diariamente se le ofrecían para emplear su celo de neófito en predicar la doctrina de Cristo, o del Señor del cielo, que así la llamaban, a todos cuantos acudían a visitarle. Le servían de gran auxilio para explicar el catecismo las imágenes que había traído de China.
Representaban estas imágenes la creación del mundo, el paraíso, el pecado del primer hombre, la expulsión de nuestros primeros padres del paraíso, el nacimiento, la vida y la muerte, la resurrección y ascensión de Nuestro Señor, y por último, el juicio final, el cielo y el infierno. Mostraba estas estampas por su orden a los admirados coreanos, y explicándolas después, sembraba la semilla de la fe en los corazones dispuestos a recibirla. Pronto se habló en todas las reuniones de la capital doctrina del rey del cielo, de sus jóvenes propagadores y de aquellas imágenes nunca vistas en Corea. Cada vez acudía a la casa de campo mayor número de personas, a quienes Pedro enseñaba y explicaba las imágenes. Muchas quisieron ser instruidas en esta religión de Occidente y conocer los medios para obtener la gracia con que el Hijo de Dios nos da fortaleza para seguir su ley sublime. También en esto ayudaban las imágenes relativas a los siete sacramentos. Por último, declararon muchos que creían la doctrina del Señor del cielo, la cual en todo les parecía mucho más hermosa y racional que la de Buda, y que estaban dispuestos a recibir cuanto antes el bautismo.
Los primeros que entraron en el número de los hijos de Dios mediante el agua del bautismo, fueron los dos niños Yn y Kuan y su madre, los cuales no dejaron de instar a Pedro hasta que éste les administró este sacramento la primera semana después de su regreso de Pekín. Ambos niños se hallaban suficientemente preparados, y sobre todo la madre se distinguía por lo bien que sabía el catecismo. Los tres estaban poseídos de profunda fe y piedad infantil. Orando fervorosamente delante de la medalla de la Inmaculada Concepción, ante la cual tantas veces se habían arrodillado, se prepararon a recibir el bautismo y lloraron de alegría cuando, después de haber profesión de fe y de haber renunciado al demonio y a sus obras, Pedro derramó sobre sus cabezas el agua del sacramento en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La madre se llamó desde entonces María, y sus hijos Yn y Kuan, respectivamente, Pablo y Jacobo.
-Ya somos hijos de Dos y de la gran Señora -dijo María-. Debemos, pues, vivir como hijos de Dios y estar dispuestos a morir por nuestra fe.
Y se abrazaron mutuamente los tres cristianos, los primeros que recibieron en Corea el agua del bautismo.
No tardaron en pedir también el bautismo los dos amigos de Pedro, Pirki y Kum. Varios de la Liga de la Rosa del mar sólo siguieron después de algunas vacilaciones, pues presentaban objeciones al misterio de la Santísima Trinidad y a otras doctrinas del cristianismo que la débil razón humana no puede comprender. Pero el celoso Pirki les hizo ver que es muy natural que la esencia de Dios sea impenetrable e incomprensible a la limitada razón humana, y que nuestra fe tendría menos mérito si penetráramos con la razón sus doctrinas. Pirki precedió con su ejemplo a todos los asociados y pidió a Pedro el bautismo. Con él fue bautizado también Kum. El primero se llamó Juan, y Kum, Francisco Javier, pues así como este apóstol de la India y del Japón, que murió cuando esperaba llevar la fe a China, quería él consagrar toda su vida a la doctrina de Cristo. Siguió a estos primeros neófitos el que era cabeza de los que vacilaban, el buen maestro de escuela King, tan pronto como se convenció de la sinrazón de sus reparos; y recibió el nombre de Tomás, porque el Salvador había disipado las dudas de este apóstol, como ahora disipaba las suyas. Así fueron bautizados casi todos los miembros de la Rosa del mar, y los pocos que no tuvieron valor para aceptar la nueva religión contra la ley del país, se separaron de ella, de suerte que la Liga vino a ser una especie de sociedad destinada a propagar el cristianismo.
Son los coreanos muy aficionados a cultivar las relaciones sociales, y es para ellos un honor hacer y recibir visitas. Estas costumbres facilitaron mucho los progresos del cristianismo. Pedro y sus amigos Juan y Francisco Javier, que pertenecían a la primera nobleza del país, eran invitados en todas partes, y su celo no dejaba pasaba ninguna oportunidad de predicar la fe, aprovechándolas todas con tal habilidad y entusiasmo, que pronto fue ganado para el cristianismo un considerable número de miembros de las principales familias. Aun las señoras y doncellas, que en Corea son severamente excluidas de la sociedad de los hombres, oían hablar a las madres y hermanas de los primeros convertidos de Cristo y de su gloriosa madre; y no transcurrió mucho tiempo sin que hubiese numerosas cristianas, algunas de las cuales difundían la consoladora doctrina del Evangelio con el mismo celo con que propagaban Pedro, Juan y Francisco Javier. Especialmente se distinguía en esta propaganda, María, la madre de nuestros jóvenes protagonistas.
Pero donde más se extendió la doctrina de Jesucristo fue entre los pobres, pues también en Corea se cumplieron las palabras de la Sagrada Escritura, según las cuales el Evangelio sería anunciado a los pobres. Aquí trabajó sobre todo el valiente maestro de escuela Tomás King, que pertenecía a la familia de un intérprete, y tenía muchos parientes y amigos entre los navegantes y comerciantes, así como entre los labradores del llano y de la montaña, haciendo cuanto pudo por difundir la nueva religión. Pronto la siguieron con entusiasmo los artesanos y labradores, no sólo de la capital sino del puerto Chemulpo, de las aldeas limítrofes y aun de las apartadas montañas. La misma obra llevaba a cabo Tomás en su escuela. A todas horas refería a sus discípulos algún capítulo del Evangelio o alguna historia sacada de los libros edificantes que Pedro había traído de Pekín. Sobre todo inducía a los niños a amar filialmente a la Madre de Dios, e infundía fortaleza en sus corazones con el ejemplo de los santos mártires, para cuando viniera la persecución, que sin duda no tardaría en llegar, pues ya andaban los bonzos concitando los ánimos peligrosamente contra la nueva y aborrecida religión.
Mientras el gran mandarín siguiese desempeñando su cargo, no era de temer que los cristianos fuesen violentamente perseguidos; Dios, por otra parte, había dispuesto que fracasara el plan trazado por La-men y el jefe de los bonzos. Habiendo salido a la calle de noche y en estado de embriaguez con el intento de exigir al gran mandarín la responsabilidad por la ocultación de la caja, La-men se cayó en un lodazal, donde fue hallado a la mañana siguiente por los barrenderos, quienes le condujeron a su casa con un pie roto, en estado lamentable, en medio de las burlas de cuantos le vieron. Aquí vio el gran mandarín el deseado motivo para destituirle de su empleo. Rechinando de cólera los dientes, salió La-men de la ciudad con su hijo, jurando por todos los dioses que algún día tomaría sangrienta venganza. De esta manera se aseguró, por lo menos durante algún tiempo, la tranquilidad de los cristianos; pues el jefe de los bonzos, tan cobarde como malvado, no tenía influjo ninguno en la corte.
Humanamente hablando, habría sido de mucha trascendencia en orden a la propagación del cristianismo, que el gran mandarín hubiese recibido el bautismo. Pero no estaba dispuesto su corazón a recibirlo. La doctrina cristiana le había interesado mucho, como cualquiera otra ciencia, y aun le parecía la más profunda y racional, y que satisfacía al corazón más que la doctrina de Buda y la de los sabios chinos. Pero su orgullo de sabio no quería doblegarse ante los misterios y por consiguiente no vino a la fe, que presupone humildad. Le disuadió, por otra parte, de seguir la nueva religión la prudencia carnal, pues la doctrina de Buda era la religión del Estado, y creyó peligroso declararse decididamente contra ella. Que lo hagan otros -decía-, y si al fin triunfan, tiempo habrá de unirse a los vencedores. Lo mismo que el gran mandarín, pensaba y obraba el sabio Kim, con gran dolor de su hermana y de su hijo.