Sábado, 21 de diciembre de 2024

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Amar a la Iglesia apasionadamente

Amar a la Iglesia apasionadamente

por Un alma para el mundo

Amar a la Iglesia apasionadamente

Juan García Inza

Es evidente que la Iglesia está atravesando un mar arbolado, que la barca de Pedro hace aguas por distintas razones. Y esto nos puede poner nerviosos. Algunos incluso se escandalizan como si nunca hubiera habido pecados hasta ahora. Y el demonio que empieza sembrando cizaña a manos llenas, después trata de rematar su tarea trastocando las conciencias y abriendo boquetes en el casco del barco para provocar su hundimiento. Muchos se han marchado defraudados por el escándalo de algunos. Si esta fuera la salida lógica habría que cerrar empresas, parlamentos, centros de enseñanza, familias, calles enteras…, porque el pecado abunda. Siempre ha estado presente. Por eso necesitamos una constante conversión, una cuaresma permanente. Pero con la alegría de la Resurrección en el horizonte.

 El papa Francisco ha dicho, ha repetido, hace unos días: “El amor sin límites. Sin esto la Iglesia no va adelante. La Iglesia no respira”

“Sin el amor, no crece, se transforma en una institución vacía, de apariencias, de gestos sin fecundidad. Ir a su cuerpo: Jesús nos dice cómo debemos amar, hasta el final”.
Ámense como yo los he amado. Y después el segundo nuevo mandamiento – aclaró el Santo Padre – que nace del lavatorio de los pies es: “Servir unos a otros”. Lávense los pies unos a otros, como yo les he lavado los pies a ustedes. Dos mandamientos nuevos y una advertencia: “Ustedes pueden servir, pero enviados por mí, mandados por mí. Ustedes no son más grandes que yo”. Jesús aclara en efecto que “un siervo no es más grande que su patrón, ni que un enviado es más grande que quien lo ha mandado”. Esta es la humildad sencilla y verdadera, y no “la falsa humildad”. (Homilía en Misa en santa Marta el 26 abril, 2018)

            Nuestro camino es el del amor sincero y limpio. Recordamos La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. (Cfr. 1 Co 12,31—13,13)

 

                Con el odio, el juicio severo, la condena implacable, la comprensible indignación, solo con eso no resolvemos los problemas. La Iglesia necesita amar y amarse. Rezar más, llevar con serenidad las cruces que la vida nos va colocando sobre los hombros, incluso buscar cruces voluntarias como siempre han hecho los santos.

            Cuando hablamos de sacrificio, de entrega incondicional, nos da miedo. Incluso nos entra la tentación del abandono. Viene bien recordar aquellas palabras de Cristo a sus apóstoles: En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?»
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo:
« ¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.»
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar.
Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.»
Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce:
« ¿También vosotros queréis marcharos?»
Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.» 
(Juan 6,60-69).

            He meditado muchas veces las invitaciones que nos hace san Josemaría Escrivá para que amemos apasionadamente a la Iglesia. Él tuvo que sufrir incomprensiones, y persecuciones, de unos y de otros, pero nunca dejo de amar a su Madre la Iglesia, y así se lo inculcó a los que le seguían. Como muestra algunas citas:

¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!

Camino, 518

Medítalo con frecuencia: ¡soy católico, hijo de la Iglesia de Cristo! Él me ha hecho nacer en un hogar “suyo”, sin ningún merecimiento de mi parte.

— ¡Cuánto te debo, Dios mío!

Forja, 16

Querría —ayúdame con tu oración— que, en la Iglesia Santa, todos nos sintiéramos miembros de un solo cuerpo, como nos pide el Apóstol; y que viviéramos a fondo, sin indiferencias, las alegrías, las tribulaciones, la expansión de nuestra Madre, una, santa, católica, apostólica, romana.

Querría que viviésemos la identidad de unos con otros, y de todos con Cristo.

Forja, 630

Para tantos momentos de la historia, que el diablo se encarga de repetir, me parecía una consideración muy acertada aquella que me escribías sobre lealtad: “llevo todo el día en el corazón, en la cabeza y en los labios una jaculatoria: ¡Roma!”

Surco, 344

Pide a Dios que en la Iglesia Santa, nuestra Madre, los corazones de todos, como en la primitiva cristiandad, sean un mismo corazón, para que hasta el final de los siglos se cumplan de verdad las palabras de la Escritura: «multitudinis autem credentium erat cor unum et anima una» —la multitud de los fieles tenía un solo corazón y una sola alma.

—Te hablo muy seriamente: que por ti no se lesione esta unidad santa. ¡Llévalo a tu oración!

         Que podamos decir algún día como santa Teresa de Jesús: Gracias a Dios muero como hija de la Iglesia.

 

 

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