Sábado, 21 de diciembre de 2024

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El árbol de la vida

por Alfonso G. Nuño

 

El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) de Terrence Malick es una gran película. ¿Pero por qué? En ella, no solamente hay aspectos muy buenos, sino que cada uno en particular lo es y el conjunto no es simplemente la yuxtaposición de esas bondades, sino que da como resultado una excelencia no simplemente aditiva.

 

Quien busque belleza en el cine en esta película la puede encontrar. Los recursos cinematográficos son abundantísimos, fijémonos solamente en algunos. El movimiento de cámara se encuentra entre la cámara subjetiva y el plano secuencia en un equilibrio muy difícil de sostener. La luz de los exteriores se mantiene continuamente en el momento mágico. Los encuadres están estudiadísimos y, pese a los escorzos y la escasez de frontalidad y centralidad, no da la sensación de  escepticismo o relativismo, sino que trasmite una distancia no de indiferencia, sino de respeto, una invitación silenciosa al espectador. El trabajo de montaje es admirable por su inmensidad, rayana en lo homérico, y la calidad del resultado; me gustaría destacar los fundidos en negro, que no hacen perder en ningún momento el tempo de la cinta. Y más, mucho más.

 

El guión es sumamente meritorio y la narración, en la que nos encontramos probablemente con las mayores prolepsis y analepsis de la historia del cine, es un suave oleaje, una ligera brisa ondulando la hierba de la pradera. Hay momentos en que da la impresión de estar ante un director que hubiera empezado su carrera en el cine mudo. Y es que no son necesarias muchas palabras para contar, para expresar: los gestos, las miradas –sin buenas interpretaciones sería imposible–, los objetos en que se fija el plano, la disposición de un escenario, la puesta en escena, etc. son suficientes. Pero hay mucho que se dice no por interpretación –los distintos tipos de imágenes insuficientes que nos creamos de Dios, el incremento de la abstracción y la distancia a la realidad en nuestra posmodernidad,...–, sino con otros muchos recursos, como la construcción de unos personajes o el trasplante de un árbol a un entorno de metal y cristal.

 

Todo esto está por tanto en función de una palabra; Malick tiene algo que decir y lo dice. La gran pregunta del sentido de la vida, la pregunta por Dios es la película y la película es una gran oración. Y con qué elegancia y profundidad lo plantea al espectador. Hay películas muy explícitamente religiosas que da repugnancia verlas, porque en ellas no hay drama y, por tanto, no hay ni hombre ni re-ligación. Aquí sí, hay drama y no tragedia, porque en el sufrimiento, la culpa y la muerte se explícita la pregunta por el sentido de la vida, pero sin fatalidad, ni la muerte ni la culpa ni el sufrimiento tienen la última palabra.

 

Un hombre maduro entra en crisis existencial y se plantea la pregunta siempre presente, aunque muchas veces la tengamos silente o amordazada. El recuerdo de su pasado pone ante el espectador toda la realidad y cómo en ella está siempre quien tanto nos atrae, quien nos quiere seducir. En la pregunta,  hay una respuesta, sutil testimonio que se abre en esperanza de eternidad y que, en ningún momento, se impone al espectador. No se trata de catequesis, parece más importante mantener viva la pregunta en nuestro mundo. Y una pregunta es siempre la presencia de una respuesta que se insinúa, que se quiere dejar buscar, que nos acaricia para que la miremos.

 

En El árbol de la vida, la verdadera religiosidad está en juego. Por ello, la película es una bella y morosa glosa al libro de Job. Una glosa en la que belleza, bondad y verdad se reclaman; pero sobre todo está la atracción de la belleza, acaso porque nada se conoce y quiere si antes no se desea.

 

Es tanto lo que se puede encontrar en esta obra que es más para reposarlo que para escribirlo. Estoy ya esperando a que salga en DVD.

 

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