Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Signos religiosos: otra vez a la carga

por Angel David Martín Rubio



Resulta deliberadamente ambiguo e induce a confusión, explicar la naturaleza de las relaciones Iglesia-Estado desde una perspectiva católica utilizando la categoría de “separación”, concepto reiteradamente condenado por el Magisterio eclesiástico hasta fechas bien recientes.
 
Más correcto sería hablar de “distinción”, aunque no si se pretenden eludir las responsabilidades religiosas del Estado. Solamente para resaltar que el catolicismo hace posible una relación concordada entre ambas potestades que resulta imposible allí donde el Estado y la Iglesia viven ignorándose mutuamente o en aquellas otras culturas donde se impone la unificación de lo político y de lo religioso. “Teocracias” todavía las hay, en países de religión judía o musulmana, en naciones —por cierto — muy admiradas por nuestros socialistas y liberales.

En realidad, el Derecho y el Estado poseen en el catolicismo una significación religiosa “relativa”. Es decir, son capaces de recibir una inspiración religiosa conservando su propia personalidad de manera análoga a como los individuos son transformados por la acción de la gracia sin anular por ello el orden natural. Por eso, el Derecho positivo debe concretar un Derecho natural que se asienta en la suprema ley divina y el bien común que la autoridad civil reconoce como fin no solamente no puede ser ajeno al destino eterno del hombre sino que se debe ordenar a él.

En la gestación histórica de la sociedad, del Estado y del Derecho, la religión católica no determina de manera unívoca y previa formas y sistemas concretos pero ejerce una doble influencia al oponerse a la esencia de determinadas realizaciones (por ejemplo, cuando se declara al comunismo “intrínsecamente perverso”) y al inspirar una estructura fundamental y un espíritu en quien legisla o administra justicia (por ejemplo, la salvaguardia y los límites de la propiedad privada).

En este contexto es donde hay que entender la utilización de símbolos que, mucho antes que referencias culturales, son signos religiosos. De ahí su fuerza intrínseca y excluyente que los hace de inservibles para convivir en una “feria de las religiones”. De la propia existencia de una diversidad de creencias con contenidos tantas veces incompatibles se deduce que no todas pueden ser verdaderas. Sostener que ninguna de las religiones puede responder a una revelación objetiva resulta menos ilógico que postular que todas ellas lo hacen aunque sea en grados diferentes.

Quienes promueven la retirada de un crucifijo movidos por su ideología laicista son, en el fondo, coherentes desde su “odium fidei” y en su propia negación están reconociendo que pocas cosas hay más radicales que un Dios crucificado. A Él pertenecen todos los derechos y nuestro es solamente el deber de rendirle adoración. Y porque tenemos el deber de adorar a Dios, tenemos el derecho de tener nuestras iglesias, nuestras escuelas católicas. Lo mismo vale para la familia: porque tenemos el deber de fundar una familia cristiana, tenemos el derecho de tener cuanto sirve para defender la familia cristiana.

Para otros, el crucifijo es poco más que un signo cultural; de ahí que piensen que puede permanecer sin problemas en unas instituciones que han abandonado hasta las más elementales referencias de una sociedad sana. Como siempre, aceptan la imposición de los principios que mueven a los iconoclastas y luego se rasgan las vestiduras condenando las consecuencias pero sin cuestionar el sistema que las ampara. Les inspira la misma ideología laicista que llevó en la desgraciada reforma litúrgica posterior al concilio Vaticano II a suprimir las estrofas del himno que proclamaban a Nuestro Señor como Rey de la familia, del Estado, y de la Ciudad terrenal:

Que con honores públicos te ensalcen
 Los que tienen poder sobre la tierra;
Que el maestro y el juez te rindan culto,
Y que el arte y la ley no te desmientan.
Que las insignias de los reyes todos
Te sean para siempre dedicadas
Y que estén sometidos a tu cetro
Los ciudadanos todos de la patria
(Himno “Te saeculorum Principem”).
 
No es menos absurdo edificar un mundo sin Dios que hacerlo sobre una abstracción sincrética de religiones. Por su propia naturaleza, no puede haber comunidad humana sin fundamento religioso. Una agrupación de hombres sin tal fundamento nunca sería una “comunidad” en el sentido en que la define el sociólogo Ferdinand Tönnies: como voluntad orgánica cimentada en un sobre-ti comunitario (una fe, un imperativo raíz), en la que el todo es antes que las partes y el pensamiento se halla envuelto por una voluntad y dotado de un sentido axiológico. Como explica de Maistre, toda sociedad histórica es ante todo comunión de valores, convicciones y sentimientos. Y la naturaleza de esa comunidad y de esa fe vinculadora es, siempre y universalmente, religiosa (cfr. GAMBRA, Rafael. Tradición o mimetismo. Madrid: Instituto de Estudios Políticos, 1976).

La verdadera respuesta al laicismo agresivo, nunca puede ser la promoción de la presunta autonomía de las realidades temporales o de la separación Iglesia-Estado, ni siquiera la neutralidad (si es que puede existir). La única alternativa posible es la re-cristianización que resulta imposible por contradictoria con su esencia sin el reconocimiento de lo que el pensamiento tradicional español llama ortodoxia pública, es decir, el establecimiento de un régimen político que afirma un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes.
 
Solamente entonces las manifestaciones de civilización y cultura surgidas del cristianismo podrán alcanzar la consideración que se merecen.
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