Sábado, 23 de noviembre de 2024

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La Guerra Civil empezó en 1933 (según Largo Caballero)

por Angel David Martín Rubio


El golpista Largo Caballero se fotografía en las inmediaciones del frente disfrazado de miliciano para la ocasión

El 8 de noviembre de 1933 el presidente del Partido Socialista, Francisco Largo Caballero, pronunció un discurso en la localidad pacense de Don Benito. Como en otras ocasiones, el dirigente marxista habló con absoluta claridad de sus objetivos revolucionarios y de la decisión de utilizar la violencia para alcanzarlos en caso de encontrar resistencia:

«Vamos legalmente hacia la evolución de la sociedad. Pero si no queréis, haremos la revolución violentamente. (Gran ovación.) Esto, dirán los enemigos, es excitar a la guerra civil. Pongámonos en la realidad. Hay una guerra civil. ¿Qué es si no la lucha que se desarrolla todos los días entre patronos y obreros? Estamos en plena guerra civil. No nos ceguemos, camaradas. Lo que pasa es que esta guerra no ha tomado aún los caracteres cruentos que, por fortuna o desgracia, tendrá inexorablemente que tomar»

Los oyentes de Largo Caballero tenían claro el modelo que había que seguir:

«Es preciso que la República llegue a todos los ciudadanos, y para ello tiene que ser una República social y no burguesa. Tardaremos más o menos, pero no ocultamos que vamos hacia la revolución social. ¿Como? (Una voz del público: Como en Rusia.) No nos asusta eso. Vamos, repito, hacia la revolución social. Y yo digo que la burguesía no aceptará una expropiación legal. Habrá que expropiarla por la violencia. (Ovaciones)».

La Rusia que aclamaban los socialistas de Don Benito era el mascarón de proa de una ideología totalitaria (en sus diversas variantes) que ya había costado a la humanidad millones de muertos en las más variadas formas como los asesinatos masivos, el sistema de campos de concentración y exterminio, las hambrunas deliberadamente mantenidas, las deportaciones, el terrorismo…

El discurso que estamos glosando apareció al día siguiente en El Socialista bajo este titular: «No debemos cejar hasta que en las torres y edificios oficiales ondee la bandera roja de la revolución». Las banderas rojas ondearon, en efecto, sobre las torres de algunas iglesias y en los edificios oficiales antes de la derrota definitiva en abril de 1939 del caos político, económico y militar en que había desembocado aquella República que nació un aciago día del mismo mes en 1931. 

Decir que la Segunda República fue un fracaso es casi una tautología pero, desde luego, dicho fracaso no se debió a ninguna negra conspiración sino a un planteamiento erróneo desde el principio.

La República nació
como resultado de la presión ilegal ejercida sobre un monarca claudicante que no creía ya ni en su misión histórica por lo que -como diría después José Antonio- «aquel simulacro cayó de su sitio sin que entrase en lucha siquiera un piquete de alabarderos». Pero el régimen político implantado en abril de 1931 no era una simple forma de Gobierno en la que el Presidente había de ser designado por sufragio universal sino un régimen político que nació lastrado por una doble hipoteca: la Constitución de diciembre de 1931 y la actuación del Partido Socialista.

Ninguno de los que trajeron la República estaba dispuesto a admitir unas elecciones democráticas y no lo fueron las que sirvieron para formar las Cortes Constituyentes controladas en todos sus pasos por el auto-proclamado Gobierno Provisional. No existía oposición porque la coalición republicano-socialista era la única de las fuerzas en presencia que tenía una organización interna ya previamente establecida mientras que las derechas venían siendo aterrorizadas con episodios como los incendios y saqueos de conventos, iglesias, bibliotecas… llevados a cabo en numerosos lugares de España pocos días antes de las elecciones y carecieron de tiempo y de unas circunstancias que permitieran articular los nuevos partidos. Además, las izquierdas —según el más viejo estilo caciquil— contaron con todo el apoyo del Ministerio de la Gobernación. Años más tarde el propio Alcalá Zamora reconocerá que las Cortes nacidas de aquellas elecciones:

«adolecían de un grave defecto, el mayor sin duda para una Asamblea representativa: que no lo eran, como cabal ni aproximada coincidencia de la estable, verdadera y permanente opinión española». En consecuencia: «La Constitución se dictó, efectivamente, o se planeó, sin mirar a esa realidad nacional [...] Se procuró legislar obedeciendo a teorías, sentimientos e intereses de partido, sin pensar en esa realidad de convivencia patria, sin cuidarse apenas de que se legislaba para España».

Y con toda la trascendencia que da a sus palabras su condición de Presidente del Gobierno Provisional y luego de la República formula esta acusación sobre el nuevo estatuto jurídico: «se hizo una Constitución que invitaba a la guerra civil».

Pero fue el Partido Socialista quien finalmente destruyó aquella República de la que estaba llamado a gestionar su agonía sometido a los dictados de Moscú. El predominio del partido fundado por Pablo Iglesias se debió a la falta de una base social en la que sustentar el régimen naciente; a la vista del resultado electoral Azaña descartó a los republicanos radicales de Lerroux y dio entrada en su Gobierno a un partido marxista cada vez mas escorado hacia la ruptura revolucionaria con las instituciones democráticas. El socialista Largo Caballero, Ministro de Trabajo, advirtió con toda claridad del papel que aguardaba a los republicanos al amenazar con la guerra civil si las Cortes Constituyentes eran disueltas una vez terminada su función:

«ese intento sólo sería la señal para que el Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores lo considerase como una nueva provocación y se lanzasen incluso a un nuevo movimiento revolucionario. No puedo aceptar tal posibilidad que sería un reto al partido y nos obligaría a ir a una guerra civil» (Informaciones, Madrid, 23-noviembre1931).

La amenaza se convirtió en realidad en Octubre de 1934 y en 1936.

Cualquiera que se asome a los medios de comunicación podrá comprobar los efectos de la siembra de odio que se está llevando cabo mientras se forjan y difunden mitos acerca de una República idílica que nunca existió y que habría sucumbido, cual débil doncella, ante el acoso de terratenientes, militares y eclesiásticos.

A todos nos convendría no olvidar que lo ocurrido responde al proyecto de unas izquierdas, con el Partido Socialista a la cabeza, que ya desde mucho antes habían comenzado a dinamitar el Estado de Derecho y se lanzaron a la guerra civil en los términos que había proclamado sin rubor alguno Largo Caballero en Don Benito, una ciudad sometida a la propaganda roja en 1933 y martirizada en 1936.
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