En el Bicentenario del Martirio del Obispo de Coria
A diferencia de lo que ocurría con anterioridad a las revoluciones liberales, las ideologías dominantes en el mundo moderno consideran la religión como un asunto meramente privado (a la manera del liberalismo) o como algo que hay que eliminar (por ejemplo la llamada “escuela de la sospecha”: Marx-Nietzsche-Freud y las ideologías inspiradas en estas filosofías).
Es en este contexto histórico en el que se sitúa un episodio ocurrido en la localidad cacereña de Hoyos el 29 de agosto de 1809 y cuyo significado desborda con creces la pura tragedia humana de un prelado de ochenta y cinco años caído bajo las balas de los representantes del Estado más poderoso del momento para convertirse en un ejemplo más de que el intento de provocar la ruptura de la íntima relación religión-sociedad, hondamente radicada en la entraña de cualquier comunidad, será siempre un fenómeno conflictivo en todos los lugares donde la revolución moderna pretenda aplicar sus criterios y necesariamente desestabilizador y traumático en aquellas ocasiones en que logre alcanzar su objetivo. La historia española ha estado atravesada en buena parte de los siglos XIX y XX por esta importante fuente de inestabilidad y desequilibrio que son las políticas laicistas y es de temer que lo siga estando a comienzos del XXI. De ahí la actualidad de un tema como éste en un país controlado por un Gobierno que reivindica a los afrancesados.
Alvarez de Castro, mártir de la Independencia
La intervención tan relevante que el entonces Obispo de Coria don Juan Álvarez de Castro tuvo para alentar y sostener el esfuerzo bélico protagonizado por sus diocesanos únicamente se entiende si se reconoce que en el 2 de mayo y en la guerra a que da paso no estamos únicamente ante un conflicto contra el francés (en el sentido de afirmación propia frente al dominio extranjero) sino que se trata de una guerra contra la etapa imperial o bonapartista de la Revolución Francesa, al igual que la de 17931795 lo había sido contra la etapa jacobina de dicha Revolución. Guerra de religión contra las ideas heterodoxas difundidas e implantadas violentamente por las legiones napoleónicas. Como escribía el padre Vélez en 1813:
«La misma religión es la que ha armado ahora nuestro brazo para vengar los insultos que ha sufrido del francés en nuestro suelo. Ella ha reanimado nuestra debilidad al ver que se trataba de privarnos de sus cultos: ella nos puso las armas en la mano, para resistir la agresión francesa, que a un tiempo mismo atacaba el trono y destruía el altar. La religión nos condujo a sus templos, bendijo nuestras armas, publicó solemnemente la guerra, santificó a nuestros soldados y nos hizo jurar al pie de las santas aras, a la presencia de Jesucristo en el Sacramento, y de su Santísima Madre en sus iglesias, no dejar las armas de las manos hasta destruir del todo los planes de la filosofía de la Francia y de Napoleón contra el trono de nuestros reyes y contra la fe de nuestra religión»
La venganza francesa se cruza en el camino de Álvarez de Castro, no por acaso ni de manera trágica pero evitable, sino poniendo fin de manera plenamente consciente a una actividad a favor de la independencia política y religiosa de España que era brillante culminación de una trayectoria coherente iniciada con su llegada al Obispado de Coria en 1790. Poco después estalla la guerra contra los revolucionarios como consecuencia de la ejecución de Luis XVI (21-enero1793), y escribe una Circular a sus diocesanos para que ayuden a nuestro Ejército. Con ocasión de la guerra contra Inglaterra escribe otra Pastoral (8-agosto1798) en la que fundamenta doctrinalmente la obligación de contribuir a las necesidades públicas y, para demostrarlo prácticamente, anticipó con su Cabildo quinientos mil reales a la Corona y dos años más tarde trescientos mil más.
En 1804, a los ochenta años de edad, se retiró a Hoyos donde acabó fijando su residencia al agravarse sus padecimientos. Nombró Gobernador Eclesiástico Sede Plena al Arcediano de Alcántara don Sebastián Martín Carrasco (14-abril1806), resolución tomada con el objeto de que no experimentasen retraso los asuntos relacionados con el obispado pero no por eso dejó de ocuparse del gobierno de la Diócesis, confiriendo las Sagradas Órdenes, oyendo reclamaciones y despachando hasta pocos días antes de su muerte.
Iniciado el alzamiento de mayo de 1808 contra los franceses, invita al Cabildo a contribuir con sus caudales al sostenimiento de las tropas y, atendidas las obligaciones de la Mitra, aplica las restantes rentas a los gastos de la campaña; ordena rogativas por el triunfo de las armas españolas (14-junio1808); el 23 de junio exhorta al alistamiento que la Junta Suprema de Gobierno de la Provincia estaba emprendiendo. Para ello se habría de verificar un juramento de todos los fieles en sus Parroquias ante el Señor Sacramentado expuesto; en primer lugar debían prestarlo los eclesiásticos quienes explicarían después al pueblo, congregado en un día fijado por mutuo acuerdo entre los curas y las juntas respectivas, las obligaciones contenidas en la fórmula empleada:
«Juramos, prometemos a ese Divino Señor Sacramentado guardar la más perfecta unión y respeto y veneración a la Justicia, olvidar para siempre de todo corazón los sentimientos particulares, defender nuestra Santa Religión, a nuestro amado Soberano y Señor don Fernando VII y las propiedades, hasta derramar las últimas gotas de nuestra sangre».
El Prelado promete, en nombre de Dios, la bienaventuranza eterna a los que mueren por la Patria; da todo cuanto tiene; sus iglesias se empobrecen; entrega las joyas que se funden y sus graneros se abren… La repercusión de estas pastorales y circulares del Obispo en la Diócesis y fuera de ella era grande. Extremadura se levantó en armas y sus sierras se hicieron impenetrables para los ejércitos napoleónicos durante mucho tiempo. Sus Cartas Pastorales serán citadas en las Cortes y recibirán común reconocimiento; en su honor, habló el diputado por la ciudad de Guatemala Larrazábal el 21 de abril de 1814.
Cuando un Ejército francés, con el Mariscal Soult al frente, se apodera de Plasencia y prolongó sus descubiertas hasta el Puerto de Perales, las denuncias habían circulado y se sabía lo mucho que el Obispo había contribuido al esfuerzo de guerra y que estaba refugiado en Hoyos después de haberse movido buscando seguridad por varios pueblos de la comarca. Hasta allí se trasladó un escuadrón el 29 de agosto de 1809: sacaron de la cama al venerable prelado —que, además de su edad, se encontraba muy debilitado y en peligro de muerte— y caído en el suelo le dispararon dos tiros de fusil, no sin antes saquear la casa y causar la muerte a uno de los ancianos que se habían refugiado allí, resultando heridos uno de los familiares y otros cinco ancianos. Jiménez de Gregorio nos describe el suceso: le arrebatan primero el pectoral que se pasa la soldadesca de a unos a otros haciendo escarnio de la insignia, le arrancan la ropa de cama que le cubría y arrojándolo al suelo desnudo, boca arriba, le disparan un primer balazo en los testículos y después otro en la boca. Fue enterrado sin solemnidad y con apresuramiento en la Parroquia de Hoyos y no conocemos el lugar en que fueron depositados sus restos.
Iglesia y Estado liberal
La diócesis de Coria no es una excepción en las manifestaciones del enfrentamiento entre las ideas revolucionarias y liberales con la Iglesia Católica, dándose circunstancias semejantes a las que hubo en las restantes circunscripciones eclesiásticas en Extremadura y en el resto de España (como las desamortizaciones o los intentos de intrusismo) y aspectos específicos como el asesinato del Obispo Álvarez de Castro por los franceses o los asesinatos y profanaciones llevados a cabo por las tropas del Empecinado en el ocaso del Trienio Liberal. Por otro lado, la aportación doctrinal de obispos como el propio Álvarez de Castro, Ramón Montero y Manuel Anselmo Nafría (en este caso antes de llegar a la sede Cauriense) puede considerarse de cierto relieve a la hora de configurar el pensamiento contrarrevolucionario español.
La historiografía ha tratado de explicar estas tensiones siguiendo el modelo francés donde se dice sin ser del todo exacto que, para implantar una realidad opuesta al Ancien Régime, la Revolución ataca igualmente a la Monarquía, la Nobleza y a la Iglesia considerados pilares del orden social anterior a la Revolución. Pero en España la Monarquía se integró en las constituciones liberales y la Nobleza perdió sus obsoletos privilegios jurídicos, conservando sus propiedades y figurando a la par que la burguesía en los cuadros de la jerarquía social mientras que la Iglesia. Como afirma José Luis Comellas:
«Privada por la fuerza de las propiedades y rentas que disfrutaba en régimen de paralelismo con la nobleza, perseguida por razón de opiniones, exclaustrados, suspendidos o desterrados muchos de sus miembros, invadidas sus instituciones y jurisdicción interior por el poder del Estado, censurados sus escritos y asesinados un buen número de religiosos, hubo de sufrir afrentas como no se recordaban en siglos y vivir uno de los momentos más dolorosos de su historia en España».
La injerencia del Estado liberal en los asuntos eclesiásticos tenía una raíz muy propia del Antiguo Régimen: el regalismo que, en esto, no se esforzaron en superar si no en heredarlo y aumentarlo. No faltó un proyecto de ley (el cisma de Alonso) que pretendía la creación de una especie de Iglesia nacional de inspiración protestante. Y esta es la clave de explicación, no se persigue a la Iglesia ni por igualitarismo social —cercenar privilegios— ni por su apoyo —tan matizado— al carlismo y, basta seguir el encadenamiento de los hechos, para comprobar que las medidas antieclesiásticas por parte del Estado son anteriores a las declaraciones de los eclesiásticos: es decir, que la Iglesia protesta porque se sabe atacada, no al revés.
En el lado de las resistencias a la implantación por la fuerza del Estado liberal encontramos una mentalidad común en las diversas instancias. Para Alfonso Bullón de Mendoza:
«Desde nuestro punto de vista, si entre los defensores de don Carlos encontramos miembros de tan diferentes sectores sociales, si durante siete años se logra mantener, y con buen éxito, una guerra que vista la situación de partida en 1833 parecía imposible que durara más de un par de semanas, es porque los legitimistas combatían por uno de los primeros y fundamentales derechos del hombre, el derecho a continuar siendo él mismo, a no tener que cambiar, si no lo desea, su forma de vida y pensamiento. Por ello, la presentación del carlismo como una lucha en defensa de la libertad, es una constante de la propaganda legitimista».
Los liberales sabían que no podían consolidar su dominio sobre una sociedad que en buena medida les rechazaba si no suprimía o encauzaba en una dirección favorable el influjo moral que la Iglesia ejercía sobre esa misma sociedad y en la que promovía una serie de principios y comportamientos incompatibles con el liberalismo. De conseguirlo, habría sido neutralizada la única potestad radicalmente independiente del Estado.
En la segunda parte del período que nos ocupa, cansada de años de persecución, la jerarquía aceptó la mano tendida de los moderados y pareció que se entraba en un periodo de tregua. Los amantes de libertad habían hecho sufrir mucho a la Iglesia pero, probablemente, el daño mayor se produjo cuando el secularismo agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo consiguió alcanzar un modus vivendi con la Iglesia al lograr un reconocimiento de la Jerarquía, laminando el que debiera haber sido apoyo incondicional al carlismo, en lo que tenía de restauración de la unidad católica, a cambio de unas migajas en el presupuesto y de una nominal declaración de confesionalidad que se hacía compatible con la proliferación de sectas y la libertad de propaganda para el más corrosivo laicismo. Para el radicalismo liberal y el obrerismo revolucionario aquella situación era un clericalismo en el que la Iglesia debería sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad.
Empobrecida por las incautaciones y expropiaciones, la Iglesia tuvo que reanudar su labor sin poder ejercer muchas de sus anteriores tareas pastorales, asistenciales y educativas. Y hacerlo sobre una sociedad en cambio y sometida a nuevas influencias sin contar apenas con la esperada colaboración de un Estado y de unos gobernantes nominalmente católicos. Porque como denunciaba en el ocaso del siglo XIX Ramón Nocedal:
«No, ni el mundo en general, ni España especialmente se pierden sólo por culpa del liberalismo; se pierden también, y muy principalmente, por culpa de los que abandonan la lucha, y entienden que cumpliendo sus obligaciones particulares ya pueden dejar que azoten a Cristo y crucifiquen a la Patria, y aún ayudar a los sayones, o al menos guardarles la ropa, por un pedazo de pan o por no reñir con nadie».
Algunas consecuencias
A la vista de todo lo expuesto podemos concluir:
1. El arraigo en el pasado del secular conflicto que atraviesa la historia contemporánea española y que no es algo coyuntural o resultado de problemas más o menos intrascendentes (por ejemplo, una simple querella dinástica).
2. La incapacidad del liberalismo español para articular un proceso de modernización económica y participación política se remonta a sus propios orígenes que dan paso a un modelo basado en los propios intereses y no en las reivindicaciones más auténticas de la nación. La tantas veces repetida libertad e igualdad, ausente como en pocos sistemas políticos de la España del siglo XIX y comienzos del XX, apenas hace necesario recurrir a la crítica filosófico-teórica para la demolición polémica del liberalismo español.
3. La estrecha relación entre ortodoxia política y religiosa y la imposibilidad práctica de perseverar en la segunda cuando no se es consecuente con la primera. Entendemos por “heterodoxia política” la de todos aquellos que de hecho han negado la dimensión teológica en el plano político, la de aquellos que practicando políticamente un criterio puramente mecanicista se niegan a reconocer las exigencias éticas del obrar político, consideran la religión como asunto válido para los actos de significación personal e inválido para los de dimensión social.
4. Frente a ejemplos luminosos como el de Álvarez de Castro, la existencia ―aunque todavía minoritaria― de un episcopado y un clero afrancesado y colaboracionista e incluso los torpes intentos de reconciliar al liberalismo con la Iglesia puestos en práctica más tarde, ponen de relieve la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.