Probablemente como consecuencia de aquella Reconquista de ocho siglos que tan nerviosos pone a los del Partido Andalucista, el refranero español ha acuñado la expresión “a moro muerto, gran lanzada” para hacer burla de quienes se jactan de su valor cuando ya no hay riesgo; otra expresión (“lanzada a moro muerto”) califica los ataques u ofensa contra enemigos, obstáculos o situaciones ya inexistentes. Supongo que don Fernando García de Cortázar estará más cerca de la cristiandad que de la morisma pero, a mi juicio, se viene haciendo merecedor de que se le aplique la rica expresividad del refranero español alusivo a los antaño ocupantes de la Península. No contento con la calificación abusiva y llena de desprecio hacia una etapa de la reciente historia de España vertida en su artículo publicado en “ABC” con el título “Manía persecutoria” (2-septiembre), reitera ahora sus argumentos en “Verano y humo” (8-septiembre). La artillería dialéctica se dirige de manera especialmente poco cordial hacia José Utrera Molina, uno de los pocos que había tenido la dignidad de llamarle públicamente la atención por sus despiadados ataques con una “Réplica serena a un antifranquista inmoderado” (“ABC”, 4-septiembre). Al parecer, las páginas de “ABC” se han cerrado para que los hijos del ex ministro pudieran dar respuesta a alguien que juzga desabridamente a un hombre y a su época desde su doble condición de historiador y de eclesiástico. Ocurre esto la misma semana en que, con un gesto de difícil interpretación, el Abad del Valle de los Caídos anunciaba que no se celebrarán actos especiales a partir de ahora cada 20 de noviembre y que la memoria litúrgica correspondiente a los aniversarios coincidentes de Francisco Franco y de José Antonio tendrá lugar durante la Misa conventual de ese mismo día a las 11 de la mañana. Es cierto que, como dice el padre García de Cortázar, multitud de personas se expresan con argumentaciones similares a la suya, pero no lo es menos que esas argumentaciones no responden a la serena maduración de una sociedad que valora su pasado con perspectiva sino que son el resultado de un período, ya demasiado largo, de distorsiones y de manipulación, orientadas desde el poder y refrendadas ahora con un aparato jurídico que se propone la imposición de una interpretación de la historia. La España de ZP se convierte así en émula de los tiranos romanos que aplicaban la “damnatio memoriae” para, después de haber ocupado el poder, borrar todas las huellas que pudieran recordar a su predecesores y las obras por ellos realizadas. En la España de ZP solamente habrá homenajes a las personas y circunstancias que se identifiquen con el régimen derrotado en la Guerra Civil, es decir la República del Frente Popular. La manipulación de la historia en España supera con creces lo orweliano y el régimen actual se ha convertido en un gran hermano que lo mismo decide quién tiene o no derecho a la vida que nos impone una interpretación oficial del pasado. Por poner solamente un caso, en diciembre de 2008 las instituciones públicas y privadas que promueven la llamada recuperación de la memoria histórica en Extremadura (entre ellas la Universidad, las Diputaciones de Badajoz y Cáceres y la propia Junta de Extremadura) presentaron unos listados en los que se presenta como víctimas de la represión franquista, entre otros muchos ejemplos que podrían aducirse, a un sacerdote asesinado por los milicianos en Badajoz, a una mujer asesinada por unos bandoleros en Monterrubio de la Serena, a un combatiente voluntario en las banderas de Falange o a un hombre que murió como consecuencia de las heridas que sufrió al caerse de un carro. Al tiempo, caen destruidas las lápidas donde se enlazan uno tras otros decenas de nombres, unidos a veces por los mismos apellidos, que fueron sacrificados por el odio en la retaguardia roja o cayeron víctimas de la persecución religiosa. Poco más allá, la España de ZP levantará monumentos a sus asesinos o, si aún sobreviven, dejará caer en sus bolsillos unas monedas porque pasaron unos años en la cárcel… Ese es el escenario en el que tan cómodo parece encontrarse el padre García de Cortázar porque solamente así se explica su entusiasmo por lo que él atribuye a un agudo sentido del pueblo español “para entregar la carta de jubilación a determinadas opciones políticas”. Y es que, a lo mejor, carecemos de un instinto igualmente aguzado para detectar y erradicar a los demagogos. No menos demagógico y simplista resulta reducirlo todo a un presunto conflicto entre partidarios de la “dictadura” y de la “democracia”. En su historia más reciente, España ha conocido el fracaso de las expectativas regeneracionistas despertadas por la Segunda República, un proceso revolucionario de un carácter marxista predominante aunque no exclusivo, el Alzamiento Nacional, una Guerra Civil, una larga situación autoritaria nacida de la Victoria para desembocar en la Segunda Restauración de la Monarquía y de las formas políticas liberales en paralelo a un proceso de desmembración de la unidad de España y de imposición de una cultura dominante con unas formas ajenas a cualquier tradición cristiana y española. El editor de la revista “Razón Española” se preguntaba hace apenas unos años: “¿Quién hubiera podido imaginar en 1939 que, un tercio de siglo más tarde, España habría vivido la etapa de paz más prolongada de su historia, sería una sociedad de clases medias y la novena potencia industrial del planeta? ¿Quién hubiera podido imaginar en 1975 que, un tercio de siglo más tarde, España tendría la natalidad más baja de Europa, el mayor número de víctimas por terrorismo, que la cifra de reclusos aumentaría de 8.000 a 60.000, o que la prensa internacional diagnosticaría nuestra balcanización”. Que los años transcurridos bajo el signo de la Constitución de 1978 ofrezcan un balance tan poco brillante en lo que a progreso y libertades públicas se refiere no es algo indiferente a la hora de valorar el período histórico anterior y explica en buena medida el interés que la España de Franco sigue despertando incluso entre las generaciones más jóvenes inmersas en un proceso que Pío Moa ha descrito así en su reciente “Franco para antifranquistas”: “Sólo desde 2004, cuando el terrorismo islámico logró con un solo golpe ―la matanza del 11 M en Madrid― invertir la política interna y externa de España, se están tornando realmente serias las amenazas a la democracia y a la integridad de la nación. El nuevo Gobierno viene practicando una política extraordinariamente favorable a los terroristas, los separatismos y las dictaduras del Tercer Mundo. Y fuerzas radicalizadas, en el Gobierno y fuera de él, ansían imponer por fin la “ruptura” no alcanzada en 1976. Al servicio de este proyecto de transformación cultural, la versión hoy dominante acerca de la España contemporánea es una auténtica falsificación historiográfica que, en una sociedad democrática, no debería estar respaldada —como ocurre hoy— por el aparato pseudo-jurídico de la llamada Ley de Memoria Histórica. El pasado no es algo que corresponda a los legisladores interpretar, sino a los historiadores investigar para llegar a comprender. Nadie se debería permitir un juicio virtual a los protagonistas del pasado, un juicio sin defensores ni atenuantes, un juicio en el que solo haría acusadores movidos por sus propios rencores e ideologías. Conocer para explicar y explicar para comprender es la única actitud legítima frente a los hechos históricos en una sociedad madura.